San Gerardo nació a fines del siglo IX, en las cercanías de Namur, Bélgica. Su bondad innata le ganó la estima y el afecto de cuantos le conocieron. Por otra parte, su virtud tenía la elegancia y el encanto de la cortesía y de la munificencia. Un día, al volver de caza, en tanto que sus compañeros descansaban un poco, Gerardo se retiró furtivamente a una capillita de Brogne, que estaba en sus posesiones, y permaneció allí largo rato en oración. En esa ocupación encontró tal dulcedumbre, que hubo de hacerse violencia para volver a donde estaban sus compañeros. Mientras caminaba, se decía: «¡Cuán felices deben ser quienes no tienen otra obligación que alabar al Señor día y noche y viven siempre en su presencia!» La gran obra de su vida consistió, precisamente, en procurar a otros esa felicidad y en hacer que elevasen incesantemente el tributo de su oración a la infinita majestad de Dios. Según cuenta la leyenda, san Gerardo tuvo una visión en la que san Pedro le ordenó que llevase a Brogne las reliquias de san Eugenio, compañero de san Dionisio de París. Los monjes de Saint-Denis le regalaron las presuntas reliquias del mencionado mártir y san Gerardo las depositó en un relicario en Brogne. Algunos aprovecharon la ocasión para acusarle ante el obispo de promover el culto de reliquias de antenticidad dudosa, pero las de san Eugenio obraron un milagro para disipar las dudas del obispo. Algún tiempo después, san Gerardo abrazó la vida religiosa en la abadía de Saint-Denis.

Una vez hecha su profesión, el santo se entregó totalmente a la práctica heroica de las virtudes. Al cabo de algún tiempo, recibió las sagradas órdenes, por más que su humildad se oponía a ello. El año 919, tras haber pasado once en la abadía, obtuvo permiso para ir a fundar un monasterio en Brogne. Así lo hizo, en efecto, pero, viendo que las obligaciones del superior de una comunidad numerosa se prestaban poco para la vida de recogimiento a la que él aspiraba, se construyó una celda en las proximidades de la iglesia y vivió recluido en ella. Algún tiempo después, Dios le llamó nuevamente a la vida activa, de suerte que Gerardo se vio obligado a emprender la reforma de la abadía de Saint-Ghislain, que distaba unos diez kilómetros de Mons. Impuso a los monjes la regla de San Benito y la más admirable disciplina. Los religiosos tenían la costumbre de pasear en procesión por los diversos pueblos las reliquias de su santo fundador a fin de recoger dinero que empleaban para malos fines. San Gerardo desempeñó el difícil oficio de reformador con tanto tino, que el conde de Flandes, Arnulfo, a quien el santo había curado de una enfermedad de la vesícula y había convertido a mejor vida, le confió la inspección y reforma de todos los monasterios de Flandes. En el curso de los siguientes veinte años, San Gerardo restableció la estricta observancia en numerosos monasterios, incluso en algunos de Normandía, siguiendo las líneas de la reforma de San Benito de Aniane.

Aunque San Gerardo se hizo famoso como reformador de la disciplina monástica, no todos los monjes se plegaban fácilmente a sus deseos; por ejemplo, los de Saint-Bertin prefirieron emigrar a Inglaterra antes que aceptar la austera observancia que el santo quería imponerles. El rey Edmundo los acogió amablemente el año 944 y les dio asilo en la abadía de Bath. Las fatigas de su cargo no impedían a san Gerardo practicar toda clase de austeridades y vivir en estrecha unión con Dios. Al cabo de veinte años de infatigable reforma, sintiéndose ya achacoso, el santo visitó por última vez todos los monasterios que tenía bajo su dirección. Una vez terminada la visita, se encerró en su antigua celda de Brogne para prepararse a la muerte. Dios le llamó a recibir el premio de sus trabajos el 3 de octubre del año 959.