Fecha de publicación: 18 de abril de 2019

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
queridos, muy queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos religiosos, religiosas, consagrados;
hermanos y amigos:

¡Dichosa tú, Iglesia! Esta frase resumiría el sentido de la liturgia que estamos celebrando, que estamos iniciando. ¡Dichosa tú, Iglesia! Porque está en medio de ti el Santo de Israel; dichosa tú, Iglesia, porque el que es la fuente de toda vida, el que es la fuente de toda plenitud, de toda alegría verdadera, de la gratitud, del gozo, de la gracia, de la esperanza, está en medio de nosotros, está con nosotros, vive en nosotros. Pueblo de profetas, de sacerdotes y de reyes.

Pueblo de profetas porque, aunque vivamos de acuerdo con nuestro bautismo, somos hijos de Dios, y en nuestra mirada y en nuestro rostro debería resplandecer el rostro de Cristo, sólo por el hecho de ser bautizados. Cuando el Concilio Vaticano II hablaba del ateísmo contemporáneo, la única razón que él da es que aquellos que nos decimos creyentes hemos velado más que revelado el rostro de Cristo. En todos nosotros tiene que resplandecer la vida nueva que brota del Misterio Pascual que estamos comenzando a celebrar justo con esta liturgia.

Pueblo de sacerdotes porque no es que tengamos que recurrir a mediadores y a procedimientos complejos para acercarnos a Dios que estaría lejos de nosotros. El mismo Dios habita en nuestra carne y en la medida en que vivimos en la fe y en la comunión de la Iglesia somos miembros del Cuerpo de Cristo, el Hijo de Dios. Llevamos en nosotros la vida divina. Claro que inmediatamente surge la pregunta: ¿podrá el mundo reconocer esta vida? Porque ése es el único apostolado, ésa es la única verdadera misión. Siempre me ha llamado la atención que en los primeros siglos los cristianos no se preocupaban especialmente de “misionar” en el sentido moderno de la palabra, de ir detrás de la gente buscando hacer prosélitos. Sucedía una y otra, y mil veces. Que el mundo los veía y sentía el atractivo de una vida en la que era posible… -hubo pecados desde el primer momento, no nos vamos a engañar y los Hechos de los Apóstoles dan cuenta de ello-, pero uno podía reconocer que en ese pueblo vivía el Espíritu Santo de Dios. Pueblo de sacerdotes significa eso: que somos hijos libres de Dios sostenidos por su Espíritu.

Y pueblo de reyes. Pueblo de reyes porque Jesucristo por el don de su vida en la Encarnación, que es donde la da: “Me hiciste un cuerpo y aquí estoy para hacer tu Voluntad”. Luego su Voluntad le llevó a la Pasión, a la Cruz, a las incomprensiones, a las traiciones, a las mentiras, pero el gesto de la Encarnación es el gesto primero de donación del Hijo de Dios a los hombres y mediante su humillación hasta la cruz ha alcanzado el nombre sobre todo nombre. Señor y Rey del universo, de toda la creación, centro de la historia y del cosmos. Y nosotros, que participamos de Su Vida, que estamos unidos a Él no por nuestras cualidades ni por nuestras virtudes, sino que estamos unidos a Él por Su Gracia, que nos ha incorporado a Su Cuerpo, somos, claro que sí, portadores de ese Espíritu, que es el alma de la Iglesia. El cuerpo de la Iglesia es nuestra humanidad, con defectos, con límites, con pobrezas. El alma de la Iglesia es el Espíritu de Dios.
Señor, ¡dichosa tú, Iglesia!, ¡dichosos nosotros! Porque hemos recibido ese inmenso don de la vida divina, que brota del costado abierto de Cristo.

Los tres días del Triduo Pascual son como una realidad que sería inseparable; que no se puede vivir una sin vivir las otras, como tantas cosas en las paradojas del misterio cristiano y en las paradojas de la vida humana. No se puede vivir muy bien una cosa y vivir muy mal otra. El Jueves Santo no tiene ningún sentido si no fuera por el Domingo de Resurrección y si no fuera por el Viernes Santo. Y a la vez, el Viernes Santo no tendría ningún sentido si no hubiera el Jueves Santo. No pasaría de ser la historia de una muerte en la que resplandecen ciertamente cualidades sobrecogedoras que le permitieron a un hombre que estaba sufriendo el mismo suplicio como el buen ladrón, o al centurión, que era un pagano, reconocer que allí estaba el Hijo de Dios; que aquel hombre era justo; que aquel hombre era inocente. Cómo sería Tu muerte, Señor, para que gente tan lejana pudiera, sin embargo, reconocer la Obra de Dios en Ti.

¿Qué es lo que celebramos el Jueves Santo? Sencillamente, la permanencia de Cristo en la historia. La prolongación de Cristo en la historia, en la historia de este Pueblo que es la Iglesia. Con muchas heridas, poned todas las que queráis. Y vivimos en un momento en el que, además, los medios de comunicación, o muchos medios de comunicación, disfrutan “regodeándose” en la sangre de esas heridas. Y sin embargo, en medio de todas las heridas resplandece la Gloria de Dios, porque el Señor es fiel.

Hemos cantado “Pueblo de reyes” y no me aparto del sentido del Jueves Santo si insisto en un punto queridísimo para el Papa Francisco: la Iglesia es un pueblo. El cristianismo no es una suma de individuos que tienen determinadas cualidades, o incluso virtudes (o valores, menos todavía), y que juntos forman un grupo que se han unido ellos libremente. El Cristianismo es un cuerpo: es el Cuerpo de Cristo. Y leed de nuevo los pasajes de San Pablo en los que él habla de ese cuerpo y cómo unos miembros no pueden prescindir de otros, y cómo es un cuerpo estructurado y ese cuerpo tiene una cabeza, y esa cabeza es el Sucesor de Pedro, vínculo de la verdad y de la unidad para todos. Y esa cabeza está en cada Iglesia particular, el obispo que la Misericordia del Señor ha proveído para esa comunidad cristiana. No hay otra.

Dios mío, soy un pobre hombre que necesito de vuestra oración, necesito de vuestra misericordia muchas veces, pero soy aquél a quien el Señor ha querido hacer el instrumento para que a través de él llegue la verdad y la comunión a todo el pueblo cristiano. Yo sé que en el mundo en el que estamos hay mil tendencias centrífugas que tienden a crecer como crecen a veces los parásitos en los árboles, a fabricar Iglesias particulares, privadas, como que no dependieran de esa realidad que es la sucesión apostólica según el designio y la enseñanza de la Iglesia. Desconfiad siempre de eso. Quien es de Cristo pertenece a su Pueblo. Ser cristiano es pertenecer a ese Pueblo. Y es en ese Pueblo donde florece la santidad, no las virtudes de los hombres, que pueden ser sólo virtudes humanas o cualidades humanas. Así entiende la gente muchas veces. Como vivimos en un mundo tan individualista y nosotros mismos estamos contaminados por él… Pero no se trata de que la gente cante a nuestras virtudes. Se trata de que la gente dé gloria a Jesucristo, el único nombre que se nos ha dado bajo el cielo por el que podamos ser salvos. Y eso está vinculado a la comunión, a la comunión eclesial. Que le debíamos pedir al Señor que podamos vivirla con una exquisitez sencilla, humilde, para que tenga el sello de marca que le puso el Señor.

Suele pensarse que este día celebramos de una manera especial el sacerdocio. Claro, el sacerdocio, y la Eucaristía, y los sacramentos. Celebramos ante todo la sacramentalidad de la Iglesia. Quienes me habéis oído con más frecuencia sabéis que yo empiezo siempre las homilías diciendo “Querida Iglesia del Señor”. Sigo con ello sencillamente el orden de la “Lumen Gentium”, del documento central y más clave del Concilio. Primero viene la Iglesia y su vocación a la santidad, después vienen los ministerios diversos. Nosotros somos servidores, como el Señor, de esa Iglesia. Y las Lecturas de hoy nos muestran sencillamente cómo es ese servicio. No es el de ser
-está en el Nuevo Testamento- como propietarios de un cortijo o como dueños de una porción del rebaño de Dios o de la familia de Dios. Es servidores de la santidad de ese Pueblo, que resplandece de mil maneras. Si uno tiene ojos para verlo, uno da gracias a Dios por esa santidad todos los días. Resplandece entre nosotros. Claro que resplandece entre nosotros. Resplandece en nuestro presbiterio, de muchas maneras. Normalmente, o siempre diría yo, a través de la humildad entregada, de la sencillez que se abandona, que no deja de confiar en el Señor en ningún tipo de circunstancia, que no deja de apoyarse en el Señor en ningún tipo de circunstancia.

En la Liturgia de las Horas, en el oficio de Lecturas de toda estas semanas, estamos leyendo la Carta a los Hebreos. Y el sentido último de la Carta a los Hebreos… La Carta a los Hebreros, lo sabéis, está dirigida a un grupo de sacerdotes judíos, que, probablemente, se sentían decepcionados y, en cierto modo, eran objeto de burla, justamente porque el culto del templo de Jerusalén era un culto asombroso, lleno de trompetas, bellísimo en su exterior y las Eucaristías cristianas seguramente eran una pobreza miserable, en casas, en donde podían ser, a veces al borde de un río, en Roma, todavía en el año 150 se celebraban en las orillas del Tiber. Pero aquellos sacerdotes judíos sentían nostalgia del templo, de la liturgia del antiguo templo y tendían a despreciar la vida que habían recibido. Y el autor de la Carta a los Hebreos, en un lenguaje apropiado a sacerdotes judíos formados, bien formados, es el escrito probablemente más cuidadoso desde el punto de vista de la ley judía del Nuevo Testamento, les les dice que mientras los sacerdotes del Antiguo Testamento hacían lo posible por separarse del pueblo (“cleros”, en hebrero “farás”, de donde viene fariseo), el Señor quiso compartir nuestra carne y nuestra sangre. El Señor se abajó y sólo en virtud de ese don de Sí mismo sin límites –“Con gusto me gastaré y me desgastaré por vosotros, por vuestras almas, por vuestras vidas”-; sólo en ese abajarse adquiere no sólo la autoridad verdadera que es la de ser modelo del rebaño, no hay otra autoridad para el sacerdote, no es quien manda, quien mangonea, quien rige y quien actúa como si fuera dueño del rebaño, no, es el siervo que se entrega para que el rebaño pueda vivir y pueda vivir en la gratitud, vivir contento, dar gloria a Dios, dar gracias, que es la actitud fundamental del cristiano.

El Señor ha querido quedarse en medio de nosotros, ha querido quedarse en la Eucaristía y ha querido quedarse de una forma personal. El “Yo estoy con vosotros hasta el fin de los días” se cumple en cada uno de nosotros, sacerdotes en el Orden y en el ministerio que el Señor ha querido concedernos. Yo sólo os pido que cada vez concibamos más ese sacerdocio como un ministerio, un hacerse menos para que la gloria sea la del Pueblo de Dios, no la nuestra. El buen pastor, el que entra por las puertas y no por las puertas de atrás o saltando las vallas, el que no es ladrón, viene a dar la vida por sus ovejas, a entregarse por ellas.

Y considerad así a la luz de esto vuestro sacerdocio como un privilegio. Claro que es un privilegio. Es un privilegio dar la vida para todo ser humano. Es un privilegio amar hasta dar la vida, que se da de muchas maneras. No sólo en el martirio, aunque principalmente en el martirio. Pero se da de muchas formas: cuando aquello que uno ama ocupa el centro de nuestro corazón, cuando el pueblo que el Señor nos ha confiado…, cuántas veces nos ha dicho el Magisterio de la Iglesia que nuestra santidad está vinculada a la caridad sacerdotal. Esa caridad sacerdotal hace casi olvidar los sacrificios que puede llevar consigo el celibato, que no son muy diferentes de los sacrificios que lleva un matrimonio bien vivido, ni las pruebas son muy distintas. Pero justo poder poner el corazón en la Iglesia de Dios, amarla con un corazón humano que palpita, que sufre, que goza, que se apasiona, que siente los males de la Iglesia como propios, que no echa las culpas al nihilismo, a la ideología de género, al ateísmo, a los políticos, de los males que padecemos, que piensa que el único mal es nuestra poca conversión. El único mal son nuestros pecados.

A veces en ambientes sacerdotales se oye decir que en otros tiempos el sacerdote tenía un papel social y ahora el sacerdote no es nadie, y uno percibe ciertos tonos de nostalgia en esos comentarios o en otros comentarios que no lo dicen explícitamente pero que suponen esa misma manera de pensar. Nunca, probablemente en los últimos veinte siglos de la Iglesia, ha tenido la figura del sacerdote tanta importancia social como la que tiene hoy y tantas posibilidades de ejercer un ministerio de relevancia social absoluta como la que tiene hoy. Porque somos una sociedad deshecha. El Estado moderno atomiza las sociedades, las divide, las fragmenta, lucha con que no haya ningún punto de resistencia, ni siquiera la familia, ni siquiera el matrimonio. Todos nos hemos quejado o hemos oído quejarnos muchas veces de la ausencia del padre como un elemento fundamental de la crisis familiar. Me dejáis decir que justo en ese momento nuestra paternidad sacerdotal, que es muy diferente a la paternidad de un padre de familia, pero no menos verdadera, se convierte en algo esencial para la vida del mundo, para la vida de los matrimonios, de las familias. Pero para la vida del mundo entero. De un mundo falto de referencias, de un mundo en ruinas, literalmente en ruinas. Y sin perspectivas en el horizonte de que las cosas mejoren, sino más bien de que las ruinas se desparramen más, crezcan más. ¿No significa eso, mis queridos hermanos sacerdotes, una llamada a nosotros, a ser esa lucecita pequeña, frágil, con defectos sin duda, con limitaciones de forma de ser, de falta de virtud, de tantas cosas, pero esa lucecita que brilla porque Jesucristo es lo más querido en nosotros, en nuestro corazón de hombres? Porque la Iglesia es el Cuerpo del Señor, y por lo tanto lo más querido en nuestro corazón de hombres. Esa es nuestra paternidad. Y esa es nuestra plena realización humana y nuestra vocación particular en el seno de la Iglesia, en el seno del Pueblo de Dios y al servicio del Pueblo de Dios.

Y cuando vivimos eso, ¿en qué se nota eso? En que un sacerdote genera un pueblo a su alrededor, que es lo que no hay. Hay realidades, sin duda, que ponen de manifiesto cómo se genera un pueblo, las hay en nuestra Iglesia. Pero, ciertamente, en un sacerdote que se entrega, que vive su vida sacerdotal gozosa, disfrutando de su sacerdocio, entregándose a su misión y a su vocación con gusto y con alegría, se genera un pueblo. Un pueblo que no son los monaguillos de ese cura; que no es la mesa camilla donde ese cura le cuidan y le miman. No. Es un pueblo de Dios. Es muy típico, cuando se cambia un sacerdote, normalmente, se ve si predicaba a Jesucristo o se predicaba a sí mismo. Eso se nota enseguida. Cuando predicaba a Jesucristo el pueblo aquel continúa, da gracias, quiere, venera, vivirá toda su vida agradecido a aquel sacerdote que le acercó al Señor. Pero recibe con el mismo afecto al sacerdote que viene. Cuando eso falta… estamos llamados a hacer un pueblo. Del costado abierto de Cristo nace un pueblo, sostenido por los Sacramentos, por el agua y la sangre, por el Bautismo y la Eucaristía. De nuestro costado abierto, de nuestras vidas entregadas tiene que nacer el Pueblo Santo de Dios.

Hay que pedírselo al Señor. Las dos lecturas, la primera y la del Evangelio comenzaban diciendo: “El Espíritu del Señor está sobre mí”. Señor, ¡danos tu Espíritu! Porque lo que Tú más amas en este mundo es ese pueblo que nace de Ti; que es un pueblo nuevo, que vive de una manera nueva, que juzga las cosas de la vida de una forma nueva, que vive y muere de una manera distinta que valora las cosas de este mundo de una forma distinta. ¡Danos tu Espíritu! A todos. Pero cuida especialmente de nuestro sacerdocio, que podamos ser un signo verdadero para el pueblo cristiano de que Tú eres la vida de los hombres, de que Tú eres la esperanza del mundo y de que en Tu Iglesia, pequeño rebaño, minoría insignificante si queréis, está el secreto del futuro. No en las elecciones (dejadme que lo diga con toda claridad). No en las construcciones humanas. No. En ser el pueblo de Dios y en que nosotros, sacerdotes, sepamos servir a ese pueblo según el designio infinito del Amor de Dios a los hombres.

La felicidad no nos la van a dar las construcciones políticas de ninguna clase, ni las que hay ni las que pudiéramos hacer diferentes, ni las que pudieran surgir de otra forma, para nada. Eso casi nunca cambia nada. Sólo el Señor cambia el corazón y convierte nuestro corazón de la avaricia, que dice el Nuevo Testamento que es la fuente de todos los males, a la gratuidad que es el signo, como el sello, como la denominación de origen del cristiano, del pueblo cristiano, y sobre todo del sacerdote. La gratuidad. El don gratuito de sí que no es más que la imitación de Cristo. Que gratuitamente nos entrega su vida divina sin que ninguno jamás la hayamos podido ni siquiera merecer, o ni siquiera pensar que podríamos tener algo así.

Que el Señor nos conceda ese asombro y esa conversión que hagan posible esto que es la Voluntad de Dios, no hay otra. Esta es la voluntad primera, primigenia, la más fundamental. De esto estamos seguros que es la Voluntad de Dios. Que yo tenga salud o no la tenga no lo sé; que me vayan las cosas bien en la vida o no me vayan, no lo sé; que ciertas cosas sucedan como yo he pensando que me gustaría que sucedieran así, pues no lo sé. Pero que seamos quienes somos por el Bautismo y por el Sacramento del Orden; que vivamos en la comunión y en la unidad… ¿No es sorprendente que después de cada consagración en la Eucaristía siempre pidamos que todos aquellos que recibimos el Cuerpo y la Sangre de Cristo formemos en Él un solo cuerpo y un solo espíritu? Lo pedimos porque es Don de Dios. Lo pedimos porque nada tiene tanto interés el Enemigo como que esa unión, esa comunión no se dé en el cuerpo de Cristo. No vamos a dar la entrada, no vamos a consentirlo.

Suplicamos, Señor, de una manera especial al renovar nuestras promesas, que bendigas nuestro ministerio y que bendigas sobre todo a través de ese ministerio a tu Pueblo Santo.

Que así sea para todos.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

18 de abril de 2019
S.I Catedral

Escuchar homilía