Nació en Aix-en-Provence y se llamaba Carlos José Eugenio. Su familia era creyente, noble y burguesa de juristas. Su padre era el presidente del Tribunal de Cuentas de Aix. Fue testigo de los estragos que causó la Revolución francesa en la religión y en su familia, pues tuvo que abandonar su patria y marchar a Niza, todavía en poder de los Saboya, después marchó a estudiar al Real Colegio de los Nobles. En 1794, la familia se trasladó a Venecia, donde Eugenio pasó tres años y medio de la penuria y además tuvo que ver el divorcio de sus padres.

En 1797 partió con su padre y dos tíos hacia Nápoles donde pasó un año, y después se trasladó a Palermo, Sicilia, donde vivió hasta bien entrado en 1802. La situación de la familia mejoró gracias a la pensión otorgada por la reina María Carolina. Eugenio frecuentó los ambientes de la alta sociedad siciliana, pero permaneció fiel a sus prácticas religiosas. Su madre le llamó a Aix, para que se casara con una joven, que pronto murió de tisis. De regreso a Francia, con 20 años, tomó conciencia de la desolación de la Iglesia: “La Iglesia, Esposa de Cristo, por la cual derramó su sangre, se encuentra atrozmente abandonada”. Esta preocupación fue tan intensa que en 1807 decidió dedicarse por entero al apostolado. Contra los deseos de su madre, ingresó en el seminario de San Sulpicio de París y fue ordenado sacerdote en Amiens en 1811.

De regreso a su ciudad natal trabajó en los sectores de marginación: analfabetos, mendigos y jóvenes, pero entendió que esto no podía hacerlo sólo y por ello reunió en torno así a un grupo de personas con los mismos ideales, así nació primero la Congregación de Jóvenes Cristianos de Aix, bajo la advocación de María y se entregó a las misiones populares en las aldeas vecinas. En 1814, fue nombrado capellán de los presos y contrajo el tifus, enfermedad de la que estuvo a punto de morir.

En 1816, junto con un grupo de sacerdotes empezó la Sociedad de los Misioneros de Provenza y de aquí nació la futura Congregación de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada (1826), que sería aprobada en 1836. De 1927 a 1836 se sucedieron pruebas: divisiones, defecciones, muertes, pérdida temporal de la ciudadanía francesa e incluso recelos de la Santa Sede. Los efectos inmediatos, además de una enfermedad personal seria, momentos de desaliento y depresión. Experimentó el precio de entregarse al Señor y de servir a la Iglesia. Se sintió profundamente herido, pero salió de ahí más humilde, más comprensivo frente a los demás, más fortalecido en su amor y en su fe.

Fue nombrado obispo de Marsella, que sirvió con gran celo pastoral durante 25 años hasta su muerte en esta ciudad, con 80 años de edad. Su nombramiento se debió a que su tío, Carlos Fortunato de Mazenod, era obispo de Marsella, y como tenía muchos años, pidió ayuda a su sobrino, nombrándolo vicario general, después será ordenado obispo en 1832 y sucederá a su tío en 1837, y después de vencer la resistencia del gobierno francés, pudo tomar posesión de su sede, aunque en el intervalo fue expulsado de Marsella, durante algunos años. Como obispo, multiplicó las parroquias, las asociaciones, los movimientos, animó a la fundación de institutos religiosos. Construyó la nueva catedral de Marsella.

A sus oblatos, antes de morir les dijo: “Practicad entre vosotros la caridad, la caridad, la caridad; y fuera, el celo por la salvación de las almas”. Fue canonizado por san Juan Pablo II el 3 de diciembre de 1995.