Fecha de publicación: 2 de diciembre de 2020

Nació en Navarra, en su Castillo de Javier, en el año. 1506. Su familia le mandó a estudiar a París, para hacer de él un personaje importante de la nobleza española. Nadie sospechó que la grandeza a la que se abrió después, sería de otra naturaleza.

En la Sorbona, a la que llegó con 19 años, conoció a San Ignacio de Loyola. De sus coloquios y amistad nacería un cambio de vida sorprendente, que empezó en el corazón de Francisco Javier, al darse cuenta de que vanos son los honores de este mundo y mil veces más correspondientes las grandezas de Dios. Le tocó hondo la frase del Evangelio: “Javier, de qué te sirve ganar el mundo si pierdes tu alma”.

Fue uno de los pilares de la naciente Compañía de Jesús, que fue aprobada en Roma por el Papa Pablo III. En ese viaje se ordenó sacerdote y fue el elegido por San Ignacio para propagar la fe fuera del continente europeo. Y resulta que se reveló como un gran misionero.

En 1541, con 35 años, parte desde Lisboa hacia Goa (India), donde comenzará la parte más importante de su vida: la de misionero. Sus primeros años los pasó atendiendo una leprosería. En 1544 parte rumbo a Malasia donde misionará durante seis meses. Solía adaptar las verdades de fe a la música popular, método que tuvo gran éxito.

En estos viajes dedicaba las noches a la oración y, si no lograba dormir, pasaba horas recostado junto al sagrario. Su único equipaje eran su libro de oraciones y su incansable ánimo para enseñar, curar a enfermos, aprender idiomas extraños y bautizar conversos por millares. Se ha recordado lo dolido que tenía los brazos de poder bautizar, porque lo hacía por cientos, en aquellas tierras lejanas.

Después de volver a pasar por la India, viaja a Japón en 1545. De nuevo, aprende el idioma para adaptarse a la cultura y traduce del japonés una exposición de la fe que ayudaba en sus predicaciones. Volviendo a pasar por la India, empieza a preparar su viaje a China pero cae gravemente enfermo.

Murió el 3 de diciembre de 1552, a los 46 años, habiendo recorrido más de 120.000 kilómetros, como tres veces la vuelta a la tierra, conquistando corazones para Dios. Se decía que durante sus viajes llevaba escritos en un papel las firmas de los primeros siete de la Compañía de Jesús.