Fecha de publicación: 26 de julio de 2017

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Cristo y Pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes:
querida hermana;
queridos familiares de algunos de los mártires que nos acompañáis;
hermanos y amigos:

¿Para qué es la vida? ¿Para qué nos da el Señor el don de la vida? ¿Qué sentido tiene el tiempo de peregrinación que pasamos en este mundo? Para conocer a Jesucristo y para dar testimonio de Él. No tiene ninguna otra razón. Un pasaje de San Pablo lo expresa con mucha nitidez, expresando lo que es la vida de la Iglesia, la vida de su Esposa: Cristo murió por nosotros y resucitó para que no vivamos ya para nosotros mismos sino para Él, que por nosotros murió y resucitó.

Ese “vivir para Él” es la tarea verdadera de la vida, la única. Cuando tratamos de llenar nuestra conciencia, y nuestro corazón, y nuestras preocupaciones, de otras muchas cosas, si falta Él, al final lo que nos queda en las manos es vacío. Cuando está Cristo; cuando la vida es para Cristo, entonces todo –la vida de la familia, el trabajo que hacemos en el mundo, las relaciones humanas- encuentra su lugar. Dejan de ser relaciones regidas por una serie de pasiones, por el ansia de poder, o por la envidia o por el egoísmo, la avaricia, para convertirse en relaciones de amor. De ese amor que ha llevado a Cristo, al Hijo de Dios, a asumir nuestra condición humana, a unirse a nosotros, a darse a nosotros sin que nosotros lo merezcamos, y a acompañarnos, a pesar de nuestra pobreza, en nuestro camino hacia la Patria, hacia la Casa, hacia el Hogar, hacia el Padre.

Por eso, el primer gesto de un cristiano que tiene conciencia de lo que significa el don que ha recibido es dar gracias por la fe, dar gracias por el don precioso de la fe. Y uno comprende que en la Iglesia el tesoro más precioso después de los sacramentos, el cumplimiento–por así decir- de aquello para lo que los sacramentos son, sea la vida de los santos, especialmente la vida de los mártires, aquellos en los que se realiza aquella palabra del Salmo: “Tu Gracia vale más que la vida”. Haberte encontrado a Ti, Señor, saber que Tú eres el tesoro, la vida de nuestra vida, el pan de nuestra vida, es algo más precioso que la vida misma, porque la vida sin este tesoro no vale nada, y en cambio teniéndoTe a Ti, que eres el Señor de la vida, aunque uno pierda la vida, no la pierde nunca.

Es curioso. Desde Santiago fue el primero de los apóstoles que derramó su sangre por el Señor, cumpliendo las palabras del Señor –mi cáliz sí lo beberéis, pero el que estéis a mi izquierda o a mi derecha no me corresponde a mi darlo, pero mi cáliz lo vais a beber. Vais a beber de la vida lo mismo que yo voy a beber en la cruz-; fue el primero, y lo cierto es que la historia de la Iglesia, desde los orígenes, hemos nacido de la cruz, hemos nacido del costado abierto de Cristo. La vida del Paraíso se nos abre cuando se abrió el costado de Cristo y brotaron esa sangre y esa agua, que la Iglesia siempre entendió –los primeros cristianos- como símbolo de los sacramentos de la Iglesia, del Bautismo y de la Eucaristía, que dan a los hombres esa vida nueva que nos permite justamente vivir en el Espíritu Santo, vivir para Aquél que por nosotros murió y resucitó.

Desde los orígenes, la Iglesia ha estado acompañada por los mártires. Es como el signo y el sello de la Iglesia. Están los mártires de los primeros siglos. Aquí recordamos su memoria en el Sacromonte. Y aunque los detalles de los libros plúmbeos sean totalmente legendarios, a pesar de que la intención que rige esas leyendas es algo en lo que se ha trabajado muy poco, y entendido a la luz de toda la tradición literaria del mundo árabe cristiano, son leyendas llenas de una intención exquisita, de una intención que hoy llamaríamos ecuménica; a pesar de que esas leyendas no sean verdaderas, es muy posible que en la memoria del pueblo cristiano, a pesar de los siglos, quedase el recuerdo de un antiguo cementerio cristiano, y que en los primeros siglos muy en el origen la Iglesia estuvo implantada en España no ofrece ninguna duda (quizás especialmente en Granada, a través de Cartagena –Cartagonova-, por el atractivo que tenía la Vega de Granada, pero también por el testimonio del Concilio de Elvira, que aún antes de que se hubiese celebrado la paz de Constantino, que reconoció la legitimidad de la religión cristiana, ya reunió en estas tierras nuestras a alrededor de 80 obispos en el primer Concilio del que la historia nos ha recordado sus actas. El primer Concilio que hubo en la Iglesia… hubo muchos, en esos tres primeros siglos, más o menos clandestinos, en Cartago, en lo que hoy llamamos Medio Oriente, muchos sin duda, después de aquel primero de Jerusalén, que narran los Hechos de los Apóstoles). Por tanto, podemos estar seguros de que la historia de la Iglesia estuvo también aquí marcada desde el principio por la sangre de los mártires. Acerca de Santiago, por el que damos gracias como patrón, que haya predicado en España, sólo una antigua tradición lo recuerda. Pero me daba una vez un investigador polaco de los comienzos de la historia de la Iglesia una razón muy sólida para defender el que Santiago predicara en España, aparte de que luego su sepulcro fuera traído por sus discípulos a lo que hoy es Santiago de Compostela: en los siglos –sobre todo en el siglo IV- las iglesias se peleaban por tener la memoria de un santo, el recuerdo de un santo, las reliquias de un santo, de algún apóstol, porque el tener las reliquias de algún apóstol o el haber sido lugar de predicación de un apóstol era un motivo de orgullo para una iglesia, y por lo tanto luchaban y por todas partes aparecían o huesos, o restos, o memorias o un libro que había usado cuando pasó por allí… y dice: curiosamente, de Santiago, no hay más tradición que la de España, no la hay en ningún otro lugar. Y él fue el primer obispo de Jerusalén, por lo tanto había muchos motivos para que en el este de la Iglesia, en las zonas de Palestina, y de Siria, y de Egipto o el sur de Grecia, se pudieran haber conservado tradiciones de Santiago; no hay ninguna, y ese silencio es el testimonio más elocuente en favor de la verdad de la tradición hispana.

Nosotros recordamos su memoria como la de aquél que nos trajo la fe. Y lo que es importante es saber que la fe es el don más precioso que tenemos en nuestra vida. Y que el testimonio mejor de esa fe, el que prolonga más directamente –junto al ministerio apostólico- la verdad de Cristo es el testimonio de los mártires. Hubo mártires en la antigüedad (ciertamente, en nuestras tierras). Hubo mártires durante la ocupación islámica. Aquí recordamos a san Gregorio de Parapanda, pero sin duda fueron muchos los cristianos que sufrieron el martirio. De los de Córdoba, san Eulogio nos ha contado (mientras él vivió, porque luego fue él mismo martirizado y quedó la historia de los mártires en silencio) las persecuciones que sufrieron los cristianos, la comunidad cristiana de Córdoba, en los primeros siglos de la ocupación islámica. Después, todo el mundo los llama “los mártires de las Alpujarras” y hay un montón de lugares –el pozo de los mártires, el camino de los mártires, la calle de los mártires, la plaza de los mártires- de aquellas masacres de cristianos que tuvieron lugar en la revolución morisca, y de los que estamos ahora mismo recogiendo los testimonios más antiguos de nuevo, que algunos de ellos se habían perdido. Y aquí tenemos delante de nosotros los restos de los mártires de la persecución religiosa en el siglo XX.

La historia de la Iglesia es una historia martirial. Pero subrayar ese carácter martirial de nuestra historia no es un motivo para hacer del cristianismo o de la defensa del cristianismo una defensa ideológica, por ejemplo frente a los enemigos de la fe. Más bien tendríamos que tener y pedirLe al Señor –que ésa es la actitud del cristiano- la actitud que han tenido los mártires: ellos siempre pedían que se perdonase a quienes eran el instrumento de su muerte. O como esa mujer egipcia, que se divulgaba su testimonio hace unos meses, cuyo marido había sido decapitado en las playas de Libia, diciendo “¡Oh, Jesús!”, en el momento en que le decapitaban; le preguntaba un periodista si sentía odio por aquellos que habían matado a su marido y decía “cómo voy a sentir odio si me han hecho a mi y han hecho a él el regalo más grande. Él era un sencillo trabajador. Cuándo iba a soñar él que podía ser uno de los mártires de la Iglesia y cuándo podía soñar yo ser la mujer (ahora la vida) de un mártir, de un santo”. Ésa es la actitud de un cristiano.

Que no sirvan los martirios para reforzar posiciones que se apoyan en la fe para causas que en definitiva son políticas. No. Que nos sirvan para adentrarnos en el misterio de Cristo. Cuánto vales, Señor. Qué bien tan grande significas Tú en la vida humana para que uno pueda sacrificar la vida antes que perderte a Ti, antes que negarte a Ti; para que uno pueda dar la vida, sabiendo que quien da la vida por Ti la recupera, sabiendo que quien da la vida por ti no la pierde. Ganas al autor de la vida y con Él la certeza de una gloria eterna. Los antiguos cristianos gustaban celebrar la Eucaristía encina de los sepulcros de los mártires. No era una cosa devocional, piadosa en un sentido barato o negativo. Tenía un profundo sentido, porque ellos son los que hacen verdad las palabras que el sacerdote pronuncia en la consagración: “Tomad, comed, esto es mi cuerpo”. Ellos entregan su cuerpo a la Iglesia, al mundo, a los hombres, a sus enemigos. Entregan su cuerpo como Cristo para el perdón de los pecados, para testimoniar la verdad del amor infinito de Dios por los hombres. Ellos hacen verdad las palabras de la consagración, porque, junto al cuerpo misterioso, sacramental de Cristo, Cristo habita en ellos y el cuerpo de Cristo en ellos se da por la salvación del mundo, haciendo verdad las palabras de Cristo en la Última Cena.

El Santo Padre hace muy pocas semanas en un Motu Proprio ha equiparado a los mártires a aquellos que ofrecen su vida por el bien de sus hermanos y que se entregan en situaciones a veces de extrema necesidad o de extremo peligro, justamente para el bien de sus hermanos. Y ha explicado cómo ese don de la vida, de nuevo. ¿Por qué? ¿Por un capricho del Papa? ¿Porque ahora hay que subrayar más la necesidad de que el cristianismo muestre su amor a los necesitados y a los pobres? No. Porque de nuevo eso hace verdad las palabras de Cristo en la Eucaristía, el significado de la vida de Cristo, para quien nosotros vivimos; para quien nosotros, por ser cristianos, vivimos. Vivimos para Él, que por nosotros murió y resucitó. Vivimos sólo para dar testimonio de Él, que por nosotros murió y resucitó, y que es la única esperanza de los hombres, la única esperanza nuestra y la única esperanza del mundo.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

25 de julio de 2017
Solemnidad de Santiago Apóstol
S.I Catedral

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