La gran fe de que dio testimonio no era obra de la casualidad, sino de una historia. Era hijo de una familia coreana que había sido ya cruelmente perseguida por querer vivir y predicar la fe. Tanto su padre como su hermana fueron martirizados por no abjurar de la verdad radicada en Cristo.

Siendo un sencillo catequista, dio testimonio de que la gracia vale más que la vida. Arriesgo la suya propia, realizando largos viajes para conseguir la llegaran de misioneros a Corea. Era algo necesario, pues el país coreano tenía miles de fieles que practicaban su fe dentro de un contexto de persecución y desprovista de sacerdotes que pudiesen bautizar.

Carlos Hyon fue quien acompañó a San Andrés Kim, primer sacerdote de la historia de Corea, a su ordenación en Shangai. Volviendo con él a Seúl, puso su nombre en la habitación en la se alojó con este presbítero, consciente del riesgo que suponía para su vida.

Fue arrestado hacia 1846 por las autoridades del país, junto a otras cuatro cristianas. Durante sus días en prisión, no dejó de exhortar a sus hermanos para soportar los tormentos por amor al Señor, confiando en su amor.

Tenía 50 años cuando fue decapitado. Forma parte del numeroso grupo de mártires coreanos canonizados por San Juan Pablo II en 1984.