Fecha de publicación: 26 de marzo de 2019

La Cuaresma es un tiempo precioso, aunque el polvo depositado sobre ella de tantos siglos y a lo largo de tantos siglos haga que tengamos una imagen de ella a veces muy curiosa, como un tiempo triste, casi de autoflagelos y más bien brumoso y no agradable.

Sin embargo, cuando la Cuaresma nace para los que se estaban preparando para ser cristianos, que habían empezado su preparación catequética en el otoño, justo después de la cosecha de la viña, terminada ya la cosecha del olivo, la Cuaresma era el tiempo de ejercitarse, como un entrenamiento final para la Pascua, para la vida nueva que Jesucristo nos da.

Jesucristo nos hace posible vivir en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Y el anuncio cristiano es el anuncio que Cristo ha resucitado, ha vencido a la muerte y ha vencido al pecado. Y quienes hemos conocido a Jesucristo y creemos en Él, nos disponemos a prepararnos a vivir esa vida nueva.

El incremento en la oración, en el ayuno, como dominio de la naturaleza y de nuestro propio cuerpo; y la limosna, o más exactamente la caridad como forma de vida, son los modos que determinan esa libertad de los hijos de Dios. Entonces, lo que hacemos en este tiempo es como un entrenamiento final antes de empezar a vivir esa vida nueva que celebramos cada año, que nos es regalada la noche de Pascua.

Es un tesoro poder vivir este tiempo y es un tesoro poder ser enseñados por la Iglesia cada año a cultivar esas tres realidades que abarcan al final toda nuestra vida. Vivir en una estrecha relación con Dios, que eso es la oración; vivir con la mochila ligera, que eso es el ayuno (no agarrarnos a los bienes de este mundo); y vivir para amar a los demás. Esas tres cosas definen la vida de un hijo libre de Dios. Y ese hijo libre de Dios o esa hija libre de Dios, es la realidad, la única realidad, que puede realmente hacer un mundo nuevo.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

Marzo 2019

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