Muy queridos hermanos, sacerdotes concelebrantes, hermanos y amigos;
miembros de la Delegación diocesana de Pastoral Obrera;
y amigos que habéis querido uniros a esta Eucaristía:

Me es inevitable el pensar… estamos celebrando esta Eucaristía de San José Obrero en una iglesia que, por su estética, refleja, si queréis, un poco los últimos estertores del Antiguo Régimen, el Barroco del siglo XVIII y un poco los comienzo del Neoclásico, y hay tanta diferencia entre la estética de esta iglesia y lo que nos convoca a esta celebración que parece que son dos mundos diferentes.

Y al mismo tiempo, dejadme compartir este pensamiento: la pandemia y lo que la pandemia significa, y lo que llevamos viviendo más de un año, y aunque estemos esperando que pronto pueda, por así decir, desaparecer al menos de entre nosotros, pero va a tardar mucho de desaparecer del mundo…, pues, significa también una ruptura que hace que pueda haber casi la misma diferencia entre el mundo del siglo XX y el mundo que se está gestando en estos momentos, como la que podía haber entre el siglo XVIII y el siglo XX. Son muchas las cosas que caen, que quedan obsoletas. La gente habla de reinventarse. Es cierto que muchas categorías que hemos venido usando de manera normal, a lo mejor ya no tienen sentido, aunque sigan llenando los medios de comunicación. Pero los medios de comunicación mantienen rutinas que no reflejan precisamente la orientación de la cultura; reflejan los sedimentos, los residuos y los centros de poder que mantienen esos residuos. Pongo algunos ejemplos. La categoría de clase social ahora mismo, ya en el capitalismo tardío que se vivía desde la pandemia, era una cosa bastante diferente a lo que era en los años 20, o en los años 30, o en la primera mitad del siglo XX. También categorías como las izquierdas y las derechas (…), sin teorías obsoletas ahora mismo. No hay más que una cultura ahora mismo, que es una cultura liberal con distintos matices y con distintos intereses políticos. La cultura es única. El pensamiento es único. Y ese pensamiento único ha disuelto muchas cosas. Ya hace muchos años que se hablaba de la “sociedad líquida”, pero, por los años 50, Lewis, el escritor inglés tan difundido y apologista de la fe, hablaba de la abolición del hombre. Y otros pensadores, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, han hablado de la destrucción de lo humano, del “ocaso” (Romano Guardini, en los años 50, hablaba del “ocaso de la Edad Moderna” y describía ese ocaso con una precisión que nos llama hoy la atención, que era, en muchos aspectos, profética).

Estamos ante un mundo nuevo. El Papa ha hablado muchas veces de un cambio de época y también nos ha dado alguna clave para vivir como cristianos en ese cambio de época. También nos la daba claramente la lectura de la Carta a los Colosenses, que es como una síntesis de la experiencia cristiana. El Papa ha dado en su primera encíclica, “Evangelii Gaudium”, algunas claves contra todas las derivadas liberales, de un tipo u otro, de la cultura de la modernidad, en una cosa que parece muy abstracta, cuando él dijo que “el todo es más que las partes”. Y parece que es una cosa muy abstracta, pero tiene que ver con muchas cosas. Pero, sobre todo, dijo que la Doctrina Social pertenece al “kerigma”, pertenece al anuncio central de la Iglesia, no son cosas que se puedan separar. La Doctrina Social no es un apéndice de la vida de la Iglesia; es el mismo corazón del anuncio. No hay Buena Noticia si no hay una novedad humana, que es lo que el mundo necesita ahora mismo, porque es lo humano lo que está roto, y está roto con raíces muy profundas en esa ruptura. La raíz de la esperanza, la raíz de las relaciones humanas, la crispación y la violencia que uno vive análoga a la que se podía vivir en los años 20 o 30 en los muelles del puerto de Nueva York. O la que se ha vivido en las manufacturas de principio del siglo XX, se vive hoy en el seno de las familias, se vive hoy en los trabajos, todo con guante blanco, pero donde personas, miles y miles, la huida de la agricultura masiva por millones de personas, la destrucción de una cultura razonablemente humana, o más humana, que se podía vivir en los mundos rurales de antes, transformada por –sencillamente- la facilidad de la disponibilidad de los combustibles fósiles. Las metrópolis contemporáneas requieren que los combustibles y transportes sean muy baratos. El mero hecho de “Filomena” (ndr. temporal de nieve que afecto a la Comunidad de Madrid, paralizando todos los servicios y la movilidad) ha puesto de manifiesto que basta que no puedan transportarse cosas a las grandes ciudades, y los supermercados se quedan vacíos y la gente no tiene qué comer. Es facilísimo hablar de libertad en este mundo nuestro, o de dignidad humana, pero cuando la gente no tiene acceso, porque las cosas más elementales requieren un frigorífico, unas cosas que estamos acostumbrados a dar por supuesto y que tendríamos que dejar de dar por supuestas. Y además, que no dispone de ellas no una clase social, sino la mayoría de la humanidad. Hay países donde ni siquiera se ha anunciado que hay pandemia, y no son países tan lejanos de nosotros. Hoy no hay nada que pueda estar verdaderamente lejos.

En este contexto, ¿cuáles son las claves de respuesta? Yo no voy a pretender que tengo las recetas, los protocolos, las formas de hacer. Sí que es cierto que la Iglesia tiene que dejar de ser el “vagón de cola” de algunos de los trenes que nos prometen el paraíso a bajo precio, sean de corte liberal o de corte marxista, da igual. La Iglesia no tiene por qué ser el vagón de cola de nadie. Nosotros anunciamos a Jesucristo, que es la novedad absoluta, hace dos mil años y hoy. Hoy más que hace treinta o veinte años, una novedad. Porque no se nos ha dado otro nombre bajo el cielo por el que podamos ser salvados. Y por lo tanto, no se nos ha dado otro nombre bajo el cielo por el que podamos recuperar nuestra humanidad perdida, recuperarla y proponérsela al mundo como algo bello, como una posibilidad real de vida. Comenzando por saber que todos nosotros no estamos a la medida, ni a la talla de la tarea.

Quería decir esa clave: el anuncio de Jesucristo como única esperanza para el hombre. No podemos anunciar a Jesucristo como algo que pasó y nos dio unas enseñanzas hace dos mil años. Tenemos que enseñar, mostrar a Jesucristo en unas vidas transformadas por Jesucristo, transformadas por el amor. Y cada uno de nosotros ser portadores de Cristo en nuestra vida cotidiana, en nuestra realidad cotidiana. Ante los dramas que vivimos, el drama de una violencia –repito- establecida capilarmente en el seno de toda nuestra sociedad. En el seno de unas divisiones que generan crispación, pero que no son capaces de proponer nada. En el medio de una sociedad pavorosa, de ancianos, de niños, con un fracaso y un colapso de los instrumentos, y de los sistemas educativos. En una situación de plena barbarie tecnológica, porque casi el único alimento para muchas personas, aunque no tenga qué comer, siguen siendo las series de Netflix, para chicos y adolescentes… En medio de eso, ¿qué podemos ser? Un grano de mostaza: humilde, pequeño. Pero que muestre no una alternativa, porque, como lo que se ofrecen son sistemas, si ofrecemos una alternativa, estaríamos ofreciendo también un sistema, y no es un sistema. Podemos ofrecer nuestra pobre humanidad, como empezó Jesús con los Doce, cuando empezó aquella primera comunidad cristiana con los que empezó, que eran pocos. Pero aquellos pocos eran portadores de un amor invencible al hombre, de un amor invencible a la persona que tienes delante, de un amor invencible al destino final del hombre que es la vida eterna, y desde ese amor al destino final del hombre poder acoger todo aquello que es humano en la realidad que nos rodea, en la vida concreta que nos toca vivir. Y en las personas con las que podemos relacionarnos, que nunca son muchas, pero ser germen de una novedad; que el amor sea el vínculo de la unidad y que la paz de Cristo reine en vuestro corazón, de tal manera, que todo lo que realicéis, de palabra o de obra, sea en el nombre del Señor Jesús.

El nombre del Señor Jesús ha servido para casi todo a lo largo de la historia y a lo largo de los siglos últimos también. Se le ha utilizado al servicio de muchas ideologías. PedirLe al Señor humildemente que, en nosotros, el nombre del Señor Jesús no sea instrumento de nada, sino, verdaderamente, la clave última de todo lo que hacemos, o decimos, de nuestra vida cotidiana, sencilla.

Pedimos por los trabajadores. Pedimos por los miles que no tiene trabajo, por las masas de millones de hombres en el mundo que viven sin nada, sin ninguna esperanza, en principio de nada más que de lo que puedan, casi como aquellas sociedades que solíamos llamar “primitivas”, que eran de recogedores, de cazadores, de agricultores, que ni siquiera sabían sembrar y cosechar, sino que recogían lo que podían de los frutos que el campo producían, los bosques, selvas, producían por sí mismas. Estamos no muy lejos de esa situación a nivel mundial. Repito, con mucha tecnología y con una amenaza terrible de que los “Big data” y las grandes compañías multimedia anuncien que estén en condiciones de controlar a la humanidad entera. No están en condiciones de controlar nuestro corazón si nuestro corazón pertenece a Dios, a Jesucristo, a Dios en Jesucristo y por Jesucristo. En Jesucristo, hemos aprendido y recibimos las fuerzas y la gracia para, dentro de nuestra pequeñez, amar a cada persona por lo que es, y por su vocación y por su destino.

Que el Señor nos conceda humildemente este don. Que nos conceda ser esa levadura en medio de esa sociedad en la que vivimos. Y se lo pedimos humildemente. Se lo pedimos con mucha fuerza, porque es la única esperanza que el mundo tiene, verdaderamente la única.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

1 de mayo de 2021
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral

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