Fecha de publicación: 13 de febrero de 2018

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, santo pueblo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos coro -y orquesta- de los pueri cantores, y quienes les acompañáis:

Queridos miembros de Manos Unidas, que estáis aquí hoy, para recordarnos a todos la inevitable lucha contra una de las cosas que más vergüenza dan en nuestro mundo. Y es que teniendo todos los medios de los que nuestro mundo posee haya tantos millones de hombres y mujeres que, en tantas partes del mundo, no tienen los necesario para comer. Pasan hambre. Viven sin apenas poder alimentarse con lo justo para mantener su vida y su salud. Y dependen de la ayuda internacional o dependen de esfuerzos humanitarios. Y nos lo recordáis cada año en este día de una manera preciosa.

El Evangelio de hoy narra la curación de un leproso. Y nosotros podríamos decir: es un Evangelio que no tiene especial repercusión para nosotros, porque, al menos en nuestra parte del mundo –no en otras-, la lepra es una enfermedad desaparecida. Pero, recuerdo que los milagros del Señor son, todos ellos, signos. Y un signo del que son las curaciones, y no es casualidad que la mayor parte de los milagros del Señor hayan sido fundamentalmente curaciones, pone de manifiesto una realidad más profunda. ¿Cuál es esa realidad más profunda? Que todos estamos enfermos. Es posible que no tengamos lepra. Es posible que no tengamos la forma de epilepsia que en algún episodio del Evangelio se ve muy claro que está detrás del endemoniado de Jerasa, por ejemplo. Pero es cierto que el ser humano es un ser humano enfermo, que no es capaz de darse la salud por sí mismo. Naturalmente, eso es tanto más verdad cuanto caemos en la cuenta de que la salud no es simplemente la salud del cuerpo. Es una vida plena. Es una vida que tenga una relación con Dios adecuada al Amor de Dios y al designio bueno de Dios para con nosotros.

El pecado desde los orígenes de la historia, y desde los orígenes de nuestra historia personal, ha quebrado, ha llenado de fisuras, ha roto en muchos casos, esa relación con Dios, y esa es nuestra verdadera y profunda enfermedad. Es la enfermedad del pecado, que nos hace que la vida sea muchas veces opaca, como si viviéramos en medio de una niebla espesa; como si no supiéramos a dónde dirigirnos. Y eso nos oscurece preguntas básicas que están en lo profundo de nuestro corazón y a las que nos es muy difícil renunciar, o imposible renunciar, pero que tratamos de tapar porque nos damos cuenta de que en esa niebla apenas podemos nosotros darle respuesta, o apenas nosotros podemos encontrar la fuerza para que, aunque encontrásemos la respuesta, poder encaminarnos hacia ella. Era Kafka quien decía “conocemos la meta -la meta es la felicidad-, pero dónde está el camino”. Y la pregunta es todo menos banal.

Tenemos la herida del pecado en nosotros. Somos enfermos. Enfermos de una manera radical, en el sentido de esa plenitud para la que intuimos nuestro corazón está hecho; esa promesa que la vida en un niño pequeño parece que es todo promesa. Somos conscientes de que no somos nosotros capaces de cumplirlas. Esa promesa de un mundo fraterno, por ejemplo; de un mundo donde cada uno pudiésemos mirar al otro no como yo le veo, sino como Dios, con la misma ternura, el mismo afecto, el mismo amor con que Dios le mira, por muy pecador que sea.

Ni siquiera nosotros mismos somos capaces de mirarnos con la ternura y el amor… Cuántas veces, creo que es un rasgo del hombre de hoy, perdido el horizonte de más allá de la niebla, la luz y el sol de más allá de la niebla, nos volvemos contra nosotros mismos, nos flagelamos, nos hacemos daño, nos acusamos; vivimos reprochándonos a nosotros errores que hemos cometido -que pueden ser verdaderos, que lo son en muchos casos-, pero, a menos que encontremos ese Amor más grande que el pecado, esa Gracia que sobreabunda donde abundó el pecado, ese abrazo grande de Dios que no se avergüenza de nuestras llagas de leprosos, no podremos amarnos a nosotros mismos adecuadamente; no sabremos vivir en paz con nuestra historia, en paz con nosotros, con nuestra forma de ser, con nuestra familia, con la herencia que hemos recibimos; no sabremos vivir contentos ni en la acción de gracias. Ésa es nuestra lepra, que luego tiene unos nombres muy sencillos. En la historia de la Iglesia se ha expresado con los siete pecados capitales y no son más. Así como la santidad es extraordinariamente creativa, el pecado humano es repetitivo, rutinario, aburrido como él solo: envidia, orgullo, avaricia, lujuria, pereza, egoísmo, y se acabó. Luego los combináis como queráis, pero se acabó. No salimos de ahí. Esas son nuestras lepras.

¿De qué se trata, Señor? De hacer lo mismo que el leproso: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”. Te necesito a Ti. Tu Presencia es lo que cambia mi corazón. Tu compañía, Tu venida. Tú eres lo que más necesito. Contigo sé que un día perderé la salud. Y si no lo sé es que no uso adecuadamente mi razón. Y la perderé sin remedio. Y sé que envejeceré, pero Contigo lo tengo todo, porque tengo el Amor que me ha dado la vida; que, en este momento, me sostiene en la vida. Y cuando Te conozco a Ti soy capaz de reconocer que todo es gracia y que puedo vivir en la alegría de que tu Alianza –esa Alianza de la que nos habla la Consagración en el momento de la Misa: “Tomad, comed, éste es mi Cuerpo, ésta es mi Sangre, de la Alianza nueva y eterna”- tu amor es eterno, tu amor por mí es eterno. Pasaré por la oscuridad de la muerte, que es una oscuridad mayor que la niebla en la que vivimos a diario, pero no pasaré solo, porque pasaré de tu Mano, porque pasaré junto a Ti. Tú pasarás conmigo. Me pasarás contigo al Reino de la vida, al Reino de la luz, al Hogar para el que Tú me has creado, el único capaz de saciar desbordantemente todos los anhelos de mi corazón; ese corazón que Tú has creado de ese modo para que pueda reconocer tus promesas.

Señor, límpianos de nuestras lepras. Limpia nuestro espíritu, nuestras vidas de esas lepras, de esas heridas, que, además, tanto daño nos hacen a nosotros mismos, tanto daño hacen al mundo en que vivimos. Danos la libertad de tus hijos. Danos -lo diría san Pablo- “ya comáis, ya bebáis”, hagáis lo que hagáis, hacedlo todo para gloria de Dios. Y todo, contentos. Todo, contentos. Porque Tú estás con nosotros. Porque a pesar de que todos los días, al final del día digamos, Señor, un día más lleno de mezquindades, de mediocridades, de pequeñeces, de pobrezas, Tú sigues ahí y me dices “yo te quiero, te he dicho una vez que te quiero y ese amor permanecerá junto a ti para siempre, no te abandonaré jamás”. Y uno puede –como dice el Salmo- “en paz me acuesto y enseguida me duermo, porque Tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo”. Y empiezo el día y es un regalo nuevo.

¿Qué he hecho yo Señor para tener ojos, estar vivo, poder hablaros, contemplaros, estar aquí frente a vosotros?, ¿qué hemos hecho nosotros para vivir?, ¿qué hemos hecho para nosotros ser todo lo que somos? Es tu Gracia. Todo lo que somos es tu Gracia; todo lo que somos es tu Amor por nosotros. Pero poder tener la certeza de que ese Amor no nos abandonará jamás cambia la vida entera. Cambia lo que significa estar aprendiendo a tocar el violín, que es una cosa que requiere mucha paciencia; cambia lo que significa ir al cole un lunes por la mañana, o al trabajo; cambia lo que significa celebrar un cumpleaños; cambia lo que significa enamorarse; cambia lo que significa tener y criar unos hijos; cambia lo que significa la vida y la muerte; cambia todo.

Tú, Señor, Dios inmortal, has querido crearme y redimirme. Crearme y crearme de tal manera que tenga necesidad de Ti, porque Tú quieres colmar esa necesidad y que yo pueda vivir contento. “Yo he venido –decía Jesús- para que mi alegría esté en vosotros y para que vuestra alegría llegue a plenitud”.

Señor, cura nuestras lepras. Cura nuestras heridas. Sana, alivia. El Señor no hace nada sin nuestra libertad, y a lo mejor necesita tiempo. Alivia nuestro dolores. Cura nuestras heridas y sácianos con el gozo y la alegría cumplidos de tu amor por nosotros.

Vamos a proclamar nuestra fe.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

11 de febrero de 2018
S.I Catedral

Escuchar homilía

Palabras finales antes de la bendición final.

Gracias a Manos Unidas. Hoy es el día de la campaña contra el hambre. Manos Unidas nació de un grupo de mujeres cristianas en la Iglesia, concretamente el movimiento de Acción Católica. Y nació de ahí justamente como para dar respuesta, desde la organización de la Iglesia, a aquellas necesidades del hambre (era la época de las hambrunas en Etiopía cuando se estaba empezando). Ahora, el hambre, cualquier sitio donde haya una guerra, la herencia de las guerras es después el hambre, los campos de refugiados, donde no hay alimentos, no hay medicinas. Ellas atienden hasta donde pueden. Atienden con la ayuda nuestra. Lo digo para que no limitéis vuestra ayuda. Si alguno de vosotros queréis cooperar habitualmente con Manos Unidas, benditos seáis. Y si algunas de vosotras queréis cooperar en difundir Manos Unidas, en promocionar los proyectos, también, para que pueda haber caras nuevas y energías nuevas. Todos sois bienvenidos.

Por desgracia, la desproporción entre los países ricos y los países pobres no ha disminuido con el progreso económico, sino que se ha incrementado muchísimo. Los ricos cada vez somos más ricos –puesto que todos estamos en un país de los desarrollados-, tenemos más cosas, más aparatos; los pobres son cada vez más pobres. No podemos olvidarnos de ellos y seguir llamándonos cristianos. Tenemos que llegar hasta donde podamos, hasta donde lleguen nuestras fuerzas, pero tenemos que hacer un esfuerzo por llegar a ellos. Son parte nuestra, sean o no sean cristianos. Son parte de la misma humanidad, creados por el mismo Dios. Y creados para ser, igual que lo somos nosotros, templos de Dios.