Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Nuestro Señor Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes;
queridos Hermano Mayor y Junta Directiva de la Hermandad de la Virgen de las Angustias, representantes de la Hermandad de la Virgen de las Angustias de Santa María de la Alhambra y de la Archicofradía del Rosario;
queridos hermanos y amigos todos;
me dirijo también a aquellos amigos que se unen a esta Eucaristía (hoy o en los días que vienen) a través de los medios de comunicación, especialmente de la televisión Virgen de las Angustias (que celebramos hoy también, casi, casi, su primer aniversario, que ha sido hace unos días y en todo caso la fiesta de nuestra Patrona):

Pensaba yo estos días en esta Eucaristía y en cómo íbamos a estar aquí. Yo os hablaba hace un momento de que estáis en representación, pero no una representación como exterior, como formal, de decir “soy el representante de tal…”, sino que el modo de representación cristiano es el modo de Cristo: Cristo nos representa en la cruz. Pero no nos representa como desentendiéndose de nosotros, sino que en su sufrimiento, en sus latigazos, en los insultos que recibió, en todo, estaba yo, estábamos nosotros, estaban nuestros pecados, nuestros sufrimientos, nuestras miserias. Y Él cargaba con ellos sólo por un motivo: porque Su amor era más fuerte, Su amor por cada uno de nosotros, y por cada uno de los hombres y mujeres de este mundo, es infinitamente más fuerte que el peso de nuestros pecados. Y cuando estos días yo pensaba en esta Eucaristía, pensando en esa representación, pensaba cómo la Virgen, unida a Su Hijo, también nos representa a todos, nos lleva a todos.

Yo decía: “¿Quién es esta mujer que carga con su hijo muerto en brazos?”, vestida de luto y, al mismo tiempo, vestida de reina. Con el dolor inimaginable, para quien no sea madre y no haya vivido el dolor de ver morir, y de morir como un delincuente, como un “paria” a su hijo, podría imaginarse el dolor de esa mujer. Y sólo aquella que, sin mancha de pecado, ha podido acompañar a Su Hijo en su ministerio desde el primer momento, es capaz de tener un amor, el más parecido a Su Hijo, y por lo tanto, también el de una madre nuestra. Su Hijo lo hizo explícito en el momento de su crucifixión (lo acabamos de escuchar en el Evangelio): “Madre, ahí tienes a tu hijo”. Y en Juan también estábamos representados todos.

Pero yo me preguntaba: “¿Quién es esta mujer?”. Esta mujer es la mujer que iba por la Carrera de la Virgen llevada por su hija ancianita, que no ha salido desde el comienzo de la pandemia hasta hoy; o la familia con la que me he cruzado y que me decía “todos hemos padecido el virus en mi casa, gracias a Dios estamos todos vivos, pero ha sido un dolor muy grande”; y la familia que venía a dar gracias, porque habían tenido a su abuelo enfermo y había podido salir adelante; y el dolor de esa otra hija que había perdido a su madre a muchos kilómetros de aquí y no había podido ir a cuidarla sus últimos días porque era en pleno confinamiento, no había podido estar allí a recibir sus cenizas y la habían recibido unos vecinos, y lloraba diciendo “yo tengo fe, yo sé que mi madre está con el Señor, pero el dolor que tengo de no haber podido estar junto a ella, acariciarla, acompañarla, sólo Dios lo comprende”.

Nuestra Madre la Virgen de las Angustias es todas esas personas. Soy yo. Somos cada uno de nosotros. Somos todos esos que están en la cancela, casi siendo incapaces, por el deseo de entrar o por el deseo de ver a la Virgen, de guardar las distancias que nos piden que guardemos. Es más fuerte el deseo de decirLe a la Virgen “no me abandones”, “no nos abandones”, “sigue con nosotros”, “alívianos en nuestro dolor, que nos proteja Tu manto y que nos consiga el amparo del Señor”.

Ella es todos nosotros porque Ella nos ha acogido. Otra familia me preguntaban al entrar con las mascarillas (…) y les digo “yo no puedo haceros entrar, pero que sepáis que vais a estar ahí”. Y mi corazón es muy pequeño, es el corazón de un pobre pastor, un ser humano igual que vosotros, pero en el corazón de la Virgen estamos todos, en el corazón de Jesucristo Nuestro Señor estamos todos. También los que se han alejado, incluso los que han muerto… A mi me sobrecoge siempre una frase que hay en la segunda plegaria eucarística cuando dice: “Acuérdate, Señor, de los difuntos que han muerto en Tu misericordia, admítelos a contemplar la luz de Tu Rostro”. ¿Quién no ha muerto en la misericordia del Señor?, ¿quién puede decir que la misericordia del Señor a él no llega?, ¿quién puede decir que Dios no le ama? A lo mejor, yo no Te amo, Señor; a lo mejor, yo no sé amarTe; a lo mejor, he sido escandalizado tantas veces en mi vida por el testimonio de malos cristianos o por mi propia conciencia que me dice “pero si eres una desastre, ¿cómo te va a querer el Señor?”. Cuántas veces nos decimos todos en nuestro interior eso: “¿Cómo es posible que te vaya a querer el Señor si tú sabes lo que eres?, si yo sé lo que soy”. Y, sin embargo, la misericordia del Señor… Cuando decimos la misericordia del Señor es infinita, decimos algo muy concreto. Y es que tú puedes coger toda la que quieras. ¿Que necesitas cien toneladas?, cien toneladas. ¿Que necesitas mil toneladas?, mil toneladas. Y esa misericordia no disminuye por las mil toneladas que tú te llevas. Eso es lo que significa que el amor de Dios es infinito: que tú coges todo el amor que quieras y no le quitas nada a nadie, precisamente porque es infinito.

Pero también significa otra cosa que es muy importante y es que alguien que tú tienes cerca y que, a lo mejor, tú consideras que es mucho mejor que tú; ese hermana o esa hermano que tus padres decía siempre “mira, si te parecieras a tu hermano y fueras tan bueno como él…” y que tú tienes tu “mijilla” de envidia o tu “mijilla” de resentimiento, porque siempre has sido la preferida de papá o el preferido de mamá… se puede llevar todo el amor de Dios que quiera que no te quita a ti ni un gramo. Que se lleve todo el amor de Dios que quiera, un millón de toneladas, lo que haga falta, y a ti no te falta nada porque el amor de Dios está intacto por mucho que las criaturas nos podamos llevar de él. Es como si queremos coger algo del mar: yo puedo coger todo lo que me quepa en la mano, pero el mar no ha disminuido por eso. Y el mar es una pobre imagen de la infinitud de la misericordia de Dios.

En esa confianza celebramos –celebra- el pueblo cristiano de Granada, que es mucho más grande que los que vienen a la Iglesia…, porque todos hemos sido educados en la fe cristiana y hay un montón de cosas que están ahí en nuestro ADN, aunque, a lo mejor, no pisamos la Iglesia, pero sabemos que la vida es para querer, sabemos que la vida es para hacernos bien unos a otros, que estamos aquí por amor: que Dios es Amor. Eso lo hemos conocido todos, aunque no lo vivamos, aunque no nos lo terminemos de creer del todo (porque es muy difícil creerse que Dios nos quiere cuando sabemos nosotros lo poquito que valemos. Muy difícil, hace falta el don de Dios).

Primero, que confíes todos en el amor infinito de Dios, en la misericordia infinita de Dios. Que cojáis todo lo que podáis y queráis. Yo me acuerdo siempre que al comienzo de la procesión me daban unos paquetones de estampas que duraban menos de un minuto. Yo salía ahí con las estampas de la Virgen de las Angustias y, en menos de un minuto, habían volado, me guardaba algunas en los bolsillos y luego había chiquillos que en la procesión… pero nunca he llegado a la Fuente de las Batallas, nunca, porque ya me las habían quitado todas. Pues eso, igual que quitáis las estampas, quitad del corazón del Señor, del corazón entregado, dado, regalado del Señor, y de la misericordia, y de la protección de Nuestra Madre, todo el amor que necesitéis, que no os faltará.

Dos cosas nos enseña la Virgen de las Angustias. Una casi la he dicho ya, pero que son vitales. Nunca estamos solos. Incluso si no hemos conocido a Jesucristo ni el amor de Jesucristo, nosotros nos lo perdemos, pero no por eso Jesucristo deja de estar a nuestro lado. Jesucristo ha derramado Su sangre por todos los hombres. Y por lo tanto, no hay sufrimiento humano que no sea, un poquito, una participación, como un trozo de la Pasión del Señor. Cuando San Pablo decía “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo que vive en mí”, cuando yo lloro, es Cristo que llora en mí; cuando a mi me duele el corazón o el alma porque me doy cuenta de mi miseria, de mi pobreza, o de la miseria de este mundo tan pobre en el que vivimos, es Cristo a quien le duele su corazón cuando a mí me duele el mío. Es Cristo quien da gracias. Eso lo decimos en cada Eucaristía: “Por Él, con Él, y en Él”. Pero, ¿quién soy yo para darle gracias a Dios o para tributar honor y gloria a Dios?, como si mi gloria le añadiera algo a Dios, como si Dios necesitara de mi acción de gracias, o de mi alabanza. Es Cristo, Su Hijo, en Quien yo me escondo cuando levanto las manos así para orar, y me escondo detrás de las llagas de Sus manos, y es Cristo quien ora en mí. Es el Hijo de Dios, que siempre es escuchado. Por lo tanto, nunca estamos solos, creedme. Quisiera grabar esto con letras de oro y fuego en vuestros corazones y en los de todos: ¡Nunca estamos solos! ¡Nunca deja el Señor de querernos!

Y la otra cosa es que si el Señor nos concede la gracia de vivir nuestros sufrimientos con esa conciencia de que estamos unidos a la Pasión de Cristo, el sufrimiento se transfigura. Por eso, Madre, Tú vas de luto, pero en los lutos no se ponen flores; en los lutos se llora. Tú vas de luto, porque tienes a Tu Hijo muerto en tus rodillas, pero estás rodeada de flores que expresan ciertamente nuestro amor; pero que expresan, también, que eso que parece tu derrota, que parece la derrota de Dios, es Su triunfo. Y que eso que parece tu sufrimiento es, al mismo tiempo, el signo de tu realeza, porque el amor con que Cristo vive Su Pasión lo decía el Evangelio de uno de estos días (el de ayer): “Cuando yo sea levantado hacía lo Alto (ndr. es decir, cuando Yo esté en la cruz) atraeré a todos hacía Mí”, porque en ese momento se revela la profundidad del amor de Dios, que ni siquiera la muerte, los insultos, la muerte más ignominiosa… No sé si habéis visto la película “El Silencio”, una película que tiene alguna cosa horrorosa y algunas cosas… pero donde aparecen una serie de crucifixiones de cristianos japoneses, donde se ve realmente lo que era la crucifixión, o en la película de la Pasión, porque dicen “era más horrorosa”, sí, la crucifixión era más horrorosa, es probablemente el suplicio más horrible que los hombres han inventando. Y, sin embargo, Tu amor es más grande: “Nadie me quita la vida. Yo la doy porque quiero”. A ese amor más grande nos acogemos. Y también nuestros sufrimientos, y nuestras quejas, y nuestros dolores se transforman en una fuente de gracia para este mundo tan herido.

Mis queridos hermanos, que el Señor nos conceda vivir esto, y eso nos hace atravesar el desierto, atravesar la pandemia, atravesar los confinamientos, atravesar persecuciones del tipo que puedan venir y que hay cristianos que viven en este mismo día, y en este mismo momento en el mundo, atravesarlas con la certeza de que la victoria final es de Dios y de Su amor. Y que nosotros no tenemos nada que temer, porque ese amor está en nosotros, está con nosotros, va con nosotros, y estamos viviendo con las cartas marcadas porque sabemos que el triunfo, unidos al Señor, nos pertenece.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

15 de septiembre de 2020
Basílica de Nuestra Señora de las Angustias (Granada)

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