Fecha de publicación: 26 de mayo de 2022

Nació en Quito (Ecuador) en 1618. Desde los cuatro años quedó huérfana de padre y madre y al cuidado de su hermana mayor y de su cuñado, quienes la quisieron como a una hija. Desde muy pequeñita demostró una gran inclinación hacia la piedad y un enorme aprecio por la pureza y por la caridad hacia los pobres. Ya a los siete años invitaba a sus sobrinas, que eran casi de su misma edad, a rezar el rosario y a hacer el viacrucis.

Se aprendió el catecismo de tal manera bien que a los ocho años fue admitida a hacer la Primera Comunión. El sacerdote que le hizo el examen de religión se quedó admirado de lo bien que esta niña comprendía las verdades del catecismo. Al escuchar un sermón acerca de la cantidad tan grande de gente que todavía no logró recibir el mensaje de la religión de Cristo, dispuso irse con un grupo de compañeritas a evangelizar paganos. Por el camino las devolvieron a sus casas porque no se daban cuenta de lo grave que era la determinación que habían tomado. Otro día se propuso irse con otras niñas a una montaña a vivir como anacoretas dedicadas al ayuno y a la oración. Afortunadamente un toro muy bravo las devolvió corriendo a la ciudad. Entonces su cuñado al darse cuenta de los grandes deseos de santidad y oración que esta niña tenía trató de obtener que la recibieran en una comunidad de religiosas. Pero las dos veces que trató de entrar de religiosa, se presentaron contrariedades imprevistas que no le permitieron estar en el convento. Entonces ella se dio cuenta de que Dios la quería santificar quedándose en el mundo.

Se construyó en el solar de la casa de su hermana una habitación separada, y allí se dedicó a rezar, a meditar, y a hacer penitencia. Había aprendido música y tocaba hermosamente la guitarra y el piano. Su día lo repartía entre la oración, la meditación, la lectura de libros religiosos, la música, el canto y los trabajos manuales. Su meditación preferida era pensar en la Pasión y Muerte de Jesús.

En el templo de los Padres Jesuitas encontró un santo sacerdote que hizo de director espiritual y le enseñó el método de San Ignacio de Loyola, que consiste en examinarse tres veces por día la conciencia. Para recordar frecuentemente que iba a morir y que tendría que rendir cuentas a Dios, se consiguió un ataúd y en el dormía varias noches cada semana. Y el tiempo restante lo tenía lleno de almohadas que semejaban un cadáver para recordar lo que le esperaba al final de la vida.

María recibió de Dios el don de consejo y así sucedía que los consejos que ella daba a las personas les hacían inmenso bien. También le dio a conocer Nuestro Señor varios hechos que iban a suceder en lo futuro, y así como ella los anunció, así sucedieron (incluyendo la fecha de su muerte, que según anunció sería un viernes 26). Tenía un don especial para poner paz entre los que se peleaban y para lograr que ciertos pecadores dejaran su vida de pecado. A un sacerdote muy sabio pero muy vanidoso le dijo después de un brillantísimo sermón: “Mire Padre, que Dios lo envió a recoger almas para el cielo, y no a recoger aplausos de este suelo”. Y el padrecito dejó de buscar la estimación al predicar.
En una enfermedad le sacaron sangre y la muchacha de servicio echó en una matera la sangre que le habían sacado a Mariana, y en esa matera nació una bellísima azucena. Con esa flor la pintan a ella en sus cuadros. Y azucena de pureza fue esta santa durante toda su vida.

Sucedieron en Quito unos terribles terremotos que destruían casas y ocasionaban muchas muertes. Un padre jesuita dijo en un sermón: – “Dios mío: yo te ofrezco mi vida para que se acaben los terremotos”. Pero Mariana exclamó: – “No, señor. La vida de este sacerdote es necesaria para salvar muchas almas. En cambio yo no soy necesaria. Te ofrezco mi vida para que cesen estos terremotos”. La gente se admiró de esto. Y aquella misma mañana al salir del templo ella empezó a sentirse muy enferma. Pero desde esa mañana ya no se repitieron los terremotos. Una terrible epidemia estaba causando la muerte de centenares de personas en Quito. Mariana ofreció su vida y todos sus dolores para que cesara la epidemia. Y desde el día en que hizo ese ofrecimiento ya no murió más gente de ese mal allí.

Por eso el Congreso del Ecuador le dio en el año 1946 el título de “Heroína de la Patria”. Acompañada por tres padres jesuitas murió santamente el viernes 26 de mayo de 1645. Su entierro fue una inmensa ovación de toda la ciudad.