Fecha de publicación: 8 de noviembre de 2021

Muy querido D. Juan Antonio;
queridos hermanos sacerdotes:

Después de esta mañana, hay una súplica muy sencilla que todos podemos hacerle al Señor: “Señor, auméntanos la fe”. No para que llegue un día en que me atreva a decir “yo ya me atrevo a ser mártir. Estoy dispuesto a serlo”. Creo que eso sería siempre un pensamiento lleno de orgullo.

Pero la súplica humilde de decir “Señor, auméntanos la fe”, y la recriminación que nos hace el Señor (porque, reconocerme que la mayor parte de nosotros no creemos que pueda pasar lo de decirle a la morera que se vaya al mar, lo cual pone de manifiesto que no sabemos lo que es la fe), que no nos queda más remedio que pedirle al Señor que nos conceda ese grano de mostaza de fe que él dice que es como la dosis mínima de esa medicina. Pues, que nos dé el grano de mostaza de fe. Porque el mundo necesita la fe más que el paracetamol, más que cualquier otra medicina, más que el aire para respirar. Sin la fe en Jesucristo, sin la fe en Dios que es Jesucristo y en el don de su Espíritu suscitan en nuestro corazón, con humilde espíritu de obediencia a esa proclamación de quién es el Señor, de que Jesucristo es el Señor; toda nuestra esperanza está en Él y no se nos ha dado otro nombre bajo el Cielo por el que podamos ser salvos, por lo tanto, ningún otro punto de esperanza que no seas Tú, Señor. Pero tenemos que suplicar ese don de la fe.

Nosotros, por la historia que tenemos, hasta en los cantos que cantamos, tenemos fácilmente una reducción de la fe o de la vida cristiana un poco moralista; como cosas que está en nuestra mano hacer, que depende de nuestras decisiones, de nuestros propósitos. Gracias a Dios, la Iglesia ha enseñado siempre que “soy cristiano por la gracia de Dios” y que el martirio es una gracia que se puede suplicar y pedir. Porque pretenderlo es quizás el mayor acto de orgullo que uno pudiera tener, por mucha envidia que nos dé la sencillez de la fe de los mártires. Seguramente, cuando se estaban preparando a largo plazo, ninguno de ellos soñaba con ser mártir ni pensaba en ello. Luego, a medida que iban viendo las dificultades, sí que muchos de ellos se ofrecían o contaban con ello y les parecía que era como la coronación de su ministerio sacerdotal.

En todo caso, suplicamos al Señor que nos aumente la fe. Repito esto del moralismo y quiero matizarlo un poco: el mundo necesita nuestra fe. Yo sé que la fe que no va acompañado de buenas obras… La fe y las obras van unidas de algún modo, pero no tiene que ser nuestra preocupación el ir contando nuestras obras. Tiene que ser nuestra preocupación pedirLe al Señor que nos dé la fe, que nos aumente la esperanza, que nos aumente la caridad.

Esa oración se resume también en otra: “Ven, Espíritu Santo”. Que sea Tu Espíritu el que sea verdaderamente el alma de nuestra Iglesia, el alma de cada uno de nosotros. El nuevo “yo” que hay en cada uno de nosotros, que es el Espíritu de Dios. Espíritu de verdad y de amor. Y la gente, en mi experiencia sacerdotal, no se escandaliza a veces de nuestros defectos. De hecho, casi nunca se escandalizan de nuestros defectos, incluso de alguna debilidad que pueda haber en algún momento. Se escandalizan mucho más de nuestra falta de fe. Cuando ve a un cura que vive para el dinero o de los intereses más materiales y bajos de la parroquia, que administra los Sacramentos, -no digo distraído, porque todos nos distraemos-, pero cuando perciben que el Señor no es lo más querido en nuestra vida; que nos preocupa más hasta la misma política. Nos interesan más las cuestiones y las noticias del mundo de lo que nos interesa nuestra relación con Dios y nuestra pertenencia a Cristo y a su Iglesia, y nuestro ministerio al servicio de la Iglesia, en las cosas que tienen que ver con Cristo, que son todas. Es el Señor y es el Señor del universo. Y tiene que ver con todas las cosas. Pero, para eso, hay que ser consciente de cómo todas esas cosas se conectan con Cristo y cómo Cristo ilumina todas las cosas, desde la vida familiar, hasta la vida económica o la vida política. Que el Señor nos aumente la fe, empezando por mí. Que nos aumente a todos la fe. Y que pidamos unos por otros.

En ese contexto no quería dejar de decir dos palabras sobre la sinodalidad a la que el Santo Padre nos ha invitado. Lo que quiero decir es que no es tanto una serie de organización de eventos, para mostrar que somos muy sinodales. El Papa ha dicho que es un cambio de actitud. Una actitud que tenemos que pedirLe al Señor; que tiene que ver, además, con ese crecimiento en la fe, la esperanza y la caridad que sólo Dios puede darnos. Poder mirar al otro como parte de nosotros mismos. Ver qué cauces tenemos para acercarnos los unos a los otros. ¿Que podemos dar veinte pasos? Pues, los damos. ¿Que podemos dar dos? Pues, los damos. ¿Que no podemos dar más que uno por nuestra propia debilidad? Pues, no damos más que uno y le agradecemos al Señor el haber podido dar ese último paso. Pero que tengamos esa actitud de deseo.

La comunión no es más que un don de Dios y la sinodalidad no es más que otra palabra para hablar de la eclesiología de comunión de la que tanto ha hablado Juan Pablo II como Benedicto XVI. Que el Señor cambie así nuestro corazón para que nos conceda el don de la comunión en todas las direcciones. Luego, podremos curar lo que podemos curar, pero el deseo de la salud del otro, el deseo del bien del otro, el que yo pueda sentir que el otro es parte de mí y que yo pueda sentir que yo soy parte suya, sí que lo podemos pedir y el Señor concede lo que pide esa súplica, porque es lo que pedimos en el Padrenuestro y esa oración la escucha el Señor siempre.

Incluso cuando Le pedimos ciertas virtudes, no estamos seguros. Yo hay virtudes que he pedido al Señor y pienso que no me las concede para mi bien, porque si me las concediera sería insoportablemente vanidoso u orgulloso, y gracias a Dios el Señor no me las concede. Pero si Le pedimos vivir mejor como hijos de Dios, ser más transparentemente y más plenamente hijos de Dios; ser testimonio de que, para nosotros, que hemos consagrado nuestra vida al servicio de la Iglesia, Jesucristo es lo más querido, porque es lo que los hombres más necesitan, ese testimonio no se sustituye con nada. Y lo podemos dar con nuestra pobreza. No tenemos que esperar a ser perfectos para darlo. Podemos darlo en cualquier momento, en cualquier circunstancia, hasta en la más dolorosa o la más triste, o la que más nos hiere.

Que el Señor nos conceda ese don y que podamos caminar lo juntos que podamos por ese camino.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

Seminario Mayor “San Cecilio” (Granada)
8 de noviembre de 2021

Escuchar homilía