Fecha de publicación: 6 de febrero de 2022

Aleluya significa “saltad de júbilo, gritad de gozo y cantad a Yahvé”. Cantamos de júbilo y saltamos de gozo por nuestro Dios. Nuestro Dios, que es un Dios vivo y que permanece en medio de nosotros. Y que tiene el poder que Dios tiene, que es simplemente el poder salvador, el poder salvador de Su amor por nosotros.

Tengo la alegría inmensa de poder celebrar con vosotros, y junto a vosotros, un año más, esta festividad de San Cecilio, trasladada al domingo para poder unirnos más en esta Eucaristía y en el día de gozo de la romería de hoy.

Querido y excelentísimo señor alcalde;
excelentísimas autoridades autonómicas, municipales, militares y civiles;
miembros de instituciones venerables como la Maestranza;
queridos hermanos y amigos todos:

Bienvenidos y felicidades por poder celebrar juntos este día de San Cecilio.

Un sacerdote me dijo, el día uno, que había estado dando la comunión fuera de la Iglesia, que había tanta gente fuera como la que había dentro. El murmullo que oímos pone de manifiesto que pasa lo mismo. Yo creo que tenemos que poner unas filas de bancos fuera y un par de pantallas de televisión y ampliar la comunidad, la asamblea del pueblo cristiano, porque como las iglesias de planta barroca como ésta tienen unas columnas tan potentes, aunque estén llenas las naves laterales yo no veo a nadie, ni vosotros a nosotros. Pero estamos juntos. No podemos vernos, pero estamos juntos. Estamos unidos en torno al altar del Señor y estamos unidos en torno a la memoria de nuestros orígenes cristianos representados en la figura de San Cecilio.

Pero, como siempre que nos reunimos los cristianos, no celebramos un acontecimiento del pasado que recordamos con más o menos veneración, o al que le damos más o menos importancia. Esa es una concepción muy pobre del tiempo, tal como como lo vivimos los cristianos. Muchos de vosotros vais a recibir la comunión y cuando recibimos la comunión sucede algo tremendo verdaderamente, porque sucede lo que recordamos y celebramos la noche de Navidad, la noche de Pascua, el Viernes Santo y el día de Pentecostés. Es el don de Cristo en nuestra humanidad. El don de la vida divina que viene hasta nosotros para convencernos, para hacernos hombres y mujeres divinos que participamos de la vida del Hijo de Dios.

Si cayéramos en la cuenta, sí que nos haría dar saltos de alegría. Si fuéramos conscientes de que no es un rito, de que no es una ceremonia, sino de que es un Acontecimiento vivo que tiene la capacidad de transformar nuestra vida y de transformar al mundo, no en el sentido de hacernos buenos o de hacernos de una manera que no tengamos ningún defecto, ni ningún límite. No. Somos criaturas. Pero si algo nos enseña la fe cristiana, es que siendo criaturas y criaturas pecadoras, somos amados por Dios. Somos amados por Cristo con un amor infinito que no se echa atrás, que no se acobarda, que no se deja vencer por nuestras mezquindades o por nuestros pecados, que no deja por eso de querernos como el primer día de la Creación y como nos querrá siempre, porque Dios es Amor. Eso es lo que hemos conocido y es en el amor de Dios donde nosotros tenemos puesta nuestra esperanza.

La oración de este domingo, si no estuviéramos celebrando la memoria de San Cecilio, dice: “Señor, vela y cuida de tu familia, porque sólo en Ti tiene puesta su esperanza”. Vivimos tiempos escabrosos, no sencillos, y nosotros sabemos que el ser cristiano no es la pertenencia a una comunidad humana, como una especie de afiliación a un grupo humano. Ser cristianos es justamente recibir esa vida. Recibir mediante el Bautismo, y renovar mediante la penitencia y la Eucaristía, esa vida divina que Dios nos da y que nos hace constructores de unidad en medio de todas las divisiones que los hombres inevitablemente hacemos. Constructores de unidad es constructores de cooperación, de ayuda, una búsqueda de la paz verdadera, y cooperadores unos con otros para todo aquello que sea verdadero, bueno, bello. Constructores de una humanidad y una humanidad de amigos.

El nombre más bello que Jesús usa para sus discípulos es en la Última Cena, cuando les dice “Ya no os llamo siervos, os llamo amigos”, porque el siervo no sabe lo que hace su señor, mientras que el amigo sí que conoce lo que hace su amigo. “Todo lo que le he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer”, dice Jesús. Nos ha dado a conocer lo más necesario para nuestra vida, que es el amor infinito, la misericordia infinita de Dios. Y a partir de esa ropa se puede construir un mundo, un mundo más bello.

Los cristianos no somos utópicos. Somos muy conscientes de las heridas que los seres humanos nos hacemos unos a otros a lo largo de la historia. De las heridas que nosotros, como cristianos, alejándonos de nuestra vocación de cristianos y de nuestra vida eclesial, hemos hecho y hemos causado a lo largo de la historia. Y tendríamos, no que pasarnos la vida pidiendo perdón, pero sí orientando nuestra vida de acuerdo con las posibilidades y los recursos que nos da lo que celebramos. Lo que celebramos es que el Señor nos sigue amando a cada uno de nosotros con ese amor infinito. Quiere habitar en nosotros, pero no para estar en una mesa camilla con nosotros y disfrutar nosotros solos de Su Presencia o de Su compañía, o para ayudarnos a sacar un examen para el que no hemos estudiado, o para darnos una salud saltándose las leyes de la naturaleza, porque nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena. No es para eso, sino para sembrar en nuestro corazón, un corazón nuevo, un corazón más semejante al del Señor. Un corazón que busca sinceramente, pobremente, honestamente, el bien. El bien de todas las personas. Que desea el bien de todas las personas. Que desearía ser amigo y tener una relación de afecto y de amor con todas las personas. Sólo que los seres humanos somos muy limitados y al final nuestras relaciones son también limitadas en número. Pero creo que la actitud de nuestro corazón sea siempre esa búsqueda de el bien de todos, que es lo que Dios quiere. Si tenemos esa vida divina sembrada en nosotros, comunicada a nosotros una y mil veces a través del Bautismo y de la Eucaristía, nos hace hombres de paz. Y no de la paz cobarde que se echa para atrás y que dice “que no se muevan, porque no vamos a crear conflictos”. A veces los conflictos son indispensables, pero se pueden siempre resolver de una manera humana, más cercana al designio de Dios, es decir, mediante el diálogo, mediante una relación en el que ninguna diferencia ni de raza, ni de religión, ni de lengua, ni de pensamiento acerca de cómo es el mundo impide una relación de hermanos. A eso nos llama San Cecilio. A eso nos llama la fe católica, cuando la miramos en su corazón más profundo, en su núcleo más profundo.

Que el Señor nos haga darnos cuenta de lo que ese don significa y de lo que significa en nuestro mundo y de lo que significa en nuestro contexto, en nuestra vida y en nuestra ciudad.

Que seamos cada uno -según su vocación, según la misión que tiene en el mundo- constructores de amistad, constructores de fraternidad, constructores de una convivencia humana, no distorsionada, y que para eso quite el Señor las zarzas y las espinas que haya en nuestro corazón y Él se haga presente en medio de nosotros.

El relato de la pesca milagrosa, cuando unos pescadores profesionales no fueron capaces de coger nada en una noche, y el Señor les dice “venga, mar adentro, y vamos a pescar”, y le dicen “Señor, que hemos estado pescando toda la noche, no hemos cogido nada”. Ese gesto de confianza en Jesucristo, cuando Jesucristo está con nosotros, cuando tenemos en cuenta a Jesucristo en nuestras vidas, Él hace posible lo que para nosotros no es posible. A mí el texto de la vid y los sarmientos me resulta casi un comentario a esto. También a las bodas de Caná, donde sucede algo parecido: se les acaba el vino, se les acaba la alegría, pero está el Señor y el Señor multiplica el vino y la alegría. Aquí multiplica la pesca. En el pasaje de la vid y los sarmientos dice “recordar que sin Mí no podéis hacer nada”.

Entonces, que busquemos al Señor; que no viene a nosotros para hacernos siervos, sino para ser nuestro amigo, cómplice de nuestro anhelo de felicidad, cómplice de nuestro deseo de una vida buena, y el cómplice más poderoso, el que puede hacer lo que para nosotros no es posible hacer y que puede hacer que la vida sea fecunda cuando a nosotros ya se nos agotan las fuerzas, se nos cansa la paciencia, se nos cansa el corazón y somos ya incapaces de querer. Me refiero a la vida familiar y a la pequeña vida social del barrio, del colegio, de los amigos, de tantas cosas y en unas circunstancias tan especiales como las que estamos viviendo a la salida de una pandemia, como lo deseamos todos.

Donde tantas cosas se han descolocado, se han dislocado, que nosotros como cristianos podamos ser verdaderamente constructores de paz; que podamos contribuir a una convivencia cada día más fraterna, más afectuosa, más buena, sin que eso tenga que impedir ni las diferencias, ni los contrastes, ni la libertad de pensamiento o de juicio, pero no de una forma que facilita el nihilismo de nuestro mundo que es aniquilar a lo diferente. No. Sino construir con lo diferente un mundo más bello. Más bello, porque cuanto más sea más un mundo de amigos, más será un mundo de acuerdo con el designio del Señor.

A mí me sale ahora decir: “Viva San Cecilio”. Porque sí que debemos a San Cecilio esta experiencia de la vida humana que ha permanecido entre nosotros veinte siglos. Que los de generaciones más jóvenes que nos ven puedan sentir el atractivo y decir “yo quiero vivir así, yo quiero vivir de esta experiencia y construir el mundo desde estas categorías, no desde otras”, porque a lo mejor desde otras a lo que contribuimos es al crecimiento de la violencia, de la crispación, de la afirmación de uno mismo contra todos, de la idea falsa de que nos creamos en nosotros mismos y nos hacemos a nosotros mismos. No. Hemos recibido del Señor la vida y la hemos recibido de un Señor que no quiere esclavos; que nos la ha dado para participar de Su vida divina, para ser nuestro padre y nuestro hermano, y para que hagamos un mundo de hermanos.

Que así sea para todos nosotros a la medida de la Gracia del Señor. Así lo pido yo también para mí.

Ya sé que soy largo, perdón, pero ¿sabéis lo que le pasa a nuestra fe? Lo que le pasaba a este retablo. Quienes lo habéis visto en estos últimos años, a lo mejor lo veis igual que siempre. Pues, no. Uno miraba a este retablo y, si somos capaces de recordar lo que era, era un producto dorado, oscuro, grisáceo y prácticamente sin un color de la cera, el polvo, el deterioro de las mismas, de la misma madera, lo había convertido en algo que nos dábamos cuenta de que era bello, pero que no percibíamos sus inmensas posibilidades.

Acaba de ser restaurado y lo que tenéis es una pieza magnífica del barroco, que ha recuperado su color, su vida y que atrae. Lo otro no atraía, uno decía “qué escultura más grande”. Ahora, la curiosidad la tienen hasta las alas de los ángeles, que eran doradas. Y no os digo si vierais algunas de las fotos de cómo estaban las manos o los pies de algunos angelitos de color marrón oscuro, y ahora son de color carne, como deben ser.

Que el Señor nos bendiga a todos y nos ayude a seguir trabajando juntos para que lo que ha sucedido, el retablo, suceda en otras dimensiones de nuestra vida y que todos podamos dar gracias por ello.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
6 de febrero de 2022

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