Fecha de publicación: 28 de mayo de 2019

El gesto de poneros de pie -y a veces se leen los nombre- es el equivalente del “amén” que decimos en el momento de comulgar y es el equivalente del “sí” que se dice en las bodas. En todos los Sacramentos de la Iglesia hay que recibirlos libremente. Menos el Bautismo: tienen que dárselo o presentarlo a la Iglesia los padres, libremente (el niño no tiene libertad). Porque el niño no tiene libertad en el momento del Bautismo, la Iglesia ha separado la Confirmación, que al principio en las Iglesias de Oriente se sigue haciendo junto al Bautismo, siempre. También la Comunión, de tal manera que en el momento en que se bautizan empiezan a comulgar. Y como en el Oriente se comulga con el pan consagrado mojándolo en el cáliz y se da, los niños no van a comer pan, sobre todo si son niños recién nacidos; entonces, lo que hace el sacerdote es mojar el dedo en el cáliz, se lo acerca al niño, la mamá lo trae en brazos y comulgan desde el primer día de su Bautismo. Luego hay una Comunión solemne, que se parece más a nuestra Primera Comunión.

Lo digo para que veáis que Bautismo y Confirmación están profundamente entrelazados, profundamente unidos. Los Sacramentos no son cosas que nosotros hacemos por Dios. Son cosas que Dios ha hecho, que Jesucristo ha hecho, y sigue haciendo y hará siempre por nosotros. Son regalos que el Señor nos hace. Y los seres humanos regalamos cosas: en un cumpleaños, podemos regalar un objeto… Los regalos esos tienen valor porque en el regalo que se nos hace (si es un regalo sincero y no de compromiso) va algo del afecto, del amor de la persona que nos lo regala. Y eso es lo que valoramos. No valoramos un regalo por lo que cuesta. Valoramos un regalo por el afecto que lleva dentro. Es más, puede haber un regalo muy bueno que si no lleva nada de afecto, a veces podemos darnos cuenta de que es un regalo envenenado. Y al revés (…).

Me acuerdo yo de un chico que había perdido a su novia en un accidente de moto. Estaba yo empezando a ser obispo en Madrid. Y él había conservado un regalo que ella le había hecho, y pasado un año me lo quiso dar a mí. Y me dijo: “Mire, este regalo que le voy a dar a usted a mi me ha tenido atado al pasado y al recuerdo de mi novia todo este tiempo. Pero yo sé que yo no puedo vivir atado al pasado y María tampoco quiere que yo esté enganchado al recuerdo, como sin moverme hacia delante”. ¿Sabéis lo que me regaló? Una caja de cerillas con un mecho de pelos de su novia. Dios mío, una caja de cerillas vale bien poco y un trozo de pelo lo puedo encontrar uno en las peluquerías por kilos. ¿Qué significa eso? Yo lo uso mucho para explicar lo que es un Sacramento, lo que lleva dentro de sí. Eso no es un trozo de pelo. Eso era un mechón del pelo de su novia, y aquella caja de cerillas que ella le había regalado con aquel mechón de pelo tenía un valor incalculable, por lo que llevaba dentro.

Lo mismo. Los Sacramentos son regalos donde el Señor nos da, pero se nos da Él. Es verdad que se nos da en gestos muy pequeños. En la Comunión, fijaros si es pequeño el gesto: un trocito de pan y o un trago del vino consagrado en el cáliz, pequeñísimos. En la Confirmación, lo que yo voy a hacer es orar con toda la Iglesia, juntos, invocando el Espíritu Santo, y ungiros en la frente con el Santo Crisma, un aceite consagrado que sirve para ungir a los bautizados, para ungir a los que se confirman y para ungir a los sacerdotes.

(…) Se llama Crisma porque lleva dentro a Cristo, igual que el pan y el vino de la Eucaristía, sólo que el aceite en la antigüedad se usaba, y se sigue usando, para lavar heridas, para perfumar, se usa para los maquillajes… se embellece uno con el aceite. Se usaba como medicina también, y se sigue usando como medicina. Y por eso era un signo tan adecuado de la Compañía de Cristo. Cristo nos acompaña, nos reviste con Su Aceite, con Su Presencia sagrada, con Su Compañía sagrada, para curar las heridas que va dejando en nosotros la vida; para que podamos estar siempre ciertos de que Él nos acompaña en todos los vericuetos, y noches, y oscuridades de nuestra vida, y que Él nos da, nos perfuma, nos embellece con Su Presencia, embellece nuestras vidas. No se embellece como los cosméticos, pero sí que embellece nuestras relaciones humanas, nuestra relación con la vida, con la vida y con la muerte, nuestra relación de unos con otros, nuestra relación con la eternidad, con Dios. Y puesto que además la mayoría sois adultos, yo creo que vosotros os dais mucha cuenta de esto: de que tenemos necesidad de Dios.

Y en los momentos que vivimos yo creo que esa necesidad se hace más patente. Hubo un tiempo en España en que pensábamos que la felicidad nos la iba a traer la democracia. La democracia ha traído cosas muy buenas. Y no tengo ningún recelo contra esas cosas buenas, ni ninguna añoranza de tiempos pasados, sólo que la democracia no nos da lo que necesitamos en lo más profundo de nuestro corazón. ¿El desarrollo económico? También es una cosa buena, pero nos habíamos creído que el desarrollo económico iba a ser una cosa que no se acababa nunca y que siempre iba a ser a más, a más y a más. Y hoy sabemos perfectamente que el desarrollo tiene fases de crecimiento y fases de implosión, y que mantenerlo siempre en crecimiento es absolutamente imposible; y que al final, si hubiera que mantenerlo en crecimiento, sería a costa de nuestras vidas, de sufrimiento, de muchas cosas, que nadie estaríamos dispuestos a pagar por ese desarrollo.

Tenemos todo eso, y ¿qué nos falta? (…) Dios. Dios nos toca a nosotros a través de Su Iglesia, en esta familia grande a la que yo tengo el gozo de pertenecer y que es una cosa preciosa. A lo mejor, no os habéis fijado mucho en la Segunda Lectura, que decía: “Una ciudad bellísima que bajaba del Cielo, adornada como una novia para su esposo”. Y la descripción sigue diciendo que la ciudad era de oro, que no tenía santuarios siquiera porque no hacía falta, no tenía luz ni lámparas, porque el Señor era su santuario. ¿Qué ciudad es esa? Sois vosotros. Es la Iglesia de Dios. Pero la Iglesia de Dios no son los curas, o la hermana que tenemos aquí; sois vosotros, es este Pueblo santo, Esposa de Jesucristo, que es lo más bello que hay en la tierra. Que todos somos torpes, que metemos la pata, que nos equivocamos mil veces, pero nunca deja de haber santidad en medio de nosotros y a través de esa santidad, de personas de fe, sencillas, que no tienen que haber hecho estudios para ser santo (ni faltan, ni hacen falta, ni sobran los estudios…). Quiero decir que la santidad es otra cosa: es la certeza de la Compañía del Señor, del Amor del Señor, de que el Señor es fiel y no nos abandona; de que está no sólo junto a nosotros, sino en nosotros, dentro de nosotros, al lado nuestro, alrededor nuestro en todas las cosas, todo lo que existe, … y los amigos que me pone, las personas buenas que me pone cerca, las ayudas que me da, los sufrimientos que me suceden, no porque los sufrimientos sean un bien, que no lo son nunca, sino porque vivir los sufrimientos al lado de Cristo le hace a uno entender la vida de una manera con tanta profundidad, con tanta riqueza, que no lo cambia uno por nada. No es el sufrimiento lo que uno no cambiaría por nada. Claro que le gustaría a uno no tenerlo, pero no tiene nada que ver sufrir sin el Señor.

La mayoría de los que estáis aquí, menos los niños, habéis vivido ya muertes de familiares vuestros. Cuando nos falta la fe ante la muerte se queda uno sin palabras. Sin palabras. Y lo único que trata uno de hacer, o que puede uno intentar hacer es olvidarla. Cuando uno tiene al Señor, la muerte -me atrevería a decir- ni siquiera es especialmente triste. Duele, claro que duele, llora uno la ausencia de un ser querido, pero, al mismo tiempo, le puedes decir “adiós”, “hasta pronto”, “dentro de nada nos volvemos a ver”, “nos encontramos”. La muerte no tiene la última palabra sobre nosotros. Para lo que hemos sido creados es para el Señor, para el Amor infinito de Dios. Y eso nos tendría que ser hoy más fácil de comprender a nosotros que le era comprender a la gente del tiempo de Jesús.

Hoy nosotros sabemos que hay estrellas que nos parecen a nosotros estrellas y que son galaxias. Y galaxia significa miles de millones de estrellas muy juntas, que a nosotros nos parecen tan juntas, que nos parecen una sola estrella. Y sin embargo, la Vía Láctea es la galaxia de la que nosotros formamos parte (…). El universo es como si fueran átomos. Y yo digo: a los ojos de Dios, eso que a nosotros nos parece tan grande seguro que es como a nosotros nos parece el dibujo de un átomo en un libro de Ciencias Naturales de la escuela, igual de pequeño.

Hemos sido creados para Dios. Nuestro corazón es infinitamente más grande que todas esas distancias, y es terrible no darnos cuenta del amor infinito que está en el origen de nuestra vida, que nos acompaña a lo largo de toda nuestra vida y que no nos faltará jamás. Y que ése es nuestro horizonte, ésa es nuestra meta, no el morir. Pasaremos por la muerte, pero no es muy importante. Lo importante es que nosotros hemos nacido para el Cielo, hemos nacido para Dios y Dios no nos va a abandonar nunca.

Eso es lo que celebramos en un bautizo. El Hijo de Dios derramó Su Sangre por cada uno de nosotros y en Su muerte nos dio un amor eterno, y un amor infinito, que no tiene que ver con nuestro méritos; que ninguno tenemos méritos como para que Dios nos ame con un amor infinito. Pero Dios es Amor. No sabe hacer otra cosa que amar. Eso es lo que Jesucristo nos ha revelado. Ni sabe, ni puede hacer otra cosa más que quiere. Él nos ha dicho que nos quiere y ha dado Su Vida por nosotros. Y Dios mío, nosotros empezamos a participar de esa vida en el Bautismo, por el que nos unimos a Su muerte y a Su Resurrección. Él se une a nosotros. Él, muerto y resucitado, vivo y vencedor de la muerte, se une a nosotros, para caminar con nosotros en el camino de la vida. Y en la Confirmación, no venís vosotros a confirmar que de ahora en adelante vais a ser mucho más buenos, no. Si lo pensáis así, vuestra alegría sería con la boca “chica” (…). Claro que no, no los podríais decir (…). Eso es lo que valen nuestro propósitos: valen poquito. Y la alegría que podríamos tener si es que pensáramos que venimos aquí a hacer el propósito en público y delante del obispo de que íbamos a ser muy buenos, sería una alegría pequeñita. Nuestra alegría esta tarde no es ésa; es que Jesucristo, que nos conoce mejor que nosotros mismos, que conoce nuestros defectos, nuestros límites, que conoce todo, confirma la Alianza de amor eterno que ha hecho con nosotros en la cruz.

Y la Confirmación es como un “segundo sello”. Los primeros cristianos llamaban al Bautismo “el sello”: era el sello que Jesús ponía a la Alianza de amor que hizo en la cruz con nosotros. Y la Confirmación es el “segundo sello” (…), por el que el Señor ratifica Su amor por vosotros. Y eso sí que lo podemos celebrar con la boca grande, con todo el corazón.

Señor, Tú nos das Tu amor; nos conoces, nos conoces mejor que nos conocemos a nosotros, y nos dices “Te quiero, como el día que te imaginé, antes de crearte, te quiero como te he querido desde toda la eternidad. Y no te quiero en función de las cualidades o de los defectos que tengas. Te quiero porque te quiero. Te quiero porque eres mi hijo o mi hija, y no podré dejar de quererte. He dado para tu vida a Mi Hijo, para que tú puedas vivir como un hijo, como una hija mía, en la libertad gloriosa de los hijos de Dios”. Y eso es lo que celebramos.

Sólo os pido que no despreciéis la pequeñez de los gestos. Yo sé que es muy pequeño hacer una oración con las manos extendidas y haceros la señal de la cruz en la frente con el óleo consagrado, pero acordaros de la caja de cerillas con el mechón de pelo. Por esos gestos pequeños pasa el Amor infinito del Señor por cada uno de vosotros. Y eso es lo que celebramos.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

25 de mayo de 2019
Iglesia Mayor de La Encarnación (Loja)