Nació en Ravena, hacia la mitad del siglo X, hijo de los duques de Ravena que gobernaban la ciudad. No fue educado en la fe de joven y vivió una vida propia del mundo. Un episodio marcó su vida y fue cuando su padre le llevó a ser testigo de una batida en duelo con otro miembro de familia. Su padre lo mató y San Romualdo quedó tan impresionado, que acabó escapando horrorizado a un monasterio cercano.

Allí encontró la fe y permaneció por tres años, creciendo en vida de oración, austeridad y fervor. El superior de aquella orden que había acogido al joven Romualdo, temía que el padre fuese a vengarse por ver que su hijo quería entregarse a la vida religiosa. Al final, el problema se saldó gracias a la mediación del Arzobispo.

Romualdo se vio obligado a salir de aquel monasterio, pues la convivencia con los monjes le era propicia. Acabó topándose con un ermitaño lacónico y áspero llamado Marino. En su compañía logró crecer en su vida de fe y de penitencia. Juntos lograron mover el corazón del jefe militar del ducado de Venecia -que llegó a ser un gran santo: San Pedro Urseolo-, e incluso la del padre de Romualdo, que acabó movido al arrepentimiento y retirado a un convento hasta su muerte.

El corazón de Romualdo clamaba por el anuncio del Evangelio, y se veía predicando con ardor a Jesús. El Papa le dio permiso para partir de misión a Hungría, pero cada vez que lo intentaba caía enfermo. Esta circunstancia le hizo pensar que ésta no era la voluntad del Padre Celestial.

Luego, el santo permaneció por años en compañía de un santo ermitaño, quien veló por la total conversión y formación de San Romualdo, de manera que éste pudiese predicar con ardor y corazón a Jesús. Justamente, el anuncio del evangelio fue uno de sus más grande sueños, y contando con el permiso del Papa, decidió partir a Hungría para iniciar su misión evangelizadora. Sin embargo, una terrible enfermedad impidió su viaje, y San Romualdo, que siempre estuvo atento a las señales de Dios, se dio cuenta que el Padre Celestial no lo quería para esa misión.

Fue en esa época cuando San Romualdo se vio asolado por muchas tentaciones que le hicieron purificar su vida de fe. La imaginación le presentaba con toda viveza los más sensuales gozos del mundo, invitándolo a dejar esa vida de sacrificio y a dedicarse a gozar de los placeres mundanos. Luego el diablo le traía las molestas y desanimadoras tentaciones de desaliento, haciéndole ver que toda esa vida de oración, silencio y penitencia, era una inutilidad que de nada le iba a servir. Por la noche, con imágenes feas y espantosas, el enemigo del alma se esforzaba por obtener que no se dedicara más a tan heroica vida de santificación. Pero Romualdo redoblaba sus oraciones, sus meditaciones y penitencias, hasta que al fin un día, en medio de los más horrorosos ataques diabólicos, exclamó emocionado: “Jesús misericordioso, ten compasión de mí”, y al oír esto, el demonio huyó rápidamente y la paz y la tranquilidad volvieron al alma del santo.

Después de muchos sufrimientos y rechazos a manos de otros monjes, el año 1012 fundó una nueva comunidad a la que llamó “Camaldulenses”, nombre que tomaron del benefactor que les regaló las tierras y se llamaba Málduli. La novedad de esta congregación, inspirada en la regla de San Benito, era la mezcla de la vida eremítica con la cenobítica. Este fue el principal monasterio de los muchos que fundó por toda Italia.

Tuvo varias visiones, como un sueño en el que vio unos monjes que subía por una escalera al Cielo vestidos con hábito blanco, que le llevó a que su orden vistiese de ese color, o el de su propia muerte, que ocurrió durante uno de sus viajes. Exhausto, murió solo en su celda en el monasterio de Val-di-Castro, el 19 de junio del año 1027.