Fecha de publicación: 4 de noviembre de 2019

No necesito decir que es para mí un gozo estar esta tarde aquí con vosotros y bautizar a dos adultos. La Iglesia os considera ya adultos cuando recibís el Bautismo en la edad que vosotros tenéis, y al mismo tiempo confirmar en el amor y en la alianza de Jesucristo a un grupo de cristiano de la parroquia.

El Catecismo antiguo, que vosotros seguramente ya no habéis conocido pero que a lo mejor las personas mayores sí, comenzaba siempre con una pregunta: “¿Eres cristiano?”. Y la respuesta era: “Soy cristiano por la Gracia de Dios”. Yo quisiera subrayar justamente este hecho esta tarde. Ser cristiano es un regalo. Ser cristiano es una Gracia. Una Gracia que, como dice el Salmo, “vale más que la vida”. ¿Sabéis por qué? Porque la vida sin el conocimiento de Dios, al final termina valiendo muy poco. Y lo vemos en nuestro mundo. Lo vemos en nuestro mundo de muchas maneras. Como cuando se pierde el sentido de Dios, en el seno de una familia o en las relaciones humanas, o en cualquier situación, hasta en la vida social. Esa vida se deteriora y se deteriora y se deteriora. Pensábamos que la fe era un adorno que no servía para la vida (…). Y sin embargo, cuando la vemos desaparecer, empezamos a ver que lo que queda no es una humanidad igual de bonita sólo que sin ese adorno de la fe, sino que lo quedan son ruinas, muy fácilmente. No ruinas económicas necesariamente, aunque con frecuencia también, porque cuando Dios falta hasta la vida… El Papa insiste últimamente mucho en el cuidado de la creación y nos parece que es una preocupación que es poco religiosa. Este verano, visitando una zona pobrísima de Nicaragua, llena de lagunas, donde daba un gusto pensar en bañarse, entre arrozales y bosques tropicales, y sin embargo quien nos estaba llevando a las aldeas a las que íbamos nos decía “esas lagunas son mortales”. Y son mortales, no inmediatamente porque uno se ponga a bañarse en ellas y se muera, sino porque uno sale y a los veinte días se te empieza a caer la piel y terminas sencillamente invadido todo el cuerpo de pesticidas, de productos químicos que se han ido echando. La gente de la zona lo sabe.

Ayer recibía yo a un obispo de la República Democrática del Congo, con el que había coincido en el Encuentro del Papa en Rabat (…) y me decía que en su país, fertilísimo, riquísimo, pero una de las grandes naciones que se apoderan, curiosamente era la misma que posee los arrozales de Nicaragua, había empleado, en la extracción del oro, mercurio, de tal manera que todos los lagos del país estaban envenenados. Y pasaba lo mismo. Me dijo: no se nota, pero uno entra en el agua y luego se te cae la piel.

El punto de partida: cuando nos falta Dios, podemos construir un mundo para unos cuantos a lo mejor muy rico y que dispone de los bienes de este mundo. Pero la vida misma se vuelve durísima, penosa. Personas que lo tienen todo viven con desesperanza, con tristeza, sin razones para vivir. Llevamos tres años en España en que son más los números de suicidios, especialmente entre jóvenes, que los números de accidentes de tráfico. No son cifras que guste decir, pero sólo subrayar que ser cristiano es pertenecer a ese pueblo en el que nosotros somos todos muy frágiles, y muy débiles, y tenemos todos muchas debilidades y muchos pecados, pero en el que está Cristo. Y encontrarse con Cristo en la vida de ese pueblo, entrar en esta familia donde está Cristo, encontrarse con Cristo en la vida de esta familia. Y cuando uno se encuentra con Cristo y cuando uno vive la vida de este pueblo que es la Iglesia, uno se da cuenta que la vida adquiere un color, una belleza, un gusto que no tiene cuando uno no tiene el horizonte de Cristo.

Os lo doy como testimonio en mi propia vida, pero os lo doy como testimonio de muchas personas. Hasta las mismas aldeas de las que os hablaba hace un rato, donde no había agua corriente, donde no había luz eléctrica, sin embargo los niños tenían una alegría y un brillo en los ojos que no resulta fácil ver en nuestras sociedades. Un gusto por la vida. Eran críos pequeños y algunos de ellos no sabían con 11 años qué significa la palabra “isla”, pero sabían cantar el Gloria y sabían cantar el Credo. Tenían una misionera que les había querido, tenían una dignidad. Qué nos da el Señor. Nos da, en primer lugar, el gusto por la vida. El gusto por la vida que nace de pertenecer a un pueblo; a un pueblo del que nos sentimos parte y sentirse parte de ese pueblo, vivir la vida de ese pueblo hace que la vida sea interesante.

En el fondo, es muy sencillo, porque ¿a que todos estamos más contentos cuando nos damos cuenta de que alguien nos quiere bien?, ¿a que no hay nada en realidad en la vida que nos haga sentirnos más contentos? Y al revés, no hay nada que haga la vida más fatigosa y más insoportable que el pensar que uno no es querido por nadie, o que no es bien querido, o que quienes creías que te querían resulta que no te querían. Y si es tu propia familia… (…) ¿Cómo sabemos que no es un discurso bonito decir “Dios os quiere; os quiere con un amor infinito” si no hay un pueblo, una familia, una comunidad, una historia de la que nuestras vidas forman parte? Y esa historia es una historia de misericordia y es una historia de amor.

Somos cristianos por la Gracia de Dios y es lo mejor que nos podría haber pasado, justamente el ser cristianos. En la vida de la Iglesia, especialmente en la vida de los Sacramentos de la Iglesia, lo que se comunica es esa vida de Dios que Jesucristo, el Hijo de Dios, vino a sembrar en la tierra; que la sembró con Su propia Vida. Se sembró a Sí mismo en su muerte y en Su Misterio pascual, en Su Triunfo sobre la muerte. Y nos dio su Espíritu y ese Espíritu hace de nosotros hijos de Dios. Nos da un nombre nuevo.

Yo sé que os llamáis David y Lucía (…). Es el Señor el que nos pone nuestros nombres y aunque Él los conoce y os quiere… ¿Cuál pensáis vosotros que es la frase del Evangelio que expresa mejor la inmensidad del amor con el que Dios nos ama? (…) Hay muchas que lo dicen. “Hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados” (…) Esa es la exquisitez del amor con la que el Señor nos ama, y os ama a cada uno, y ha dado Su vida para que vosotros podáis vivir en una gran libertad, que es lo que uno tiene cuando se sabe bien querido. La libertad. La libertad de ser hijo de Dios, la libertad de no tener que ser un mendigo de la felicidad por la vida. Yo soy amado con un amor infinito. Mi destino es el Cielo, mi destino es Dios, mi destino es la Vida divina. Y nadie me puede arrebatar eso, porque nadie puede ganar a Jesucristo en poder para arrebatarme de Jesucristo. Nadie puede conseguir atar a Jesucristo para que Jesucristo deje de quererme, por lo tanto, vivo con una confianza inmensa, gozosa, tranquila, porque nadie puede derrotar el amor con el que soy amado, nadie puede apagar ese amor. Yo podré estropearlo, yo podré darle la espalda, y aún así, el Señor no me la dará a mi.

Ése es el don del Bautismo. La vida de hijos de Dios que Jesucristo nos ganó con Su sangre; que os ganó a cada uno de vosotros; que nos ha ganado a cada uno de nosotros sin haberlo merecido nosotros. Y eso es lo que la Iglesia, como todo documento importante, (…) A la Confirmación, los cristianos, durante los primeros siglos, la llamaban “el segundo sello”. El primer “sello” era el Bautismo, donde Jesucristo sella la alianza de amor que hizo con cada uno de nosotros en la cruz. Y esa alianza no se va a retirar nunca (…). Esa alianza que el Señor ha sellado en vosotros el día de vuestro Bautismo, como el día de vuestro Bautismo -menos vosotros dos- eráis muy pequeños, la Iglesia ha retrasado el “segundo sello” para un momento en el que uno pueda darse cuenta de lo que significa. Que no sois vosotros los que habéis algo por el Señor. Ser cristiano no es que nosotros hacemos cosas por el Señor y, entonces, somos mejores, nos portamos mejor. No. Ser cristianos es saber que el Señor lo ha hecho todo por nosotros y que podemos descansar en Él y que podemos apoyarnos en Él, podemos confiar en Él, y que no nos va a abandonar jamás. Y renovar esa vida que Él nos da, que nos da en la Eucaristía, que nos da en el perdón de los pecados, que nos da en la vida cotidiana de la Iglesia, para que podamos vivir en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. No asustados por la muerte, no asustados por la violencia, no asustados por la suerte, por nada. Porque nadie puede quitar aquello para lo que el Señor me ha dado la vida que es Su Amor eterno, Su Amor infinito. Sois unos privilegiados, somos unos privilegiados, nosotros. Y tendríamos que darnos mucha más cuenta de ello de lo que normalmente nos la damos, y vivir más conscientes de que jugamos con las “cartas marcadas”. ¿Qué vamos a estar enfermos? Pues, claro. ¿Qué un día moriremos? Pues, claro. ¿Que no nos salen muy bien todas las cosas en la vida? Pues, claro. Pero, “la partida” la ganamos nosotros; la gana el Señor en nosotros. La tiene, está ganada. Está ganada. Podemos perder esta mano, podemos perder… pero la partida está ganada. ¿Quién nos podrá arrebatar del Amor?, ¿quién puede ser más fuerte que el Señor para quitarnos de Su Amor? Y es Su Amor el que nos salva.

Vamos a darLe gracias. Vamos a celebrar vuestro Bautismo, pero sabiendo que significa eso precioso. Pasáis a ser miembros de esta familia, miembros de un Cuerpo, vais a ser el cuerpo de Cristo. Somos –los que estamos bautizados- el cuerpo de Cristo. Y vosotros, los que recibís la Confirmación esta tarde, el Señor confirma, en un momento en que vosotros os dais mucha más cuenta de lo que eso significa y del bien que significa para la vida poder afrontarla, y afrontar sus dificultades con una certeza de ser amado por un amor infinito, de no estar solos, “tiraos” en la vida, estar bien acompañados. Alguien describía la Iglesia con tres palabras: “Una buena compañía”. Porque en ella nos acompaña el Señor en el camino de la vida. Eso es lo que es la Iglesia.

Vosotros entráis en esa buena compañía que es la Iglesia y los demás recibimos que el Señor confirma, que no sólo no se ha cansado de nosotros, sino que ratifica y confirma que no se cansará jamás, aunque nosotros nos cansáramos de Él. Y eso es fuente de una alegría muy pura, muy honda, muy verdadera. Mientras que si cuando pensamos que la Confirmación es que yo hago un compromiso de no sé qué cosas, o de ser bueno, y eso es lo que es importante hoy, nuestra alegría es chiquitita (…).

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

31 de octubre de 2019
Parroquia San Juan María Vianney