Fecha de publicación: 16 de marzo de 2015

Queridísima Iglesia del Señor, pueblo santo de Dios, Esposa de Jesucristo,
muy queridos sacerdotes concelebrantes,
representantes de los grupos y movimientos familiares, que estáis aquí hoy,
miembros del coro, “Aguas Blancas”,
y queridos amigos todos:

La verdad es que las tres lecturas de la Eucaristía de hoy nos abren horizontes preciosos.
Incluso la primera lectura, la del Libro de las Crónicas, que nos habla de cómo la fidelidad de Dios permanece en la historia a pesar de la infidelidad del pueblo. El Señor mandó a su pueblo de Israel los profetas, para que lo fuera educando. El Señor había establecido (lo hemos ido viendo a lo largo de la Cuaresma) su Alianza con Noé, luego con Abraham, luego con Moisés, luego la renovó con David; los profetas trataron de que el pueblo viviera a la altura de las exigencias de ese amor y de esa misericordia de Dios, y el pueblo no vivió. Y Dios lo castigó con el exilio, pero, curiosamente, cuando uno lee un poco en orden histórico el Antiguo Testamento, descubre que el exilio sirvió por ejemplo para producir libros como el “Cantar de los Cantares”, que es casi la cumbre de toda la revelación del Antiguo Testamento. Por tanto, en el exilio, Israel descubrió que necesitaba más de Dios, y Dios no retiró su fidelidad de Israel.

De hecho, es un misterio histórico: por qué todos los grandes imperios y los grandes pueblos de los que Israel estaba rodeado en los 3 ó 4 primeros milenios antes de Cristo, y sin embargo, aquel grupo de beduinos, familias que se fueron a vivir a Egipto con motivo de una hambruna, y que ocuparon Egipto y que llegaron a ser incluso famosos y notables en Egipto, y luego sin embargo tuvieron que escapar, pues permanecen, permanecen misteriosamente fieles, recordando que su vida depende por entero del Dios de la Alianza, que no se ha olvidado de su pueblo, porque, como decía San Pablo, hablando de los israelitas de su tiempo, Dios no retira jamás sus promesas.

Es un pensamiento precioso y lo necesitamos en la Iglesia: saber que Dios es fiel, que tu fidelidad permanece para siempre, incluso en esos momentos en los que la Iglesia parece más débil a los ojos del mundo y a la mirada del mundo y de las vicisitudes de la historia. Como decía también San Pablo: “Señor, tu gloria, tu poder, se manifiesta en la debilidad”. Es en los momentos en los que la Iglesia parece más frágil, más débil, es donde nosotros somos más conscientes a lo mejor de esa misma fragilidad y hasta de nuestras miserias; si volvemos nuestro corazón al Señor, el Señor hará resplandecer su Gloria. ¿Cuál es su Gloria? La Gloria de su Amor, la Gloria de su Misericordia, la medicina y el bálsamo únicos capaces de transformar el mundo. Es una autovía que nos abre horizontes preciosos en nuestra relación con el Señor, en nuestra mirada y en nuestra concepción de la historia, de nuestras vidas, de nosotros mismos, del mundo en el que estamos, de hacia dónde vamos. Vamos siempre hacia Dios. Y Dios es fiel. Y Dios no abandona jamás a su pueblo ni rompe jamás su Alianza.

La Alianza realizada en Jesucristo es la Alianza nueva y eterna. Él es el Esposo que da la vida por su esposa y la da de una vez para siempre. Y la da para siempre y jamás se olvidará de su esposa, jamás abandonará a su pueblo.

Y si hay momentos de dificultad, son ocasiones y oportunidades para nuestra conversión, para volvernos a Él, para esperar más en Él, y contar menos con nuestras fuerzas, con nuestros cálculos, con nuestros programas y nuestros proyectos.

Otro segundo pensamiento, el que afloraba en la carta de San Pablo, empalma con este pensamiento final, tal como yo lo expresaba ahora. Dicho en el lenguaje del Papa Francisco: “El Señor nos ‘primerea'”, se adelanta siempre. La salvación no viene como fruto de nuestros méritos, o como me habéis oído muchos citar más de una ocasión: “Nuestro único mérito -decía San Bernardo-, Señor, es tu misericordia”. Esa es la tierra firme en la que apoyamos nuestras vidas. (…)

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

15 de marzo de 2015
S.I Catedral

Escuchar homilía