Fecha de publicación: 17 de octubre de 2021

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos coro de jóvenes (ya no me atrevo a llamaros pueri cantores: pueri no sois ninguno. Sois jóvenes cantores del coro más bonito que tiene la Catedral de Granada);
muy queridos hermanos y amigos todos:

El Santo Padre ha llamado a la Iglesia -ya hace unos meses- y viene sonando ese mensaje de que el próximo Sínodo de los obispos será, precisamente, sobre el significado que tiene, para toda la Iglesia, la palabra “sínodo”, que es una palabra profundamente cristiana. Él inauguró el camino de preparación a ese Sínodo la semana pasada en Roma. Y ha pedido que los obispos inauguremos ese camino. Tenemos tres años para ir haciendo. Pero que tenemos que empezar con decisión y con ánimo y con muchas ganas de esa renovación que nos puede traer la conciencia de lo que significa la palabra y de lo que lleva consigo. La palabra, lo habéis oído en la monición de entrada, significa “camino en común”: caminar juntos. Es una palabra profundamente cristiana, porque las tendencias del mundo son, sencillamente, al aislamiento, a la dislocación, a la dispersión, a la atomización de la sociedad. Y eso ha sido incrementado muy radicalmente por el pensamiento de la Ilustración y sus consecuencias; por el pensamiento de la modernidad; por la política de la modernidad, donde, por una parte, a veces se habla todavía de la sociedad civil, pero la sociedad civil cada vez está más intervenida por las pretensiones del Estado de controlar todos los aspectos de la vida de las personas. Se suele decir en el lenguaje político, de los individuos, pero no somos individuos, somos personas, porque la palabra persona implica una relación que no implica la palabra individuo.

El caso es que nuestro mundo vuelve a ser como cuando dijo Jesús “Yo he venido a reunir a los hijos de Dios dispersos”. Los seres humanos hoy estamos dispersos. Hasta las naciones pierden su importancia en muchos sentidos, porque el capitalismo global hace que sea indiferente. El ser humano no es más que un punto; un punto individual, una aportación a la fuerza laboral, visto sólo en función del crecimiento económico, de la producción y del consumo, y dejando fuera todos los demás aspectos y, ciertamente, controlados cada vez más por una administración púbica que no para de crecer hasta absorber prácticamente dentro de sí lo que se llamaba hace unos años todavía la “sociedad civil”.

En ese contexto, la Iglesia, que es un pueblo, que no puede dejar de sentirse un pueblo, también se deshilacha. También estamos nosotros deshilachados. Y también aparecen dentro de la Iglesia focos de pertenencia o focos de atracción que generan unas pertenencias que se excluyen unas a otras. Por ejemplo, si uno es del Madrid, no puede ser del Barça al mismo tiempo. Pero, hasta dentro de la Iglesia, nos pasa un poco así: si pertenecemos a alguna realidad eclesial, a menos que estemos muy atentos al Espíritu de Dios, fácilmente despreciamos a las demás, fácilmente nos encerramos en nosotros mismos. Hasta en la parroquia eso puede suceder. Uno se encierra en el grupito de la comunidad cristiana, de los grupos parroquiales, de los matrimonios que están allí, perdemos el sentido misionero y perdemos el sentido de que nuestra unión sólo es verdadera cuando está dispuesta, como el Señor, a salir de uno mismo y a abrirse del horizonte del mundo entero: a los horizontes del trabajo, de la vida cotidiana, del compañerismo, del camino que compartimos con tantos amigos, unos de ellos creyentes y otros no creyentes en el camino de la vida.

El camino sinodal al que nos invita el Papa es, por lo tanto, un camino de conversión. De conversión a la esencia de nuestra fe. Si queréis, es un camino de asunción del Concilio Vaticano II, que lo hemos asumido para hacer algunos cambios en la liturgia, pero no lo hemos asumido verdaderamente para nuestro ser Iglesia, para nuestra conciencia como cristianos de lo que significa ser cristianos en medio de este mundo nuestro que necesita la esperanza, y la fe, y el amor, probablemente más que nunca en los veinte siglos de cristianismo que llevamos, porque nunca había surgido una cultura no cristiana con el poder y los medios de poder y de dominio que tiene la cultura en la que vivimos; y sin embargo, esa cultura destruye lo humano, deshace lo humano, hace extraordinariamente extraña y difícil la verdadera alegría. Sí que hay muchos modos de diversión, nunca ha habido tantos, pero la diversión no significa la alegría. En el fondo del corazón humano, se instala una soledad muy profunda, se instala una tristeza muy profunda y, frente a eso, no sólo tenemos que resistir, como cantábamos al comienzo de la pandemia, sino tenemos verdaderamente que construir un mundo alternativo; construir una sociedad, que no significa oponerse a nada ni a nadie en muchos sentidos verdaderamente. Significa ser portadores verdaderamente de un amor que es más grande que el pecado y que es más grande que la muerte.

Y eso es a lo que nos invita el camino sinodal, al que el Papa nos invita a todos y que hoy, de alguna manera, inauguramos en nuestra Diócesis. Yo hice ayer una llamada a todos los diocesanos a iniciar ese camino. Mañana y pasado voy a reunirme con los sacerdotes y vamos a tratar de tomarnos muy en serio el comienzo de ese camino. Pero yo invito a todas las realidades eclesiales, cofradías, comunidades, de un tipo o de otro, movimientos, congregaciones religiosas. Todos. A lo mejor, estamos muy lejos unos de otros. Cada uno embebido en el trabajo y en la misión que tenemos delante. No es que tengamos rabia a los demás, ni nada de eso. Simplemente, donde estamos nos absorbe la vida e ignoramos el resto de la Iglesia. No nos sentimos parte de una Iglesia de la que siempre decimos que es una. El primer rasgo de la Iglesia, y el único que hace posible, además, la fe de los hombres, según la oración de Jesús Padre, “que todos sean uno, como Tú estás en mí y yo en Ti. Yo Te suplico que todos sean uno, como Tú y Yo somos uno, para que el mundo crea que Tú me has enviado”. No se acercarán a la fe si no ven el milagro de nuestra unidad. Yo sé que ese milagro es ya un milagro en el seno del matrimonio. Y fijaros, Dios ha puesto atractivo entre el hombre y la mujer, de un modo o de otro, para que puedan ser uno, y aún ese ser uno del hombre y la mujer es un milagro. Lo sabéis todos. Lo vemos todos los días. Si hasta eso, que Dios lo ha ayudado tanto con la fuerza de la naturaleza, es un milagro, no os quiero decir nada cuando somos personas que no nos conocemos o personas que no convivimos en la vida ordinaria o que pertenecemos a instituciones que parece que nos llevan a Jesucristo y no necesitamos nada más que estar en esa institución y, a lo sumo, orar por los que no están en ella, por los demás o así.

Tenemos que acercarnos. Hacer el camino juntos significa vivir con una mano tendida, para que los demás puedan coger esa mano y no necesariamente hacerse de nuestro grupo o de nuestro movimiento, sino coger esa mano y saber que tú, donde tú estás, te acercas a Jesucristo; yo, donde yo estoy, me acerco a Jesucristo. Yo puedo aprender de ti; tú puedes aprender de mí. El Evangelio de hoy, en ese sentido, es tremendo: que el que quiera ser el primero entre vosotros que se haga el servidor de todos. Y eso tiene consonancias con ese otro tema del Evangelio también, donde el Señor dice que Él ha venido a servir y a dar su vida en rescate por muchos. O cuando dice, “si amáis sólo a los que os aman (a los de vuestro grupo), ¿qué mérito tenéis?”. Eso lo hacen los paganos. Eso lo hacen también los animales. Quieren a quienes les quieren. “Amad a vuestros enemigos. Orad por los que os odian. Bendecid a quienes os maldicen”.

Dios mío, ese es el Espíritu de Jesucristo y es el amor que Cristo ha manifestado en Su enseñanza, en Su Persona y en Su vida, y en su Pasión y en su muerte, en la sangre que ha derramado por todos y cada uno de los hombres, y que nos hace posible esperar (porque, entonces, habría algo más poderoso que el amor de Dios) “que ni uno solo se pierda”. Pero esa pasión la tenemos que llevar en nuestro corazón cada uno. Y como una verdadera pasión, como un anhelo, como un deseo, como un deseo justamente de que se cumpla nuestra vocación humana, porque somos imagen de Dios y sólo se cumple nuestra humanidad cuando nos parecemos más conscientemente, más plenamente a Dios, que hace llover sobre buenos y malos, que hace salir el sol sobre justos e injustos, y que llama especialmente y ama especialmente a los pecadores, dejando a las 99 en el desierto para irse a buscar la oveja perdida.

En ese camino sinodal esta misma semana, os señalo un hito precioso del que no puedo mas que dar gracias a Dios. La Iglesia de San Bartolomé, en el Albaicín, que ya hace casi un año o alrededor de un año, yo cedí al Patriarcado de Moscú, a la Iglesia ortodoxa rusa; vino el Exarca –la figura siguiente al Patriarca– hace unos días y celebró su primera Eucaristía en el rito ortodoxo ruso en esa Iglesia. Había una comunidad de unas sesenta personas. Es una liturgia bellísima y preciosa. Somos hermanos separados. Nuestra fe es prácticamente la misma, excepto que no aceptan o tienen dificultades en aceptar el culto a las esculturas, porque en Oriente las esculturas estaban vinculadas al mundo pagano, y ellos sólo dan veneración a los iconos y el Primado del Obispo de Roma, del Sucesor de Pedro. En esas dos cosas, cada vez estamos más cerca los unos de los otros. Cada vez nos damos más cuenta de cómo todos tenemos que aprender de todos. Como decía el Papa Juan Pablo II, “la Iglesia tiene que volver a respirar con sus dos pulmones”. Pero si los cristianos ortodoxos-rusos y nosotros… Todavía no podemos comulgar. Yo asistí como invitado y estuve allí, pero no podía comulgar. Y expresé que le suplico al Espíritu Santo que un día podamos comulgar, ellos en nuestra Eucaristía y nosotros en la suya, con un deseo de unidad. Pero ese deseo de unidad entre los que están más lejos hay que asumirlo también y hacer ese camino con los que estamos más cerca, donde debería de ser más fácil y, sin embargo, muchas veces es más difícil amar al prójimo que tienes todos los días al lado, al vecino o al del piso de arriba, que es cristiano de una manera un poco distinta a como lo soy yo, que amar a los cristianos separados que viven a muchos kilómetros de nosotros.

Que el Señor nos dé su Espíritu Santo para que podamos caminar en ese camino sinodal, acercándonos unos a otros, viviendo unos más cerca de los otros, aproximándonos unos a otros al menos en este camino, para que un día sea posible la comunión plena. Que nos sintamos todos miembros vivos del único Cuerpo de Cristo, que es la imagen más plena de la Iglesia; es la Esposa de Cristo que Cristo ha unido a Sí, y por eso yo saludo a la Iglesia siempre al comienzo de las homilías llamándola “Esposa de Nuestro Señor Jesucristo”; que el Señor la une a Sí en cada Eucaristía de tal manera que somos su Cuerpo. Él vive en nosotros con una unión que sólo Dios puede hacer, que no se hace en los matrimonios de este mundo, que no se hace en las uniones de los amigos de este mundo, que no se hace en ninguna unión humana, que sólo Dios puede hacer. Pero se ha unido a nosotros con un amor fiel e indivisible, hasta tal punto que somos portadores del amor de Cristo en nuestra vida. Que lo seamos. Que seamos portadores del amor y de la misericordia de Cristo en todas partes, en todos los lugares. Empezando por la realidad de nuestra propia Iglesia.

La otra cosa que os quería contar. Ayer se beatificaban 127 mártires de la persecución religiosa en España del siglo XX, en la diócesis de Córdoba. Y el cardenal que presidía la celebración en nombre del Papa contó una historia preciosa de un pueblo que está a la entrada de Galicia en el Camino de Santiago. Es un Cristo crucificado con una mano desclavada y apuntando hacia abajo, y abajo un pecador al que el sacerdote no le había querido perdonar los pecados -probablemente con motivo, según la legislación de la Iglesia-. Sólo que Cristo le dice al sacerdote, “¿cómo es posible que mi Sangre no pueda perdonar a este hijo mío que está tan lejos de Mí y por el que yo he dado mi vida?”.

Terminamos así. En cada Eucaristía pedimos por todos aquellos que han muerto en la Misericordia de Dios. ¿De quién podemos decir que no ha muerto en la Misericordia de Dios? De nadie! De nadie. Esperamos la salvación de todos y queremos contribuir con nuestra vida a la salvación y a la esperanza de este mundo entero; de este mundo que ha perdido la esperanza y ha perdido el secreto de la alegría.

Que así sea para todos, al menos para quienes estamos aquí y para quienes se unen a nosotros a través de los medios de comunicación.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

17 de octubre de 2021
S.I Catedral de Granada

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