Queridísima Iglesia del Señor;

queridos hermanos sacerdotes, hermanos religiosos y religiosas, consagrados y consagradas;
queridos amigos:

Decía al comienzo, en la monición de entrada, que esta fiesta la celebramos como a la sombra de la Navidad y un poco, por varias pequeñas señales que todos recordáis en el Evangelio que acabamos de escuchar, como el horizonte del significado profundo del Misterio Pascual: de la muerte y Resurrección de Cristo.

Cristo es la luz en este mundo, “Luz para alumbrar a las naciones”, acabamos de escuchar, y hemos encendido nuestras luces para mostrar cómo nuestras vidas iluminadas por esa Luz están llamadas también, a su vez, a ser luz.

Dos pensamientos en esta celebración ya muy deseada todos los años y muy familiar, que a mi me ayudan en el día de hoy y que pienso que os pueden ayudar a vosotros también.

La liturgia de la Navidad llama al Misterio de la Encarnación “un admirable intercambio”. Dios, en su Hijo Jesucristo, se da a nosotros, se siembra en nuestra carne, se siembra en nuestra historia y, entregándose hasta la muerte, renueva esa carne y esa historia, abriéndonos el horizonte de la vida eterna, el horizonte de la vida inmortal de Dios, el horizonte del Cielo. Llamar a eso “admirable intercambio”, con una palabra además que se usaba en el texto latino que sirve de fuente a nuestras traducciones, que se usaba para la unión esponsal, para la unión de un matrimonio, significa la profundidad insondable, abisal, del amor de Dios, del amor de Dios por nosotros.

Y el primer pensamiento que a yo quisiera subrayar es que provenimos de una tradición de siglos en parte, donde en nuestras vidas cristianas, y también muy probablemente en nuestras vidas consagradas, está mucho énfasis puesto en las cosas que nosotros hacemos por Dios, en lo que nosotros tenemos que hacer por Dios, en el compromiso de nuestras vidas para servir al Señor. Y el sujeto de esas acciones somos nosotros. Hasta en los signos de la Liturgia de las Horas y en otros cantos que usamos en la Iglesia se nota eso. Mientras que en los cantos de la Iglesia antigua siempre se cantaba a Dios y al sujeto de la gloria y de aquello que merecía la alabanza de los hombres era Dios, nuestros cantos tienen, con mucha frecuencia, nos tienen a nosotros mismos como sujeto: somos un pueblo que camina, etc. ¿Es eso malo? No, si no perdemos la otra perspectiva. ¿Cuál es la otra perspectiva? Que en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero. No hacemos nosotros nada por Dios, nunca, que Dios necesite. Eso es un lenguaje muy antropomórfico, y poco verdadero pensar que nosotros le damos algo a Dios, o pensar que Dios necesita nuestro compromiso, nuestra vida. Si por mucho que nos estiremos estaríamos a una distancia infinita del Señor; por muchas que sean nuestras cualidades, nuestras virtudes, la distancia con el Dios verdadero, el Único, es infinita para nuestra pequeñez. No para su grandeza, porque Dios está en todas las cosas, y está ya en nosotros antes de que nosotros hagamos nada por Él. Somos un don Suyo. Somos una gracia Suya. Oscurecida, ciertamente, con la conciencia de ello por el pecado, el Hijo de Dios ha venido para iluminar. Pero yo creo que es muy importante que tengamos siempre la conciencia que nosotros no hacemos nada por Dios que no sea como respuesta, como gratitud. No en vano, la actitud del cristiano, el modo de vida del cristiano es eucarístico, es decir, es acción de gracias. La oración del cristiano se llama acción de gracias siempre. Siempre podemos dar gracias. Siempre podemos estar contentos. “Yo he venido –decía el Señor- para que mi alegría esté en vosotros y para que vuestra alegría llegue así a su plenitud”, para que nosotros podamos vivir contentos. El fin de la Redención del Señor, el fin de la Encarnación, de la Cruz, es el amor más fuerte que la muerte. Y un amor que busca, que tiene un fin distinto de sí mismo es un amor pobre. Cuando alguien nos quiere por algo que necesita de nosotros o que quiere que le demos es un amor que vale poco, incluso en nuestras relaciones humanas. Si me quieren sólo por la utilidad que puedo tener para algún interés o para alguna necesidad es un amor utilitarista, es un amor interesado. Nosotros mismos tendemos a despreciarlo, porque pensamos que el amor de Dios va a ser más pequeño que el nuestro, cuando es infinitamente más grande. Cuando el amor más grande que puede haber en este mundo es un pálido y pobre reflejo de la infinitud de su Amor.

Dios nos ama porque sabe que necesitamos Su Amor, no porque Él necesite nada de nosotros. Y lo necesitamos, en primer lugar, para ser nosotros mismos, para poder vivir contentos, que es el fruto de ser nosotros mismos, de sabernos amados, sabernos queridos y queridos por lo que somos, por nosotros mismos, no por nada que nosotros tengamos que darLe a Dios para que nos siga queriendo. Esa conciencia de la Primacía permanente, total, de la Gracia en aquella Carta preciosa que fue como el testamento de san Juan Pablo II, del “Tercio Millennio Ineunte”, decía que una de las cosas que eran imprescindibles para la nueva evangelización era recuperar la conciencia de la Primacía absoluta de la Gracia: “En esto consiste el amor. No en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero”. Y en ese Amor Suyo -lo decía también el Concilio- “Cristo, el Hijo de Dios, al revelar al Padre y a su designio de Amor, revela también el hombre al hombre mismo y le descubre la sublimidad de su vocación”. Es decir, es el Amor de Dios el que, en primer lugar, nos llena de gozo; en segundo lugar, nos hace posible amar, porque nos introduce en esa corriente de don, que es el Ser de Dios. Dios, el Dios que es Amor, se da. Y nosotros somos frutos de ese don. Y nosotros somos preferidos, privilegiados, porque no sólo hemos conocido que hemos sido creados por amor, sino que hemos visto que ese amor en Cristo ha llegado hasta más allá del poder de la muerte, hasta más allá de ningún poder humano.

El lema de este año, del día de la vida religiosa es “Padre Nuestro. La vida religiosa Presencia del amor de Dios”. ¿Qué es lo que Dios nos pide si contradiciéndome a mí mismo puedo usar ese lenguaje humano que siempre es excesivamente pequeño? Lo primero que nos pide es que nos dejemos querer, que, probablemente, es lo que más le cuesta a nuestra soberbia y a nuestro orgullo. Dejarnos querer gratuitamente. Siempre pensamos que si alguien nos da algo, tendremos que darle algo a cambio, que tenemos que pagar de algún modo. ¿Pero quién puede ser tan pretencioso, tan soberbio, de pensar que puede pagar a Dios? Sólo si dejamos acoger; si dejamos, con la ayuda del Espíritu de Dios, acoger el don que Dios es para nosotros, la vida que el Señor nos da, su propio Espíritu, que viene a nosotros, y que es el alma de la Iglesia; si acogemos eso, entonces, el amor de Dios empezará a brillar en nuestras vidas. Y estemos donde estemos, podremos ser un eco pequeño, frágil, pobre, como son pobres nuestras vidas, que son muy cortas, y duran poco, pero un reflejo verdadero del amor de Dios. De maneras muy sencillas, muy pequeñas a veces, pero verdaderas, que es lo importante. No es la grandeza de nuestros proyectos o de nuestras iniciativas lo que cuenta, ni a los ojos de Dios, desde luego. Cuenta la verdad, la gratuidad de nuestra donación.

El gran sacramento de Dios es Jesucristo. El gran sacramento de Jesucristo es la Iglesia. Y vosotros, con vuestra consagración, sois un signo de la plenitud de vida que hay en la Iglesia, que hace posible que vuestras vidas se hayan consagrado al Señor; que se hayan ofrecido al Señor; que se hayan “donado” al Señor, en una respuesta siempre imperfecta, siempre pequeña, pero que expresa la gratitud por el don que previamente nos ha hecho el Señor y que hemos tenido la gracia inmensa de conocer.

Señor, al renovar vuestra consagración hoy, cada uno en un carisma diferente, en un modo de vida distinto, con historias llenas de belleza y de santidad en la vida de la Iglesia, que podamos reflejar cada uno desde nuestro puesto en el Cuerpo de Cristo ese amor que hemos recibido, ese amor gratuito que nos ha sido dado, ese amor fiel que permanece para siempre. Y así nuestra luz no será la luz de un momento en el 2 de febrero al comienzo de la liturgia, sino que irá donde vayáis cada uno de vosotros. En cualquier momento del día, en cualquier situación, será -lo digo con las palabras de Teresa de Lisieux, “una lluvia de rosas sobre el mundo, una lluvia de amor”. Eso es, esa es la medicina que un mundo como el nuestro necesita. “Una lluvia de amor”, en un mundo marcado por el interés, marcado por los juegos políticos, por la avaricia, por el desamor y por la falta de alegría, en consecuencia. Volver al origen es volver al Dios que es amor, fuente de todo amor que pueda haber en nuestro corazón.

Celebramos hoy, al mismo tiempo, esta Eucaristía en memoria de un gran sacerdote, un gran religioso y un gran pastor, que es D. Fernando Sebastián. Yo estoy convencido de que la Iglesia en Granada no sería la misma si él no hubiera pasado por aquí, los años que pasó. Su corazón, además de misionero claretiano, en la forma en que el Señor le pidió que lo hiciera sirviendo a la Diócesis de León, después a Granada, y a Málaga y a Pamplona; y después, de nuevo, en Málaga, cuando ya se había jubilado y seguía, sin embargo, enseñando a los seminaristas. Era un corazón, es un corazón, que no sabía no comunicar a Jesucristo. Hasta el último momento, estaba todavía preparando un nuevo libro. Él quería comunicar. Yo creo que él se daba cuenta, y he podido estar con él muchos ratos en los últimos años, y ratos prolongados; él se daba perfectamente cuenta en cómo se había empobrecido nuestra fe en Jesucristo, de cómo tendíamos a considerar a Jesucristo como un mero maestro de moral, es decir, de cosas que nosotros tenemos que hacer, y no como la fuente del amor capaz de llenar nuestro corazón y nuestra vida. Decía: “Tenemos que volver a redescubrir lo que significa el Misterio de la Encarnación y el Misterio Pascual”, como plenitud del Misterio de la Encarnación y como fuente de vida para la Iglesia. Y tenemos que volver a redescubrir lo que significa ser cristianos. Él decía, sobre todo, que habíamos perdido el horizonte de la vida eterna, el horizonte del Cielo, el horizonte de Dios, del Dios vivo, como el horizonte de nuestra vida.

Le damos gracias al Señor por esa vida entregada. Confiamos en el Señor plenamente de que le habrá recibido con los brazos abiertos en la Casa del Padre y que le dará la recompensa de vida a los buenos pastores, y Le pedimos al Señor que nosotros podamos, puesto que Dios es inmortal y eterno, y “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre”, que seamos nosotros a la medida de nuestras fuerzas y a la medida de los dones que hemos recibido del Señor, también portadores de la luz presencia del amor para este mundo.

Repito, no hay otra medicina. También D. Fernando, yo creo que él le daba mucha importancia al paso de lo que había sido la Iglesia durante el periodo del franquismo, como una Iglesia protegida por un sistema legislativo y gubernamental, a ser una Iglesia más desnuda, más desarmada, sin más fuerza que su propia fe, para abrirse camino en el mundo. Pero no temáis. Y yo creo que desde el año 75 y desde los años de la primera Transición al momento actual, la situación nada imprevisto. No era imprevisto para D. Fernando. No era imprevisto para el Cardenal Ratzinger, que escribió en el año 79 el “Informe sobre la fe”, que en tantas cosas se correspondía con el pensamiento de D. Fernando. Efectivamente, el futuro de la Iglesia en el s. XXI, en Europa al menos, es una Iglesia grandemente desestabilizada, pero desestabilizada de la seguridades del mundo. Y eso no nos hace ningún daño. Al contrario, eso nos centra la mirada, nos centra el corazón de nuevo en la única victoria que vence al mundo: la victoria de la fe. Lo dijo el Señor, “esta es la victoria que vence al mundo, la fe”. No un partido político que pueda parecer, y subrayo lo de “parecer”, más cercano a las sensibilidades, o a algunas de las sensibilidades de la Iglesia, o cosas de ese tipo. Luego, somos ciudadanos de este mundo, y participamos de la vida de la ciudad con toda sencillez y con toda responsabilidad. Pero, nuestra esperanza, si no está en Jesucristo, estamos abocados a muchas decepciones, a muchas frustraciones y a muchas tristezas. Nadie será capaz de devolvernos la alegría, más que nuestra conversión al Señor. Y como dice el Papa Francisco, una conversión misionera. Volver al Señor es redescubrir las raíces de nuestro don para el mundo. Presencia vida, hecha carne en cada uno de nosotros y en cada uno de nuestros carismas. Presencia viva del amor infinito de Cristo.

Que así sea para cada una de vuestras comunidades. Que así sea para todos nosotros, para los sacerdotes, para los fieles, para esta Iglesia, para la Iglesia entera.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

2 de febrero de 2019
S.I Catedral

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