Fecha de publicación: 3 de abril de 2022

Si el Evangelio que acabamos de leer fuera sólo un relato de algo que sucedió en Betania, a las afueras de Jerusalén, hace veinte siglos, podríamos tener todo el derecho del mundo a preguntarnos si algo así es posible; si algo así puede haber sucedido; si Jesús verdaderamente es el Señor de la vida y de la muerte.

Dejadme deciros que todos tenemos experiencia de vidas que no son vidas, de vidas que están tan marcadas por el sufrimiento, por las heridas que los seres humanos nos hacemos unos a otros, hasta sin darnos cuenta, hasta sin querer muchas veces, y que realmente no son vidas, porque es como si toda la promesa que cuando éramos niños hemos tenido siempre de que la vida es una promesa de alegría y de felicidad se hubieran frustrado una detrás de otra. Conocemos vidas que son así hasta que no pensamos apenas en ello, pero el número de los suicidios crece sin cesar en nuestra sociedad y nos extrañamos de ello. Pero no tendría que extrañarnos. En una sociedad que no conoce a Cristo con bastante frecuencia la muerte es un consuelo en relación con la vida. Es un alivio de unas vidas que no son vidas y que, a veces, son verdaderos infiernos en muchos sentidos.

En ese sentido, no somos conscientes quienes somos cristianos de quienes hemos recibido el don de la fe sin haberlo merecido, pero lo tenemos de cómo el encuentro con Jesucristo es verdaderamente el paso de la muerte a la vida. El padre del hijo pródigo, cuando su hermano protesta de que van a montar una fiesta porque el hijo ha vuelto dice “deberías alegrarte, porque este hermano tuyo, este hijo mío, estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado”. Eso es verdad de todos nosotros. Y si de verdad hemos conocido a Jesucristo, nos damos cuenta de que una vida sin Él no sería nada porque tendría que ser la fatiga constante de estar generando, produciendo, fabricando una alegría que no brota del fondo de nuestro corazón; que no deja de ser un artificio, algo irreal, que no nace de nuestras entrañas, que nace como deseo, pero que la vida no para de frustrar.

Una vez, otra vez, otra vez, las películas románticas terminan con que el chico y la chica, si se quieren, se dan un beso final y después vivieron felices y ya está. No dice nada de lo que sucedió después y lo que sucede después a veces es verdaderamente doloroso. En todo caso, siempre exigente, de una salida de uno mismo que sin la Gracia de Dios es verdaderamente difícil, no que no se pueda dar, claro que se dan, pero que se dan amores que se parecen al amor de Dios fuera del cristianismo y en otras culturas. Pero también es verdad que lo más normal es que el hombre no sea capaz de salir de sí mismo. Que la mujer no sea tampoco capaz de salir de sí misma y de situarse de forma que se establezca una verdadera comunión de corazones, de pensamiento, de deseo, de caminar juntos hacia lo que sabemos que es la vida eterna. Y la vida eterna es Jesucristo. Cuando Jesús -lo dijo expresamente en el Evangelio de San Juan- lo dice hoy: “Yo soy la Resurrección y la Vida”. En otra ocasión: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. La vida es como la meta. Tú eres, Señor, la vida de nuestra vida y sin Ti podemos engañarnos, podemos distraernos, muy fácilmente nos distraemos con la belleza o con las ocupaciones de las tareas de este mundo. Y no caemos en la cuenta de que Tú eres quien llenas de contenido nuestra vida; que llenas de alegría y de paz nuestro vivir.

Y no porque a una manera mágica nos hayas convertido en personas sin defectos, en personas sin límites, sin torpezas, sin conflictos. No. Sino porque Tu Presencia es capaz de regenerar una y un millón de veces nuestro propio corazón y mil millones de veces, si hiciera falta, porque Tú eres el Camino, es decir, el que nos conduce a la vida. Pero Tú eres la Verdad. Y la Verdad más profunda de Dios que Tú nos has revelado es justamente que Tú eres. Esa Verdad es Tu amor infinito por nosotros; Tu amor que no se cansa; Tu amor que no se fatiga; Tu amor que no nos echa para atrás a pesar de nuestras torpezas y de nuestros pecados. Señor, Te damos gracias.

Yo creo que es una sabiduría inmensa que la Iglesia nos proponga esto justo antes de la Semana Santa, porque lo que sucede en la Semana Santa no es algo tampoco que sucedió hace 2000 años y que nos mueve a compasión, pues el dolor de Jesús o el dolor de su Madre es la revelación de la profundidad sin fondo de la Gracia y del Amor divinos. Es la revelación del triunfo de Dios sobre el mal que se echa sobre sus espaldas todo el mal del mundo, todo el mal de la historia humana. Y fijaros que para nosotros, en estas semanas, en este tiempo, la figura del mal de la historia ha dejado de ser una cosa abstracta. Cuando antes, a veces hablábamos del mal, nos parecía que el mal era cuando discutíamos sobre el que la tortilla de patata tenía que tener cebolla o no tenía que tener cebolla, y nos peleábamos por eso. Ahora nos damos cuenta, están siendo desplazados millones de hermanos nuestros, vemos las fotografías de sus cadáveres, vemos su rostro en el rostro de esas madres y de esos niños desplazados que han perdido a su familia o que han perdido su hogar, su casa, que no tienen a veces ni agua para beber, ni instrumentos con los que curar sus heridas, del cuerpo y las heridas más profundas a veces o casi siempre, o siempre las heridas más profundas del alma, que son más profundas que las del cuerpo.

Sólo el amor de Jesucristo es capaz de curar. Sólo el encuentro con Jesucristo es capaz de hacernos afirmar que, por muy fuerte que sea el mal del mundo, por muy repugnante que nos parezca el amor de Dios, no se va a retirar de la humanidad y no se va a retirar de nosotros, haciendo posible si abrimos nuestro corazón al Señor, que también en nuestro corazón nazca una semilla de vida, que a lo mejor no llega mas que a las personas que constituimos nuestra pequeña familia, o a nuestros compañeros del colegio y hasta nuestros amigos del barrio de la urbanización o del pueblo entero. Pero que donde hay un pequeño, por muy pequeño que sea, un pequeño gesto de amor verdadero allí está Dios. Y la única medicina que este mundo necesita se llama Dios. Y Dios ha venido a nosotros en Jesucristo y ha venido entre nosotros y a estar con nosotros y a compartir nuestra condición humana hasta la muerte, para que nosotros conozcamos, conozcamos el amor sin límites de Dios y podamos vivir la vida con esperanza, con alegría. No porque no veamos el mal. No porque tengamos que apartar nuestra mirada de la muerte y no pensar en ella. No. Podemos mirar a la muerte de frente, porque el Señor, Dios, en Su Hijo Jesucristo ha vencido a la muerte, ha vencido al mal, ha abrazado a la humanidad entera, nos abraza a cada uno.

Mis queridos hermanos, vamos a darLe gracias al Señor por ese amor que vamos a vivir y que vamos a celebrar en la Semana Santa, también con los recorridos de nuestras Imágenes, por nuestras calles, las Imágenes de la Pasión y de las Imágenes del Domingo de Resurrección de la Pascua. Pero espero que no sea sólo el paseo de esas Imágenes, sino que nuestro corazón se abra al amor infinito que esas Imágenes expresan, de forma que en nuestro corazón nazca una pequeña semilla de amor que pueda difundirse alrededor nuestro. Y estaremos así haciendo presente a Dios, porque Él ha querido quedarse con nosotros. Estar en nosotros, vivir en nosotros. La vida, ahora mismo, para este mundo, lo sois vosotros, somos nosotros. Y la gente se da cuenta que hay una alegría diferente, que hay un cariño diferente, que hay una capacidad de perdón diferente, que hay un modo de hacer las cosas hasta las más pequeñas, que es diferente, no porque ya están, no porque las hagamos mejor, porque acabamos, sino porque hay un amor que se manifiesta también en la tortilla de patatas y en cosas muy pequeñas y en el modo de tratar a un cliente en el mostrador y en todo, en nuestra manera de mirar a los seres humanos, en el cariño con que podemos mirar a todos, porque todos son imagen y semejanza de Dios y todos están llamados a ser hijos de Dios, a vivir como hijos de Dios. Y nuestra mirada, nuestro trato puede hacer que esa muerte se transforme en vida. Somos portadores de Cristo allí donde estamos.

Que el Señor nos conceda vivir esto, gozarlo, comunicarlo lo mejor que sepamos.

Palabras de D. Javier Martínez antes de la bendición final

No tenía la menor idea de que esta carta había llegado. Pensaba deciros que cincuenta años de sacerdocio son cincuenta años de paciencia del Señor y que al mismo tiempo de un privilegio muy grande, y ese privilegio de servir de la manera que permite mi torpeza y mis limitaciones, mi pequeñez, al pueblo que el Señor me ha confiado, a quien siempre he querido con toda mi alma y quiero con toda mi alma, seguro de que la misericordia de Dios nos haga estar juntos en la vida eterna. Y que con un deseo muy grande de que esa certeza podamos verla realizada todos. Y digo todos, porque si nos faltase alguien, no sería la vida eterna, no sería el Cielo. Decía el Papa que pidáis, que pida por él. Lo hacemos todos los días.

Cuando pedimos por el Papa, pedimos por la Iglesia. Cuando pedís por el obispo, no pedís por Javier Martínez, porque Javier Martínez está vinculado con un anillo que no es muy llamativo, pero que es grueso y desde hace 36 años. a la Iglesia que el Señor me ha confiado. Entonces, pedir por el obispo es pedir por las necesidades de esta Iglesia, y yo sé que esa oración la escucha el Señor, la escucha siempre.

(…) Y quiero daros las gracias también de una manera muy, muy especial a todos aquellos que están viviendo en estas semanas el derroche de generosidad y de caridad y de fraternidad con nuestros hermanos de Ucrania. Ayer volvían a salir dos autobuses de Granada y a recoger 84 u 85 ucranianos más. Yo creo que entre lo cargados que van los autobuses que han salido, los dos trailers con 24 toneladas cada uno y otro que saldrá dentro de unos días, llevamos cerca de las mil toneladas de donativos granadinos de material médico, de suturas, de pinzas porque nos decían que los médicos estaban recogiendo la metralla de los cuerpos, sacándola con las manos y que estaba la gente muriendo en los hospitales por falta de cosas elementales. Entonces, medicinas, material, material médico, mantas, sacos de dormir siguen siendo cosas muy importantes porque aquí hace frío y sigue haciendo muchísimo frío. Y es una riada de gente que va a los campos de refugiados, casi todo madres con niños que yo no puedo más que dar las gracias y ver lo que ha sucedido en parroquias como Virgen de Gracia, Santa María Micaela, el Santo Ángel Custodio, por supuesto, pero también San Miguel en el Zaidín y luego en otras parroquias donde se han ido reuniendo cosas y se han ido llevando al seminario. Y ver eso y cómo se movilizan personas, creyentes y no creyentes, católicos y no católicos, y trabajando juntos y unidos por amor a nuestros hermanos que sufren, pues es de los espectáculos más bellos que puede uno ver en esta vida. Y como decía uno de nuestros contactos en Varsovia, “los milagros de la guerra”. Porque os aseguro que lo que está pasando aquí es un milagro, muchos milagros simultáneamente y todos pequeñitos, pero ninguno lo podríamos hacer seres humanos, ni proyectos humanos, ni cálculos humanos, ni nada. Ha sido un desbordarse de ese amor. Os decía yo que es siempre participación y signo, pero más que signo la participación misma del amor infinito de Dios.

Que el Señor os bendiga a todos, a todos los que habéis participado en eso, a todos los que oráis y oramos juntos por eso.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

3 de abril de 2022
S. I Catedral de Granada

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