Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
sacerdotes y diácono, que concelebráis o colaboráis en esta celebración;
queridos amigos y hermanos todos:

No os podéis imaginar la alegría que me da estar celebrando esta Eucaristía con vosotros. Sólo con ver vuestros rostros, sólo con oír el canto, uno se da cuenta de algo que tendría que darse cuenta todos los días en la vida y es que la vida es un milagro. Un don inmerecido de Dios; que nadie rellena ningún formulario para que nos la concedieran, sino que, sencillamente, todo, todo, todo lo que somos es un regalo de Dios. Lo que somos y lo que hacemos.

En la Primera Lectura de hoy se expresaba “que el Señor te bendiga”. Se lo decía al pueblo de Israel: “Que te bendiga y te conceda su favor, que te muestre su rostro y te conceda la paz”. Es verdad que hay pocas cosas más bellas que poder reconocer un rostro amado, querido. Que te mira con ternura, que te mira con amor. Yo creo que la historia de la humanidad es el anhelo inextinguible, inagotable, de ese Rostro de Dios. En ella, con el nombre de Dios o con otros nombres. Porque a veces los seres humanos somos muy dados a fabricar dioses falsos, por tener un rostro al que mirar, pero, detrás de todos esos dioses falsos, hay un Dios verdadero al que buscamos, al que anhelamos. Comprendemos que el redescubrimiento de ese Dios verdadero es el descubrimiento de nuestro ser más profundo. Es lo que corresponde y sacia nuestro anhelo más profundo, que es el anhelo de felicidad, de alegría, de contento.

Cuando nosotros oímos esa frase del Antiguo Testamento -“Que el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz”- podemos decir “Señor, nosotros hemos conocido tu rostro”. De hecho, la Primera Carta de San Juan, que leemos en estos días de Navidad, empieza diciendo: “Lo que hemos visto, lo que hemos oído, lo que nuestros ojos han contemplado, lo que nuestras manos han tocado del Verbo de la vida, porque la vida estaba en Dios y se nos ha manifestado, eso es lo que os comunicamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros”. Eso se podría traducir en las palabras de Jesús: “Para que mi alegría está en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud”.

El Señor ha iluminado Su rostro sobre nosotros. Lo ha iluminado en el Nacimiento del Hijo de Dios. Nacimiento que es algo tan desbordante, tan desproporcionado, incluso a los deseos más grandes de nuestra imaginación, que realmente haría explotar nuestro corazón y nuestra mente si pudiéramos captarlo en toda su profundidad.

Que el Dios inmenso, que el Señor -que dice el Antiguo Testamento “llama a las estrellas por su nombre”- haya querido acercarse a nosotros, venir a nosotros, compartir nuestra condición humana, poder hablarnos del Padre y hablarnos de Su amor, en un lenguaje humano que fuera accesible a nuestro lenguaje -“No hay amor más grande que el de dar la vida por aquellos a los que uno ama”-, ya ese amor, el Señor del universo en el Hijo de Dios, Su Palabra eterna, Dios de Dios, Luz de luz, ha querido abajarse hasta nosotros para que nosotros pudiéramos comprender, a aproximarnos, vivir, ser sostenidos en las batallas de nuestra vida por el amor infinito de Dios.

Dios mío, uno mira la vida, y cuántos sufrimientos, cuántas batallas, cuántas guerras en nuestro interior. Yo llamaba a una persona para felicitarle la Navidad todavía ayer y me decía “tengo en el piso de al lado la policía que ha venido porque había una bronca enorme en la familia y ha tenido que venir la policía”. Eso no es una historia extraña ahora mismo. Eso es una historia casi, casi común, casi cotidiana. En un mundo de espaldas a Dios se instala poco a poco la violencia, la violencia como forma de vida; la violencia como realidad cotidiana con la que uno tiene que contar, y la lucha por conseguir un poco más de ese pastel que es la vida, cuando la vida es lo único que nos parece que nos queda, cuando no tenemos el horizonte de la salvación y de la vida eterna.

Nosotros hemos conocido el amor de Dios. “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo”, que no vino para condenar al mundo. Si hay violencia en nuestra vida, después de 20 siglos de cristianismo y en una nación, en un país de tradición cristiana, cuánta no sería la violencia en un mundo que no había conocido a Jesucristo. No podemos imaginarlo. ¿Qué era la vida para los hombres del mundo antiguo, fuera del pueblo de Israel, que conocía algo del Dios verdadero? Una esclavitud, verdaderamente; una esclavitud en la espera molesta y desagradable de que un día llegase la muerte.

Es Jesucristo quien nos ha abierto una vida diferente. Es Jesucristo quien nos ha dado un horizonte distinto en el que situar nuestra vida, hasta nuestras miserias, hasta nuestros pecados que tienen perdón, hasta nuestras debilidades que no son lo último, porque lo último será siempre el poder infinito de tu amor.

Tú has mostrado Tu rostro, Señor, y podemos vivir en paz, y la única esperanza de paz verdadera para este mundo. El Papa Francisco habla de la fraternidad universal. Claro que sí. La fraternidad, incluso cuando se formulaba como ideal de la Revolución Francesa, es un ideal cristiano, porque sólo quienes se saben hijos del mismo padre pueden vivir como hermanos. Como decía Dostoievski: “Si Dios no existe, todo está permitido”, pero si todo está permitido, el contenido de la vida humana es imposible, porque no hay más que la violencia y las luchas de poder.

Damos gracias, Señor. La vida entera podría ser una acción de gracias, porque la vida entera es una celebración de la Navidad. En cada Eucaristía celebramos la Navidad, celebramos que Tú vienes a nosotros. Porque la Navidad no fue algo de hace 2000 años. “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. El Señor se ha quedado con nosotros por Su palabra, por sus Sacramentos. Por el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía hemos recibido la vida divina. Somos hijos de Dios. Y ser hijos de Dios significa la posibilidad de vivir de una manera nueva, de una manera que hace razonable la alegría. Creo que se dice mucho en estos días: “es que la Navidad es una fiesta muy triste”. Es una fiesta muy triste cuando uno no cae en la cuenta de lo que estamos celebrando. Pero nos pueden faltar todos. Toda nuestra familia podría faltarnos y estar solos, y no estamos solos, porque Tú estás con nosotros, y estando Tú con nosotros, formamos parte de este bellísimo pueblo que es la Iglesia, portador de la esperanza del mundo. Nunca estamos solos, porque tú estás con nosotros todos los días. Todos los días. Hasta el fin del mundo.

Señor, cuánta gratitud, cuánta acción de gracias. Eso tendría que ser la señal, porque Cristo, además, no ha venido para que los católicos seamos buenos católicos. Es curioso que la palabra católico hoy significa como una especie de grupo diferente a los que no son católicos, cuando la palabra católico lo que significaba es justamente lo abierto a la humanidad entera. Ese era su significado original. Porque Cristo no ha venido para que los católicos seamos buenos católicos. Cristo ha venido para que los hombres y mujeres de nuestro mundo, todos, podamos, encontrándonos con Su amor, afrontar la vida, afrontar la muerte y afrontar la enfermedad. Afrontar los límites del amor humano. Afrontar el desamor, el egoísmo. Poder afrontarlo todo sin venirnos abajo, porque estamos construidos desde dentro por un amor más grande. Por un amor infinito, por un amor sin límites y sin condiciones, que es el amor de Jesucristo.

Mis queridos hermanos, damos gracias a Dios en esta Eucaristía de Navidad. Claro que Le pedimos al Señor que estas cosas que hacemos los seres humanos con el calendario, que es el Año nuevo, que sea un año donde Tu Gracia resplandezca más en nosotros, donde seamos más capaces de llegar a quienes no son creyentes, no con las palabras… ¡si en este mundo sobran palabras! Cada vez me cansa más la publicidad, que, además, asume un lenguaje místico y medio religioso que te da una pena oír porque es una religiosidad de cartón, de papel, de mentira. A la vez, la publicidad ocupa más tiempo de nuestros medios de comunicación y cada vez trata de llenar los vacíos de nuestra humanidad. ¡Si nuestro vacío, es vacío de Dios! ¡Si al que necesitamos es a Dios!

Que este año pueda servir para que nosotros te comuniquemos mejor. Repito, no con palabras, no con discursos. Yo sé que estoy hablando y que mi palabra tiene la forma de una homilía, de un discurso, pero es nuestra vida, son nuestros gestos, los gestos de cada día, los gestos más pequeños, los que llevan y transmiten y comunican al Señor. Si todos nosotros pudiéramos comunicar con nuestros gestos algo de ese amor que nosotros hemos conocido en Jesucristo, el mundo enseguida cambiaría, porque el mundo tiene necesidad de estar juntos. Tiene una necesidad de abrazarse. Lo hemos oído cientos de veces en estos días. Tenemos necesidad de abrazarnos, tenemos necesidad de querernos, tenemos necesidad de no vivir aislados unos de otros. De besarnos, de darnos la mano, de sonreírnos. Estamos hechos para estar juntos, para formar un pueblo. No para ser unos átomos que viven trabajando y ganando dinero, y descansando después. Estamos hechos para vivir en la libertad gloriosa de los hijos de Dios, es decir, en la caridad divina, en el amor infinito de Dios en el que todo amor verdadero participa.

Que así sea para todos nosotros, que así sea este año de una manera especial, este año de gracia. Los cristianos antiguamente solían decir el año de gracia de 1320, el año de gracia de 1565, el año de gracia de 2000, de 2020 y de 2021 y de 2022. Porque si algo podemos estar seguro que no nos va a faltar, es la Gracia de Dios. Año de Gracia de 2022, que empieza reconociendo Tu Presencia y que Te pedimos.

Señor, que esa Presencia fructifique en nuestras vidas a la medida de Tu pasión por la vida de los hombres.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

1 de enero de 2022
S.I Catedral de Granada

Escuchar homilía