Querido señor alcalde, querida consejera;
excelentísimas autoridades locales, autonómicas, nacionales:

Bienvenidos a esta celebración eucarística que es el día grande de nuestra querida ciudad de Granada. La celebramos como podemos dentro de las condiciones y las circunstancias en las que estamos y de las que, gracias a Dios, parece que vamos saliendo, y trataremos de contribuir con nuestras posibilidades y nuestras fuerzas a que ceda y no se extienda el dolor de la pandemia y de la muerte que lleva consigo. Celebramos esta fiesta que está llena de significado para nuestras vidas, no sólo para el día de hoy y no sólo por ser la fiesta de Granada, sino para nuestra vida humana, como criaturas mortales y hechas al mismo tiempo para Dios y para una verdad sin límites, una belleza que no se acabe y no empalague, y un amor que no se canse y que no termine.

Ese es el amor que nosotros hemos encontrado en Jesucristo, que sabemos que derramó Su sangre y dio Su vida, siendo Hijo de Dios, por la vida, por la alegría, por la esperanza, del género humano, de la humanidad entera. La daba en cada gesto pequeño de Su vida y la dio sobre todo en el Calvario cuando la entregó por entero, cuando “entrego Su espíritu”, como dice el evangelista San Juan. ¡Y lo hizo libremente! “Nadie me quita la vida. Yo la doy porque quiero”. La entregó libremente, justamente para que nosotros pudiéramos vivir en la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

Yo quisiera subrayar que en nuestra vida humana hay siempre como un más que apunta siempre hacia lo divino. Y así lo han manifestado y reconocido todas las culturas, cuando en esas culturas el ser humano se ha podido expresar con suficiente libertad. Es muy fácil decir que somos física y química, pero no hay nada en la vida verdaderamente humana que pueda ser reducido a física y química. La palabra, el lenguaje, es mucho más; la complejidad casi infinita de los lenguajes, de la sintaxis, de la gramática de cualquier lengua. Supone una complejidad que trasciendo por entero las relaciones, de los objetos muertos, o incluso vivos, pero no humanos, que es de lo que habla la física, la química y hasta la biología. Pero no es sólo la palabra. La sonrisa. Una caricia, una mirada, un guiño. Una mano tendida. No son lo que son. Son mucho más de lo que son, siempre. Un beso. Es siempre mucho más de lo que es el gesto físico como tal. Si quedara limitado a eso, la vida humana sería algo tan frío, seco y triste, que nos moriríamos. Nos acabaríamos muriendo y, de alguna manera, la experiencia de la pandemia nos ha apuntado un poquito en esa dirección. El hecho de estar aislados (¡y era necesario hacerlo!), pero hay algo antinatural en ello y lo reconocemos todos. Ese algo natural es ese algo más que hay en todos los gestos humanos. Y ese algo más es siempre algo difícilmente enmarcable, definible, manejable. El lenguaje es algo que escapa al control humano, ciertamente. Es una creación humana, pero escapa al control humano. El afecto y el amor, de nuevo, es algo que no podemos definir. La risa no puede ser medida. La alegría no puede ser medida. El amor no puede ser medido. Puede ser reconocido en gestos que uno espera que sean verdaderos. Todos los gestos que he dicho pueden ser falsos. Una sonrisa puede ser muy falsa. Todos la conocemos, le ponemos hasta un nombre (el nombre de un dentífrico). Son sonrisas artificiales, creadas. Un abrazo o un beso pueden ser muy falsos. Hay un beso en la Pasión famosísimo que fue un beso traicionero. Pero la Biblia está llena de besos mentirosos, de besos traicioneros. Pero es verdad que cuando el beso es verdadero, cuando el beso expresa el deseo de felicidad para la otra persona, no para mí, sino para la otra persona, entonces en el beso va mucho más que lo que la física y química pueden decir acerca de lo que es un beso.

Esa experiencia humana, que esa es la experiencia religiosa… La experiencia religiosa no es un trocito de la vida humana: es la profundidad que tienen los gestos y las acciones humanas cuando los pensamos. Y las obras humanas, que están llenas de símbolos. Yo estoy vestido de símbolos ahora mismo y en la Eucaristía, pero vuestras medallas, su bastón, la bandera… Imaginaros una vida humana sin símbolos. No sería una vida humana, no sería una sociedad humana. Y los símbolos indican que hay más cosas que la física y la química, todos ellos. Y ese algo más apunta a Dios, apunta a la infinitud para la que estamos hechos. Apunta a eso que decía San Agustín: “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. Y sabemos que todas las obras humanas son humanas, pasajeras; pueden ser efímeras, pueden ser falsas o expresar una gran mentira (y el mundo está lleno siempre de mentiras). Pero, cuando es verdadero, apunta hacia un mundo bello, un mundo en el que uno puede dar gracias por la vida, un mundo en el que uno se siente amado.

Un filósofo muy reciente, francés, decía hace ya años, hacia el cambio de siglo, que la pregunta filosófica importante no es “¿por qué existe algo en lugar de nada?”, que era la pregunta fundamental de la vida según Heidegger. Es una pregunta importante, sin duda, pero él decía que es más importante preguntarse “¿hay un amor que sea capaz de dar sentido a todas las cosas de la vida?”, a las fatigas que implica la vida. El amor de los padres, el amor de los esposos, el amor de los hijos, ¿basta para explicar lo que somos, quiénes somos? Nosotros los cristianos sabemos que sí, que ese amor existe y eso es lo que celebramos en la Semana Santa. Lo que celebramos en la Semana Santa es el amor infinito de Dios por cada criatura humana, el abrazo en la cruz de Cristo, el Hijo de Dios, a todos los hombres.

Cuando san Juan Pablo II quiso resumir en una frase lo que era el cristianismo, dijo “la Iglesia es portadora de un mensaje que quisiera llevar a todos los hombres y mujeres del mundo, a cada uno, y poder decirle a cada uno ‘Dios te ama, Cristo ha venido por ti’”. Ese es el cristianismo. En esa frase se resume el cristianismo entero. Eso sucede en un Acontecimiento y porque el amor de Cristo no abarca sólo a aquellos que tenía delante: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Abarca la Historia entera. Vuelvo a citar a san Juan Pablo II: “Jesucristo es el centro del cosmos y de la Historia”. Y el Misterio Pascual, los tres días del Triduo Sacro, celebramos justamente ese centro de la Historia que hace posible el amor. No que lo haga posible. Ha existido siempre y existirá siempre, con muchas dificultades. Hoy que alejamos a Dios de nuestra vida -no siempre culpablemente, casi nunca culpablemente-, hasta un matrimonio y el amor de un matrimonio, que nos parece que debería ser lo más fácil del mundo, nos damos cuenta de lo complejo y misterioso que es y lo difícil que es. Y que si no está Dios por medio, lo más fácil es que eso no resista o no dure.

Nosotros los cristianos lo que afirmamos es que ese amor existe; que ese amor lo hemos conocido en Jesucristo y que es un amor que en Cristo abraza a la humanidad entera, abraza la Historia entera, la Creación entera. Y que ese amor es el fundamento más sólido de una vida humana verdaderamente humana, plenamente humana. Capaz de reconocer en su plenitud las posibilidades de la razón, la creatividad de la libertad; de una libertad que no es la capacidad de hacer lo que me parece, sino concebida como la posibilidad de darse libremente por el bien común y por el bien de los demás. Y la capacidad de amar no basado en el principio del placer, sino basada en un deseo de que todos puedan participar de la alegría que yo he encontrado al haber conocido el amor infinito de Dios.

En eso consiste el ser cristiano: en la comunión que nace y en la comunidad que nace del reconocimiento, de la acogida de ese amor. Eso es el cristianismo. Yo diría, “¿y eso y nada más?”. Porque eso está tan cargado de consecuencias para todas las dimensiones de la vida, desde las más pequeñas hasta las más altas, desde las más complejas hasta las más sencillas, que sin eso la vida se termina haciendo insoportable, irrespirable, y también eso lo experimentamos hoy de muchas maneras. Alguien me comentaba ayer o esta mañana cómo en la India o en Etiopía el nivel de felicidad es mucho más grande que en nuestras sociedades, que tenemos unos medios que desconocen la mayoría de las personas del mundo, y que ciertamente desconocen en esos dos países a los que he hecho referencia, y se es mucho más feliz en Etiopía que en Suecia. Misterios, paradojas de la vida humana. Pero paradojas de las que con nuestra razón tendríamos que sacar algunas consecuencias. ¿Y qué celebramos en el Corpus? Pues, las últimas palabras que dijo Jesús en el Evangelio son “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Es decir, que el amor del que hemos tenido conocimiento en la vida del Hijo de Dios, que en el don de Su vida, que es sumo sacerdote de la nueva y eterna Alianza, donde no ha sacrificado como se sacrificaron las religiones paganas a animales y a veces, en algunas, hasta a los hijos, para tener contentos a los dioses. O no se sacrificaban animales como en la Antigua Alianza, para dar una pureza exterior y para expresar la Alianza que Dios había hecho con su Pueblo, sino que Él se entrega a Sí mismo por la vida de todos. Esa novedad, que ilumina hasta el fondo de la existencia humana y los misterios, y las preguntas, inquietudes y los anhelos de nuestra existencia humana, permanece con nosotros todos los días, permanece en gestos pequeños.

Uno que mira desde fuera y que viera este Misterio… De hecho, tengo yo una anécdota muy curiosa en una embajada del Vaticano en la India. El Nuncio les estaba explicando a unos hindúes la capilla de la Nunciatura y les explicó lo que era el sagrario y, cuando aquellos hindúes dijeron, “entonces, para ustedes, ¿ahí está concentrada la divinidad, ahí está Dios?”. Él les dijo “sí, podemos decirlo de esa manera”. Se tiraron los tres al suelo. Lo contaba él sorprendido. Se tiraron los tres al suelo y estuvieron postrados en el suelo, tumbados delante del sagrario unos minutos. Yo sé que parece un gesto de idolatría esa forma tan pequeña, pero os vuelvo a nuestra experiencia, la experiencia del beso o la experiencia del abrazo. Los Sacramentos son regalos de Dios en realidades muy pequeñas. Pero los besos de Dios no son falsos. Los abrazos de Dios no son falsos. Los “te quiero” de Dios no son nunca como el de Judas. Son “te quiero, te quiero para siempre, te quiero desde siempre y quiero tu felicidad”. Ese es nuestro Dios. Ese es el Dios que nosotros hemos conocido y ese es el principio de una humanidad bella y buena que anhelamos y que anhelan todos los hombres, aunque los cristianos lo hemos presentado tantas veces tan mal que casi entiende muchas veces uno por qué las personas se han alejado de la Iglesia o de Dios, o han perdido la fe. Porque no tienen más que a nosotros para vernos, y nos ven a nosotros y no recordamos mucho a la experiencia que celebramos en Jesucristo.

Somos pecadores. Lo sabemos y el Señor lo sabe. Nosotros queremos vivir según el amor al que adoramos. Cristo no vino para ser adorado. Vino para llenar nuestras vidas de esperanza y de alegría. AdorarLe es fácil, abrirLe nuestro corazón… Tenemos muchos más obstáculos. Pero el Señor es más capaz de vencerlos si tenemos una sencillez de corazón, indispensable para poder vivir la gracia que se nos ofrece y que necesitamos para que nuestra vida personal, individual, social, sea verdaderamente y plenamente humana. Necesitamos esa gracia. Te necesitamos, Señor, a Ti, para que regeneres nuestro corazón cuando se cansa de querer; para que regeneres nuestra libertad cuando la libertad resulta un riesgo demasiado grande. Necesitamos de esa gracia para que ilumines nuestra razón y podamos comprender no sólo lo que ven nuestros ojos, sino lo que nuestra inteligencia comprende de la realidad, del misterio que somos, del misterio que eres y del cual no somos más que una imagen.

Mis queridos hermanos, vamos a celebrar el Corpus dando gracias al Señor y pidiéndoLe sencillamente que abra nuestros corazones a esa gracia, a ese amor que es capaz de transformar nuestro corazón y abrirlo de nuevo a la alegría, a la esperanza, a la certeza de que nuestro destino no es nunca ni el tanatorio, ni la muerte, sino la vida eterna. Porque el amor con el que somos amados, el amor con el que hemos sido creados, es un amor eterno, es un amor infinito. Y no existe ningún poder, ni en el mundo ni fuera del mundo, capaz de ser más poderoso que el amor con el que Dios nos ama.

Enhorabuena a todos por haber conocido, sin ningún mérito nuestro, ese don y esa gracia. Vamos a celebrarlo lo mejor que el Señor nos ayude a hacerlo. Que tengáis un felicísimo día del Corpus.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

3 de junio de 2021
S. I Catedral de Granada

Escuchar homilía