Fecha de publicación: 25 de octubre de 2017

 

Muy querido Sr. Vicario, sacerdotes concelebrantes;
Sr. Ministro; 
Excmas. Autoridades;
queridos hermanos cofrades;
hermanos y amigos, todos:

Es un gozo y un motivo de gratitud al Señor el estar juntos. Y el estar juntos en una ocasión como ésta y en una tarde como ésta. Siempre es bueno todo aquello que une a los hombres. Cuando el Concilio Vaticano II, hace ya casi 70 años, quiso definir qué era la Iglesia, dijo que la Iglesia es como un signo de Cristo que nos descubre nuestra vocación a Dios y a la unión íntima con Dios, y que es un signo de nuestra vocación a vivir unidos como un solo género humano.

El mismo Jesús definió en algún momento su misión: “Yo he venido para unir a los hijos de Dios dispersos”. Dicho de manera muy elemental, muy sencilla, casi telegráfica, pero lo cierto es que el mundo, por la herencia del pecado y porque todos ratificamos esa herencia de alguna manera con nuestros comportamientos, está siempre lleno y nuestras vidas están siempre llenas de tendencias que nos dividen, que nos separan, que destruyen nuestra vocación al amor y al amor mutuo; que lo hacen difícil; que dan mil razones y justifican que se rompa un matrimonio, justifican que se rompa la unidad o el afecto entre los hermanos; que se deshaga una familia; que se deshaga la convivencia en el seno de un pueblo o en el seno de una polis, de una civilización. Constantemente, las fuerzas que nos disgregan y actúan en nuestro corazón… Es más, hay una cierta cultura que nos ha enseñado que el modo que el mundo progrese es que cada uno busquemos nuestro interés, pero ya decía alguno de los Padres, hace ya varios siglos, de esta manera de pensar, que un mundo donde cada uno sigue su interés ciertamente es un mundo en el que la economía progresa, pero es un mundo en el que el estado natural de los hombres sería un estado de guerra de “todos contra todos”, y ése es un estado que no es bonito. Y nosotros comprendemos que la vida…, es verdad hay muchas fuerzas dentro del propio corazón de cada uno que nos mueven a seguir nuestros intereses, pero cuando cada uno sigue su interés, se hace muy difícil quererse. Siempre encuentra uno motivos para quejarse del otro y ese otro es mi hermano, ese otro es mi familia, ese otro es mi mujer o mi marido, ese otro es mi familia política, ese otro son mis compañeros de trabajo. ¿Sabéis cuál es la plaga más grande de nuestra sociedad? La inmensa soledad de los seres humanos, en muchísimos casos, donde vivimos encapsulados, cada uno en nuestros intereses y hace difícil la cooperación, el bien común, el unirnos para buscar cosas buenas, el desear el bien de los demás, el darse cuenta que el bien de los demás es también mi bien, porque somos los unos parte de los otros.

Lo que Cristo ha introducido en el mundo –cuando yo hablaba hace un momento de la Redención de Cristo- es justamente la posibilidad de vivir de otra manera. Es justamente la posibilidad de no mirar a ningún ser humano como alguien extraño. La Iglesia empezó una mañana de Pentecostés, y en esa mañana de Pentecostés los Hechos de los Apóstoles describen lo que era un mapamundi del mundo visto desde Jerusalén. Había en Jerusalén habitantes de todas las partes del mundo: partos, medos, elamitas, habitantes de Siria, de Cirene, de Egipto, de Libia, de Roma, de Grecia. Se había roto una de las visiones más comunes del hombre antiguo, donde la propia polis, la propia civilización, la propia ciudad a la que uno pertenecía era el límite de mis derechos y de mi vida como persona. Todo ser humano es hijo de Dios. Si Cristo ha resucitado, eso es algo que afecta a la historia humana entera, y hace posible que nos empecemos a mirar unos a otros con la conciencia de que estamos llamados a ser hermanos. Eso no hace de la vida social a ningún nivel, ni de la vida familiar, la “casa de la pradera”. En absoluto. Todo el drama que llevamos con nosotros lo llevamos con nosotros. Todas las heridas del pecado que llevamos con nosotros siguen ahí. Nuestra libertad puede seguir el camino de los intereses o el camino de un amor más grande, de un amor incluso más grande que la muerte, que es el que celebran nuestras Imágenes esta tarde.

Por eso, vernos los rostros juntos, aquí, todos, en esta plaza en el pueblo de Motril, es una alegría. Ver que unas personas se unen en una cofradía es un gozo, porque nos unimos para hacer algo bonito, libremente, y nos unimos porque queremos –quienes estamos en la Iglesia estamos libremente porque queremos, porque sabemos el bien que significa sabernos hijos de Dios y tratar de vivir con todas nuestras miserias y todas nuestras pobrezas como hijos de Dios.

Pero si, como esta tarde, todas las cofradías de una ciudad como Motil, os habéis unido, para hacer juntos una expresión pública de vuestra fe cristiana, benditos seáis. Y ojalá se multipliquen las ocasiones, las iniciativas, a todos los niveles, y no sólo en eso que solemos llamar el “ámbito religioso”, que a veces lo reducimos a las cosas que pasan en el interior de la iglesia, en el interior de los templos, sino, por ejemplo, en la búsqueda de un trabajo, en la recuperación de la dignidad de muchos trabajos, en la ayuda y en la cooperación entre vecinos, para sostener, o para evitar la soledad de los enfermos o de los ancianos, o iniciativas para fomentar el que los niños puedan crecer en un ambiente bonito, donde el mundo pueda seguir siendo un lugar que sea una prolongación de un hogar, y no un lugar hostil en el que yo estoy forzado siempre a la desconfianza, porque todo el mundo “si se acerca será por algún interés y tengo por necesidad desconfiar de todo el que se acerque a mi”. Dios mío, eso hace la vida invivible. Eso llena de crispación nuestros días, nuestras jornadas, nuestras semanas, nuestros tiempos de descanso, todo. Y al final, la vida es un peso.

Señor, estamos aquí, para darTe gracias porque estamos juntos y para darTe gracias porque nos has enseñado que estar juntos bien, mirarnos con afecto, reconocer en cada rostro humano la imagen de Dios es desear el bien de todos. Es un bien grande, que hace la vida bella, atractiva, una aventura digna de ser vivida, algo que nos pone en movimiento para hacer un mundo mejor. Un mundo mejor es un mundo más humano. Es un mundo donde protejamos y defendamos los espacios de humanidad que existen y los dejamos crecer, para que sean más quienes pueden vivir contentos y dar gracias porque somos hijos tuyos.

Las Lecturas de hoy nos hacían referencia a que Dios es el único Señor. Y lo estaba subrayando en el imperio de un emperador al que nombra al principio, un emperador de Persia, Ciro, que se portó muy bien con el pueblo de Israel, y que el profeta lo ve como un signo de Dios y de la elección de Dios. Pero le recuerda al pueblo de Israel que Dios es el único señor.

Yo quiero recordar esta tarde que servir a Dios como único señor nos hace posible, da una densidad a ese anhelo humano de cooperación, de bien, de fraternidad, que todos deseamos, que todos estamos hechos para él –todos deseamos ser tratados con respeto, todos deseamos ser tratados con afecto, todos deseamos ser bien queridos-. La certeza de que Dios nos trata así, de que Dios es amor, que es el Dios que hemos conocido en Jesucristo, el único Dios verdadero, nos hace posible vivir de ese modo, fomentando –aunque sea con gestos muy pequeños- el amor siempre, la cooperación, la unidad, y manteniendo y defendiendo esa unidad cuando esa unidad se ve amenazada. Para romper un matrimonio no hacen falta más que intereses. Para preservar un matrimonio hace falta la Gracia de Dios, hace falta la oración, hace falta la Presencia del Señor, que hace posible el perdón, la misericordia, regenerar el corazón de nuevo y hacerlo capaz de amar de nuevo, a pesar de las heridas que puedan surgir en la vida. Pero, para conservar una convivencia en paz, en un pueblo, en una nación, también hace falta la Gracia de Dios. Para romperla no, para romperla bastan intereses. Para romper cualquier unidad humana bastan intereses. Para preservarla, necesitamos unas razones para que el amor sea más fuerte que todos los motivos de queja o de reproche o de odio que pudiéramos encontrar en la vida. Y no dejar que esas malas plantas crezcan en nuestro corazón. Y sembrar siempre los motivos para un bien común más grande, y sostener a quienes sostienen la unidad, y a quienes tienen la misión de sostenerla en el mundo civil, sostenerlos también con nuestra oración y con nuestra fortaleza, con la fortaleza de nosotros como pueblo.

Mis queridos hermanos, estamos en una tarde muy especial (en la historia de Motril sin duda). Le pedimos al Señor, que Él, que no desdeñó aproximarse a nosotros y amarnos aunque ninguno de nosotros lo hemos merecido, nos enseñe ese amor más grande que la muerte, que nunca favorece la división, que siempre construye la unidad entre todos, la unidad que nos hace hijos de Dios y parecernos al Dios que es comunión al Dios que es amor, cuya imagen llevamos todos grabada en nuestro corazón. Y no queremos renunciar a esa imagen porque eso deteriora, envenena, entristece, llena de amargura nuestra vida.

El Señor nos ha dado la posibilidad de vivir de otra manera. Señor, danos la gracia de vivir y de luchar por un mundo en el que los hombres podamos seguir mirándonos unos a otros con respeto, con afecto y con amor de hermanos.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

21 de octubre de 2017
Plaza de la Coronación de Motril
Eucaristía en la Procesión Magna Cristífera “Ecce Agnus Dei”

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