Fecha de publicación: 13 de marzo de 2021

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa Amada de Jesucristo, Pueblo Santo y elegido de Dios;
(Y me dirijo no sólo a quienes nos permiten las circunstancias el estar físicamente celebrando junto esta Eucaristía, este primer día de los cultos en honor del Santísimo Cristo de la Salud, sino también a todos aquellos que nos sigan a través de los medios telemáticos, por internet);
muy querido D. Eduardo;
queridos hijos:

Me da mucha curiosidad saber cómo os llamáis los dos que estáis ahí en la primera línea… Elena, Jimena ¿Y tú?: Francisco. Muy bien, sois los representantes de todos los niños de Santa Fe y me da mucha alegría veros ahí en primera fila. Me da mucha alegría celebrar esta Novena con vosotros. Lo digo con todo mi corazón. Sé lo que os cuesta el tener la iglesia cerrada y, por el momento, mientras no se pueda asegurar, aunque no corre peligro ni nada por el estilo, pero sé que es un dolor el no poder tener allí vuestras celebraciones normales. Gracias a Dios, con las ermitas y las iglesias pequeñitas, y luego la ayuda de nuestras hermanas que han abierto su iglesia, su capilla, y con la buena voluntad de todos, no sólo no disminuye nuestra comunión, sino que, al contrario, en los tiempos de dificultad esa comunión crece, se hace más potente, descubrimos todos más lo que significa el ser cristianos y lo que significa la fe, y el vivir en la comunión de la Iglesia en la que estamos todos.

Alguien me daba las gracias aquí al entrar por haber venido, como si fuera un visitante. Para mí es un gozo poder estar juntos. La misma necesidad que se tiene ahora mismo en las familias, hace ya justamente, en estos días, un año del confinamiento, de un modo u otro, y un año de pandemia. Y sentimos la necesidad del contacto. Y contacto tiene que ver con el tacto, con el estar juntos, con el estar cerca, con el sentirnos cerca unos de otros. Y a mí me parece que es un motivo más que suficiente. Qué bonito cuando hemos podido celebrar el Corpus juntos y sacar al Señor por nuestras calles. Pero, en estos momentos, no nos es posible juntarnos así. Nos juntamos de la manera que podemos. Pero no nos dejamos aislar, porque Dios no nos ha creado para vivir unos seres humanos capsulitas, sino que nos ha creado para formar una gran familia. La Iglesia es la familia que ha nacido del costado abierto de Cristo y es verdad que muchas veces no la entendemos así, o se nos despista, y entonces priman otras cosas y priman a veces también intereses o lo que sean. Pero, entonces, nos perdemos lo más bonito de la vida que es lo que el Señor nos ha dado.

Y ha sembrado en nuestra historia humana el amor infinito de Dios, para que también nosotros aprendamos a vivir del amor de Dios y del amor entre nosotros, y cultivar ese amor entre nosotros. Que no es algo que se puede dar por supuesto. Entendemos muchas veces: un chico y una chica se gustan, y decimos “se quieren”. Pues, no. No es lo mismo gustarse que quererse. Hay toda una diferencia muy grande. Gustarse no tiene ningún misterio; quererse tiene mucho misterio. Y lo de querernos no es que tengamos las mismas ideas o que somos del mismo equipo, o que somos de la misma cofradía. Quererse significa un poco salir de uno mismo para encontrarse, escuchar, aprender, hacerse hermano de aquel que no es como nosotros, que no piensa como nosotros, que no tiene los mismos gustos de nosotros, y caminar juntos así o más juntos hacia el Señor. Y yo creo que la pandemia, con todas las dificultades que ha generado, nos ha dado una ocasión para darnos cuenta de esto y eso es una gracia. No digo que la pandemia sea una gracia. El mal es el mal y una cosa mala es una cosa mala, y las personas que se nos han ido cercanas a todos, es un dolor. Y cuando se han ido de una manera que no hemos podido ni celebrar el duelo ni acompañarles en los últimos momentos ni nada, claro que es un dolor y un dolor tremendo que habrá que cuidar de una manera especial, y a lo mejor hacer el duelo después, cuando llegue el momento, cuando se pueda. Todos juntos. Como podamos, como nos ponga el Señor en el corazón y seamos capaces de hacerlo.

Pero es verdad que, en ese mal, sin embargo, hay algunas cosas buenas. Darnos cuenta de la necesidad que tenemos unos de otros, de que no estamos aislados ni estamos hechos para vivir aislados. El individualismo, el aislamiento… De hecho, la principal tarea del Enemigo de la naturaleza humana, Satán, del demonio, es dividirnos, es separarnos. La palabra “diablo” significa “el que separa” y la principal tarea del Señor es unirnos. El Papa habla mucho últimamente, lleva años hablando, pero cada vez con más intensidad y con más fuerza, de la fraternidad humana. De cómo sólo se podrá vivir en un mundo en paz si todos nos sentimos hermanos de todos. Y nos invita a todos, también a los que no son cristianos, al menos a los que creemos en Dios, a que nos acerquemos como hermanos porque somos criaturas del mismo Dios. Y la misión de Dios no es generar violencia. Dios no separa; es el diablo el que separa. El Señor une. Jesús dijo en una ocasión: “Yo he venido a reunir a los hijos de Dios dispersos”, dispersos como un rebaño que no tiene pastor y que se desparrama por el campo y que se pierde en gran medida. Así estamos los hombres muchas veces. Y Jesucristo ha venido a reunirnos.

Y las Lecturas de este domingo de Cuaresma, que ponen nuestra mirada ya muy claramente en el Misterio que estamos muy cerquita de celebrar, el Misterio Pascual, que es la culminación de la Encarnación, es la culminación de lo que celebramos en Navidad. En Navidad celebramos que el amor de Dios nos ha entregado a Su Hijo y que si se ha hecho Hijo, se ha hecho uno de nosotros. Dios mismo se ha hecho uno de nosotros. Y ha compartido nuestra carne y ha querido nacer de una mujer y compartir nuestra vida y vivir las consecuencias de las trampas humanas, y de las mentiras humanas, y de las desgracias humanas, y hasta ser condenado hasta la muerte como un malhechor. Y, aun así, decir “nadie me quita la vida, Yo la doy porque quiero”, y aún así decir “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” y orar por aquellos mismos que le estaban matando. Decía que las Lecturas de hoy nos ponen ante los ojos como el corazón del cristianismo.

Dios, rico en misericordia, por el gran amor con el que nos ha amado, nos ha salvado en Jesucristo. El cristianismo no es como a veces nos imaginamos: vamos a portarnos bien, porque si nos portamos bien, Dios nos tomará más en cuenta o nos escuchará más, o Dios nos querrá más. Cuando pensamos así nos imaginamos a Dios como si fuera uno más de nosotros. Que queremos a quien nos quiere y que quien demuestra unas cuantas veces que no nos quiere demasiado bien o que no nos quiere en absoluto, prescindimos, y pensamos que Dios va a ser así. Cuando nos imaginamos a Dios así, ponemos de manifiesto que no hemos conocido al Dios verdadero. Que no hemos conocido al Dios de Jesucristo. Que no hemos conocido a quien es verdaderamente Dios. Dios es amor y por amor nos ha enviado a su Hijo, y por amor su Hijo ha entregado su vida por nosotros, sembrando, dando la vida sin límites para sembrar en esta historia nuestra el Espíritu de Hijos de Dios. Y para que podamos vivir en esa libertad gloriosa de los hijos de Dios.

En eso se distingue de la mayoría de las religiones, tal vez quitando el judaísmo y el islam. Las religiones nacen espontáneamente en la historia humana cuando los hombres descubrimos nuestra pequeñez y hace falta ser muy torpe para no descubrir nuestra pequeñez y, al final, a lo largo de la historia, todas las culturas, todas las tribus, todos los pueblos, a veces de maneras muy sofisticadas, otras veces de maneras muy simples, los hombres han buscado caminos para acercarse a Dios, y han construido esos caminos, y a veces esos caminos tienen un montón de cosas buenas y nos dan testimonio de cómo el hombre, que siente su pequeñez, se da cuenta de que un infinito tiene que haber para que el mundo exista.

También ha habido enfermedades, pestes, epidemias, toda la vida, cada cierto tiempo, y los hombres sentían cada vez más la necesidad de acercarse a Dios y de ser más buenos: “Si somos más buenos, Dios nos tratará mejor”. Porque nos imaginamos a Dios como alguno de nosotros, y cuando nosotros queremos algo de alguien, lo tratamos bien. Cuántas veces las madres, cuando se le acerca un niño zalamero a decirle “mamá, te quiero mucho”, ella piensa “qué me irá a pedir”. Dios también nos entiende cuando nos acercamos así, porque es Dios.

Pero el cristianismo no consiste en eso. No consiste en ese acercarse del hombre a Dios porque tiene necesidad de su apoyo y de su ayuda para la salud, para que no seamos demasiado salvajes unos para con otros, para que podamos vivir en paz, para que no nos caiga de improviso la desgracia… para tantas cosas. No, el cristianismo es otra cosa. El cristianismo es que Se ha hecho carne y que Dios, conociéndonos, porque Dios conoce las entretelas… Somos transparentes para Él, por lo tanto, no podemos ir “vendiéndole motos” a Dios o contándole películas de indios. Si Él nos conoce…

Lo que no nos terminamos nunca de creer, lo que es tremendo y esa es la alegría del cristianismo, es que sabiendo lo que damos de sí, sabiendo que no puede esperar demasiado de nosotros porque hacemos buenos propósito y duran lo que una bandeja de piononos a la puerta de un colegio; conociéndonos mejor que nosotros mismos, ha querido amarnos, darSe por nosotros, entregarSe por nosotros, sembrar en nuestra carne su Espíritu, ¿para qué? ¿Para que seamos mejores? Pues, claro que cuando estamos cerca del Señor, somos mejores, pero Él no ha venido para eso. Porque siempre que cuando alguien quiere a alguien, y lo quiere con algún otro fin que no sea el amor, el mismo amor, uno se siente como un poco humillado. Dios nos quiere porque nos quiere, nada más. Nos quiere porque es Dios, porque somos sus hijos, porque nos ha creado y porque Dios sólo sabe querer. Dios no sabe odiar. Sólo sabe querer. Jesús dijo varias veces para qué ha venido: para reunir a los hijos dispersos de Israel, pero otra vez dijo, “para que mi alegría esté en vosotros y para que vuestra alegría llegue a plenitud”. Es el Señor el que ha salvado la distancia infinita entre Su vida divina y tu pobre humanidad, para que nosotros estemos contentos. Tú has querido nacer de una familia emigrante en una situación de pobreza, vivir escondido en un pueblecito pequeño y luego morir de la manera en que has muerto, traicionado por uno de tus amigos, además, para que nosotros, hombres y mujeres de nuestra historia, a lo largo de toda la historia, podamos vivir contentos. ¡Para eso has venido!

Me dan ganas de dirigirme al Santísimo Cristo de la Salud: “Tú, has sufrido lo que has sufrido…”. No nos imaginamos fácilmente cuando vemos nuestras representaciones de la muerte de Cristo, a veces tan sobrecogedoras, pero tan bellas, el dolor tan tremendo y el suplicio tan grande que supone una crucifixión, que han sufrido millones de personas. Si Cristo no hubiera resucitado, no recordaríamos su crucifixión, por supuesto, porque Cristo ha vencido a la muerte y al mal, recordamos su Pasión, su muerte, su Resurrección, sus enseñanzas… Todo eso para que yo pueda vivir contento. Precisamente de ese modo, de esa forma, te muestras y revelas como el verdadero Dios. Tú quieres que estemos contentos. Y te entregas a Ti mismo, para que nosotros podamos vivir contentos.

Algunos me lo habrán oído decir seguro, porque lo habré dicho muchas veces en la Catedral, que la Eucaristía es un rito nupcial en el que el Señor, que es el Esposo, da su cuerpo por la vida de la Esposa. Lo rompe, lo entrega, por la vida de la Esposa, que es la Iglesia. Por eso yo comienzo siempre las homilías diciendo “queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo”, y por eso se besa el altar al principio. En la Edad Media, un Papa dijo que el obispo se quitaba la mitra para besar el altar, representando el lecho nupcial donde el Hijo de Dios va a dar la vida por ella. Qué diferente cuando uno entiende que eso es lo que pasa en la Misa, y se inciensa, se perfuma, porque cada Misa renueva la Encarnación, la Pasión, la Resurrección del Señor y el don de Su Cuerpo. La Eucaristía es siempre una fiesta de bodas.

Me alargo mucho porque tenía muchas ganas de hablaros, pero sólo quería decir que el cristianismo no es algo que nosotros hacemos por Dios; que es algo que Dios hace por nosotros y lo que Dios hace por nosotros es querernos. Sea cual sea nuestra pobreza, sea cual sea nuestra historia, sea cual sea nuestra pequeñez y nuestros defectos. Dios nos quiere a cada uno con un amor infinito, porque es Dios. Yo puedo coger de Dios todo el amor que quiera, y no le estoy quitando nada a nadie. Entre nosotros, si estoy queriendo más a una persona, estoy queriendo menos a otra. Porque nuestro corazón es pequeño, pero el de Dios no es pequeño, el de Dios es infinito.

Vamos a pedirLe al Santísimo Cristo de la Salud. No voy a hablar de otra cosa a lo largo de estos siete días, de lo que Dios nos quiere y de cómo ese querer de Dios nos permite vivir con alegría y con gozo. Nos permite recuperar nuestra humanidad, siempre amenazada. Cada desgracia parece capaz de empequeñecer nuestra humanidad, de encapsularnos, de aislarnos, de hacernos perder la alegría, de hacernos sentir miedo. Tenemos el amor infinito de Dios, como decía San Pablo: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? Ni la muerte, ni la espada, ni la desnudez, ni el hambre, ni el pasado, ni el futuro… Todo lo podemos en aquel que nos conforta, en aquel que ha entregado su vida por nosotros”.

Que el Señor nos conceda ese gozo. Que el Señor nos conceda acercarnos con sencillez a ese Misterio, para que podamos verdaderamente darLe gracias a Dios todos los días de nuestra vida y en la vida eterna.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

13 de marzo de 2021
Ermita Santa Fe (Granada)
Primer día Septenario al Santísimo Cristo de la Salud

Escuchar homilía