Fecha de publicación: 2 de septiembre de 2020

El capítulo cuarto de San Lucas, que comenzaba con la predicación de Jesús en Nazaret, esta curación de la suegra de Pedro y diversas curaciones al atardecer, y que termina diciendo “es necesario que proclame el Reino de Dios también a las otras ciudades, pues para esto he sido enviado”, pone de manifiesto que lo que precede es como un ejemplo de los puntos centrales del ministerio público de Jesús: el anuncio de la llegada del Reino. En el texto aquel de Isaías que leíamos ayer y del cual hemos tomado todavía una frase en el Aleluya de hoy -“El Señor me ha enviado a evangelizar a los pobres y a proclamar a los cautivos la libertad”-; el anuncio del Reino incluía dentro de sí, como su núcleo más grande, el perdón de los pecados. A veces, pensamos que el anuncio del Reino es simplemente el anuncio de un Reino humano de justicia o de paz. No. El perdón de los pecados era el contenido mismo del anuncio del Reino. El Reino había llegado y era un año jubilar para todos sin excepción. Ese año jubilar que traía Jesucristo era lo que provocaba el escándalo a los fariseos y a los escribas. Y luego, la sanación, la curación de los males del hombre, fundamentalmente de males que en el mundo de Jesús se identificaban con la posesión diabólica, es decir, con el estar poseído por un espíritu de enfermedad, por un espíritu de maldad. Eso también es un signo. Decía un muy buen exegeta alemán anterior a la Segunda Guerra Mundial, que luego murió en ella, hablando de los milagros de Jesús en los Evangelios, que el hecho de que la inmensa mayoría de esos milagros fueran curaciones indica que a los ojos del Señor el ser humano es un ser enfermo.

Cuando el Papa hoy nos dice que la Iglesia es un hospital de campaña nos viene a decir algo parecido: hay una guerra en el mundo. Algún pensador contemporáneo nos está diciendo que lo que estamos viviendo no es más que un episodio de la guerra comercial mundial. Hay una guerra en el mundo y el ser humano es un ser enfermo, que sólo el Señor tiene la posibilidad de curar. No se trata de que el Señor multiplique entre nosotros aquellos milagros que eran necesarios en el momento de su predicación. Los hay y muchos, muchos más de los que creemos. Pero el verdadero milagro es vivir según el Espíritu de Dios. Lo que comentábamos ayer y San Pablo hoy les dice. Yo le doy las gracias a San Pablo, porque nos habla del Espíritu de Dios pero nos dice: “No os he podido ahondar mucho en ello, porque sois muy débiles y entonces necesitáis leche, como los niños recién nacidos, y pensáis mucho de manera carnal”. Pensar de manera carnal, en San Pablo, la carne en San Pablo, no se refiere a lo que a veces en el siglo XIX se han llamado “los pecados de la carne”. Pensar de manera carnal o las referencias a la carne es lo humano, lo humano sin Dios, lo humano sin el Espíritu de Dios. Esa es la carne y la carne conduce a la muerte, su destino es la muerte, en cualquier caso.

¿Cuál es el signo que aquí San Pablo pone como más significativo de la presencia del Espíritu o de la falta de la presencia del Espíritu en la comunidad de los Corintios en este caso? Pues, uno que nos es a nosotros muy fácil de reconocer. Cuando el Espíritu está presente, y lo decimos todos los domingos en el Credo pero casi no sabemos lo que es, “creo en la Comunión de los santos”. Los santos es el pueblo de los bautizados, es el pueblo cristianos; los santos es la comunidad cristiana nacida del Calvario, de la mañana de Pascua, y de Pentecostés y del Bautismo. Esos son los santos, no los santos canonizados. Por eso, somos hijos de un pueblo de santos, y San Pablo se refería siempre a la Iglesia muchas veces llamándola “los santos”. El Enemigo divide a los santos y unos dicen “yo soy de Apolo”, “yo soy de Pablo”, otros dicen “yo soy de Cefas”, otros decían “yo soy de Cristo”. La comunidad de Corintio fue, desde el principio, una comunidad muy tentada de divisiones, de banderillas, de grupos… Eso es siempre del Enemigo y si uno encima piensa que el grupo en que uno está, el grupo o la comunidad a la que uno pertenece, es la mejor… Pues, claro que es la mejor, evidentemente, como mis padres son los mejores, porque son los que me ha dado a mí y mi Padre no me da a mí nada que no sea lo mejor. Pero, como comparando productos de un supermercado, entonces, pone de manifiesto que yo ya estoy dañado por el Enemigo. El Enemigo siembra divisiones, de mil maneras, y se sirve hasta de los carismas para dividirse unos con otros.

Somos hijos de Dios, formamos un solo Cuerpo. La lógica del mundo moderno es la lógica de los intereses. Era Adam Smith el que decía “yo no espero que el carnicero o el panadero me sirvan bien por caridad o por benevolencia, espero que piensen bien en su interés y que, de esa manera, es como me sirven bien”. Y un filósofo del siglo XX, Max Weber, decía que “el hombre que no obra buscando su interés no obra de manera racional”. Buscar el interés era lo más racional. Pues, lo que hemos aprendido del Señor es lo contrario. No que no haya intereses legítimos, sin duda, pero a obrar bien porque vivimos en la Presencia de Dios, porque estamos hechos de Dios y todas las cosas están hechas de Dios y ese es el mejor motivo para vivir bien. Una sociedad que funciona movida sola por sus intereses es una sociedad condenada a muerte, agonizante, y lo vemos. Eso hoy se ve. En el tiempo de Adam Smith, no se veía con tanta claridad. Y pueden ser los intereses de un grupo, de un partido, de lo que sea, pero cuando se buscan intereses no se busca la verdad, no se busca el bien, no se busca la belleza, no se busca el mundo que nace del designio de Dios y que, en el fondo de nuestro corazón, todos deseamos.

El mundo moderno se rige por la lógica de los intereses, ha elevado a los alatares la lógica de los intereses y nosotros creemos en la comunión de los santos. Le pedimos al Señor la comunión de los santos, que siempre es un don de Dios. Hasta la comunión en el seno de un matrimonio es don de Dios, no lo olvidéis. Un milagro de Dios. Un don de Dios que hay que pedir, que hay que pedir todos los días, porque hay tantas cosas que tienden a que rompamos la comunión. Aparecen siempre los intereses, que son la envidia, que son el egoísmo, que son todas las pasiones; el sentir de la carne. Sin embargo, el Espíritu de Dios nos hace funcionar con otra lógica. ¿Cuál es esa lógica? San Pablo la explicará: la lógica del cuerpo. Los miembros del cuerpo no buscan su interés. Es verdad que si uno ve que una piedra viene, el cuerpo, los pies se apartan o así…, pero se apartan por el bien del cuerpo. Si algo va a caer en mis ojos, las manos acuden inmediatamente. No dice la mano “igual me hago daño, que le pase al ojo lo que me pase a mí no me importa”. Esa lógica del cuerpo, que es una lógica del bien común. Todos nosotros, hijos de Dios, formamos parte del mismo cuerpo, porque poseemos el mismo Espíritu, el Espíritu de Jesucristo, que nos hace hijos de Dios, hijos en el Hijo.

Sólo en Jesucristo está la posibilidad de una plenitud humana verdadera. Digo “plenitud humana”, es decir, algo capaz de saciar los anhelos más hondos de nuestro corazón, nuestros deseos más verdaderos; algo capaz de hacernos vivir en la alegría, en la acción de gracias, ser felices, en definitiva.

Que el Señor nos conceda ese don y que no deje que se multipliquen o crezcan o les dejemos cabida en nuestros corazones a lo que divide. En las familias, entre los vecinos, en la vida de la Iglesia, de una manera o de otra.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

2 de septiembre de 2020
S.I Catedral de Granada

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