Nació el 25 de marzo, día de la Anunciación, en la ciudad de Siena durante el año 1347. Nació junto a su hermana gemela, Giovanna, precedida de otros veintidós hermanos en el seno de un hogar cristiano.

Parece que fue con 6 año que tuvo una visión sobrenatural. Su carácter cambió y parece que, ante un altar, tomó la resolución de no tener más esposo que a Jesucristo. En aquella época, una niña de 12 años ya empezaba a tener que preocuparse de su porvenir. En esa preparación para buscarle marido, empezó a sufrir un tiempo de presión familiar, ante el cual accedió por un tiempo. Se dejó aconsejar de su hermana mayor, Buenaventura, que le indujo a realzar con maquillaje su belleza natural y a ser complaciente.

La repentina muerte de su hermana la llevó de nuevo hacia Dios. Esto la conduce a ser perseguida, haciéndole estar en casa como si fuese una sirvienta, encerrándola en una habitación. Ella ya habla de “celda interior” en su conocimiento de sí y de su trato con el Señor. Fue el inicio de una verdadera ascesis hacia la vida mística.

Con 17 años logra entrar a formar parte de las hermanas de la Penitencia de Santo Domingo, que vivían una vida espiritual y de entrega a Jesucristo en los pobres y enfermos. Allí eleva aun más su vida espiritual, en la que se combina la mortificación exterior e interior. Sus escritos nos detallan los pormenores de los combates y tentaciones sutiles que tiene frente a los momentos de dulce encuentro con Jesucristo. Cristo fue para ella como el esposo, con quien vive una relación de intimidad, de comunión y de fidelidad. Él es el bien amado sobre todo bien.

Se desplegó en caridad heroica durante la terrible peste negra que asoló Europa en Siena. Recibió en Pisa los estigmas de Jesucristo. Movida por su implacable anhelo de servicio de la Iglesia y rogada por la ciudad de Florencia, que se hallaba castigada con la pena del entredicho por su rebeldía contra el Papa, Catalina emprende en1376 su viaje a la corte pontificia de Aviñón. Estaba íntimamente convencida de que la presencia del Romano Pontífice en su Sede de Roma tenía que contribuir grandemente a la reforma de las costumbres, a la sazón muy relajadas en los fieles, en los religiosos y en el clero alto y bajo, y a la pacificación del hervidero de luchas enconadas de las pequeñas repúblicas que formaban el mosaico político de Italia. Su presencia ante el Papa fue fundamental. La santa de Siena siempre invitó a los ministros sagrados, incluso al Papa, a quien llamaba “dulce Cristo en la tierra”, a ser fieles a sus responsabilidades, impulsada siempre y solamente por su amor profundo y constante a la Iglesia.

De retorno a Siena, sumida el alma en la amargura indecible de los males que agobian a la Santa Iglesia. Las páginas vivas que hoy encontramos en el “Diálogo de la Divina Providencia” contienen el grito inenarrable que compendia toda la existencia y la misión de Catalina, dirigido a Dios: “Por tu gloria, Señor, salva al mundo”. Santa Catalina escribió en él no lo que sabia, sino lo que vivía, lo que era, recogiendo una serie de experiencias místicas que se habrían perdido definitivamente para nosotros si, de modo providencial, no hubieran encontrado el eco cálido en las páginas del Diálogo.

En los primeros meses del año 1380, escribe anticipando su muerte: “Cerca de las nueve, cuando salgo de oír misa, veríais andar una muerta camino de San Pedro y entrar de nuevo a trabajar en la nave de la Santa Iglesia. Allí me estoy hasta cerca de la hora de vísperas. No quisiera moverme de allí ni de día ni de noche, hasta ver a este pueblo sumiso y afianzado en la obediencia de su Padre, el Papa”. Allí, arrodillada, en un éxtasis de sufrimiento interior y de súplica, se siente aplastada por el peso de la navicella, la nave de la Iglesia, que Dios le hace sentir gravitar sobre sus hombros frágiles de pobre mujer.

Cerca de la iglesia y del convento de los padres dominicos de Santa María de la Minerva, en la Vía di Papa, dicta sus últimas cartas-testamento, desbordantes de ternura y de firmeza. Rodeada de muchos de sus discípulos y seguidores, consumida hasta el agotamiento y el dolor por la enfermedad, ofrendaba el supremo holocausto de una vida consagrada íntegramente a Dios y a la Santa Iglesia. Murió el 29 de abril, domingo antes de la Ascensión del Señor, del año 1380.