Fecha de publicación: 8 de junio de 2016

INTRODUCCIÓN
La decisión de iniciar esta sección en el blog Ciudad de Dios y de los hombres es casi connatural (y contemporánea) a la idea del mismo blog: si Cristo es Señor de todo “en los cielos, en la tierra y en los abismos” (Flp 2, 10), todo tiene que ver con el señorío de Cristo, y Cristo tiene que ver con todas las cosas, puesto que “todo ha sido creado por Él y para Él (…) y todo tiene en Él su consistencia” (Col 1, 16-17). No es posible, por tanto, que una actividad, o un ámbito de relaciones tan decisivas para la vida humana como es la vida de la polis, esto es, el régimen y la articulación de las comunidades humanas más allá de la familia y entre ellas, quede totalmente al margen de Cristo. No es posible que Cristo resucitado y vivo, y que la experiencia que la Iglesia tiene de él y del Padre en la comunión del Espíritu Santo, no tengan nada que decir acerca de esas relaciones que nos constituyen, y determinan considerablemente la conciencia que tenemos de nosotros mismos y del mundo. Si ése fuera el caso, Cristo quedaría fuera de una dimensión humana sumamente importante, esencial a la vida humana. Y no sería “el Señor”. Llamarle “Señor” no pasaría de ser una metáfora más bien vacía. Pues bien, eso es exactamente lo que ha sucedido: que en gran medida hemos excluido a Cristo y a la experiencia de la redención de Cristo de esa dimensión de la vida humana —y de otras, desde la economía al matrimonio y la familia—. De aquí que el hecho de ser cristianos signifique tan poco en nuestra vida. Y que tampoco signifique demasiado el dejar de serlo.

Explorar y articular de la manera más adecuada posible al señorío de Cristo la relación entre Cristo y la polis, es la tarea esencial de esta sección del blog. Era una de las preocupaciones que le hicieron nacer desde el principio. Se trata de abrir un debate. En un sentido muy restringido, ese debate es el debate sobre la relación entre teología y política. O más exactamente, entre fe cristiana y política. Pero ese debate no es más que una parte de uno mucho más amplio: el de la relación entre la teología (la fe) y la filosofía y las llamadas ciencias humanas (economía, psicología, medicina, sociología, pedagogía), y las artes, y la física o la biología o las matemáticas o las ciencias naturales. Entre lo cristiano y lo que la gente suele considerar como “lo real”. Entre la novedad cristiana y lo humano en nuestro preciso momento cultural, en plena Era Secular (Ch. Taylor). En ese debate, y en las respuestas que se den a las cuestiones que suscita, está en juego el futuro del cristianismo. Y está en juego el futuro de lo humano. Los dos futuros son el mismo futuro.

Pero al mismo tiempo, hay para el nacimiento de esta sección algunos estímulos más circunstanciales y recientes. Por supuesto, estamos a tres días de una campaña electoral, y de una campaña electoral que no es como otras que la han precedido, que no es una más. Es propio de la misión de un pastor el exhortar a votar y a votar con un sentido de responsabilidad respecto a lo que está en juego. Lo hago aquí. Lo hago invitando también a que el escepticismo con respecto a una cierta política no sirva de ocasión para ser instrumentalizado de un modo u otro por unas políticas peores.

Pero la decisión de poner en marcha esta sección nace también de una conversación de hace unos días con una familia cristiana (típicamente de derechas), amante de la Iglesia y de su fe, y a la vez inteligentes, cultos, pero que no podían creerse lo que veían sus ojos y oían sus oídos (en la televisión, en la radio)… Todavía menos podían creerse lo que le oían decir a su hija mayor, estudiante de empresariales en una Universidad más o menos Católica (o “de inspiración católica”, lo que ya significa de entrada que lo es más bien menos que más), cuando les explicaba a qué cosa iban a votar sus compañeros y hasta sus profesores. Su percepción de la realidad era muy distinta de la de sus padres, pero su rostro era todo preguntas. Yo me daba cuenta que esas preguntas no tenían una respuesta rápida (a menos que fuera superficial), porque requerían todo un camino de aproximación antes de poder responderse en condiciones. El afecto a esa familia y a esa muchacha, y a muchas otras familias y a muchos otros jóvenes como ella entre el pueblo que el Señor me ha confiado, ha sido uno de los motores que han puesto en marcha este intento. Y es que la tarea verdaderamente urgente (y por tanto, a largo plazo) no consiste tanto en ayudar a optar entre derechas e izquierdas cuanto en problematizar el marco y los términos mismos en los que se presenta esa oposición (aparente).

Una pregunta subyacente a la conversación era: ¿Pero no hay al menos unos ocho millones de personas que van a Misa (que celebran la Eucaristía) cada domingo? Y además van libremente, sin que nadie les obligue como obligan las leyes del estado. No sólo eso, sino que, también libremente, dan algún dinero para poder seguir yendo… ¿No constituye eso una mayoría decisiva, o sumamente importante al menos? ¿No expresa así cada semana el pueblo lo que la retórica habitual llama su “soberanía”, o lo que le queda de ella? ¿Qué partido, de izquierdas o de derechas, reuniría a lo largo y ancho de la geografía de esa parte de la Península Ibérica que está en el mapa a la derecha de Portugal, un domingo tras otro, durante más de diez o doce semanas, llueva o nieve o haga un sol de justicia, a la décima parte de esa multitud, sin repartir bocadillos, o sin tener que pagarles los autobuses y el entretenimiento a los pocos miles de bravos militantes que resistieran el meneo?

Pues bien, la pregunta del millón es: ¿Cómo es posible que luego, en la liturgia del voto, esa “mayoría” tenga tan poco reflejo? Esa pregunta se la hacían mis amigos. Yo la he oído, quizás cientos de veces, formulada de maneras distintas, a multitud de cristianos… y también de no cristianos.

También se ponía de manifiesto en esa conversación una queja: era la queja acerca del silencio de los pastores en un momento como éste. Esa queja —aunque a veces proviene de círculos que viven de la añoranza del pasado, y que a veces no tienen la menor idea del mundo en que vivimos—, la he oído también (la hemos oído todos) muchas veces. Romano Guardini decía, refiriéndose a la emergencia del nazismo, que nuestro tiempo (su tiempo, pero en esto está también el nuestro), no estaba marcado tanto por la proliferación de los malos como por el silencio y la complicidad de los buenos. (No me atrevería yo a ponerme en un lado o en otro de esa distinción, porque conozco muy bien en primera persona las tentaciones —y las caídas— del cobarde, así como las del fariseo). Pero pienso desde hace muchos años que las cincuenta (o cien) primeras páginas del Archipiélago Gulag de Solzhenitsyn deberían ser lectura obligatoria en los colegios católicos en Segundo de la ESO, o en todos los grupos de las parroquias o de las comunidades y movimientos cristianos.

Por eso, porque hay en esa queja un punto nada despreciable de verdad, y porque no quisiera presentarme ante el juicio de Dios con esa carga de haber ocultado a unos fieles a los que quiero con toda mi alma la pequeña porción de verdad que pueda haber acumulado en mi vida a la luz de la fe católica y de mi experiencia de pastor, voy a hablar. O más bien, voy a dejar que hablen otros, cuyo pensamiento y cuya dicción me dan más confianza que los míos, quizás por ese sentimiento de cobardía al que he hecho referencia hace un momento, o quizás porque, inseguro en ciertos terrenos, me fío más de otros que de mí mismo. Quizás también porque antes de que pueda haber un pensamiento político cristiano suficientemente articulado, y una teoría política cristiana, hay un montón de maleza que desbrozar, de malentendidos que aclarar y de prejuicios que quitar del medio.

Lo que si que voy intentar es que en este blog se hable, no en el langage de bois que suele ser el género literario de la mayoría de los documentos eclesiásticos, ni de manera abstracta, sino en un lenguaje de hombre. Siguiendo el ejemplo de Benedicto XVI en su libro sobre Jesús de Nazaret (¡un Papa hablando sobre el punto central de la fe sin implicar su autoridad magisterial en lo que dice, incitando al debate y a la discusión!), y siguiendo también el ejemplo del Papa Francisco, que tampoco teme hablar desde su humanidad contingente y concreta, voy a hablar (o a facilitar que se hable), en el lenguaje que fue característico de la tradición católica antes de las fracturas de la modernidad. Ese era el lenguaje de los Padres de la Iglesia, que también usaban lenguaje de hombres para decir lo que querían decir, aunque no tuvieran el modo ni el lenguaje para decirlo perfectamente. 

(…)

+ Javier Martínez 
Arzobispo de Granada

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