Siempre que los cristianos celebramos la Eucaristía (“vamos a misa”, como decimos a veces o con mucha frecuencia), en el comienzo de la plegaria eucarística decimos que es “justo y necesario”, que es “nuestro deber y nuestra salvación darLe gracias al Señor, siempre y en todo lugar”, es decir, en todos los momentos de la vida. ¿Y por qué? Porque en la Encarnación del Hijo de Dios, que quiso compartir nuestro camino de hombres -con todo lo que eso lleva consigo de momentos de gozo pero también de dolor y de soledad, de ansiedad, de angustia, de angustia ante la muerte- quiso gustar el cáliz de la vida humana y beberlo hasta el final; hasta la muerte y una de las muertes más ignominiosas. ¿Y cómo podemos dar gracias por eso? Porque detrás de la Encarnación, que es la Alianza definitiva de Dios con nuestra pobre humanidad -el abrazo, el vínculo, el atarse de Dios a nuestra humanidad para siempre, “con una Alianza nueva y eterna”-, desde la Encarnación hasta esa consumación que es la cruz, lo que hay en cada paso, en cada gesto, en cada momento de la vida de Jesús, lo que hay en la muerte de Jesús, es el amor sin límites y sin condiciones de Dios.

Es ese amor infinito que abraza a la Creación entera, que abraza a nuestra historia, a las generaciones que nos han precedido, a nuestros padres, a nuestros abuelos; que abrazará a la humanidad entera mientras haya mundo. Es ese Amor el que nos hace vivir en la acción de gracias. Es ese Amor sin límites el que produce una paz, una esperanza, una alegría que no puede producir ninguna otra cosa del mundo, porque las alegrías del mundo todas tienen un precio y todas tienen una “resaca”, en el sentido más noble y normal de la palabra, como las olas que vienen y luego se retiran y se van. Así son las alegrías que nosotros somos capaces de generar o de fabricar.

La alegría que nace del conocimiento de Jesucristo vivo y resucitado para siempre, la alegría del amor que el Señor quiere que nosotros participemos de Él, es una alegría que, aún en medio del dolor, aún en medio de situaciones sumamente difíciles o inexplicables, o dolorosas, aún a las puertas mismas de la muerte, sosiega el corazón, permite dar gracias a Dios, siempre y en todo lugar.

El Señor quiso llegar hasta la muerte y, repito, una de las muertes más ignominiosas, más horribles que los hombres han inventado jamás. Y quiso asociar a esa muerte, que era por nosotros, que era para nosotros, que era para revelarnos Su amor a Su Madre: estando Ella viva, iba a estar asociada. No hay dolor en este mundo más grande que el de una madre que ve morir a su hijo. Yo no conozco otro más grande. Pero si además ese hijo muere humillado, ajusticiado, entre dolores espantosos, objeto de burla de todo el mundo, conociendo Ella quién era y que era inocente, yo creo que ni somos capaces de imaginarnos ese dolor, pero tampoco somos capaces de imaginarnos hasta qué punto la Madre participaba en el Amor de Su Hijo, estaba unida al Corazón de Su Hijo.

Nosotros la veneramos en Granada, tenemos el privilegio de venerarla en Granada con su Hijo muerto sobre sus rodillas, habiendo llegado Su Hijo al colmo del amor de Dios y habiendo llegado Ella al colmo del amor unido al de su Hijo por nosotros, por ti, por mi, por nuestros pecados, por nuestras pobrezas, para abrirnos a la alegría y a la esperanza de la vida eterna; para que podamos vivir siempre y en todo lugar en acción de gracias. Y no penséis en un castigo. Los cristianos interpretaron desde el primer momento la muerte de Cristo como un sacrificio, pero la idea de que Dios quería ese sacrificio o forzó ese sacrificio como un castigo en lugar nuestro es una idea moderna, no es una idea que estaba ni en los autores del Nuevo Testamento, ni en la Biblia está en ninguna parte. Los sacrificios eran motivo de alabanza a Dios; era el modo en el que Dios expiaba nuestros pecados; era el modo en que Dios trataba con perdón, con gracia.

El momento de la muerte de Cristo es el pecado supremo de la historia. No ha habido ni habrá jamás ningún pecado como la muerte de Cristo, por muy profundos, y muy hondos, y muy grandes, y muy graves que nos parezcan a nosotros nuestros pecados, no tienen ninguna comparación con el pecado que es haber rechazado y haber condenado a muerte y haber matado al Hijo de Dios. No hay ningún pecado mayor. Pero, como dice San Pablo, “donde abundó el pecado sobreabundó la gracia”, es decir, ese pecado ha servido para que se revele el fondo sin fondo, el abismo sin fondo del amor de Dios, y por lo tanto esa muerte es una fuente de alegría para el mundo, una fuente de alegría para quienes hemos tenido la gracia inmensa de conocer ese Amor y de poder acogernos a él. Repito, no es un castigo: ni para Cristo, ni para su Madre, ni para nosotros. Es un amor que desborda y que es capaz, hasta en las circunstancias más difíciles, de abrazar la humanidad, nuestra humanidad, tu humanidad, mi humanidad. Y para que ninguno de nosotros pudiéramos sentirnos solos diciendo “Dios no es capaz de comprenderme”, “Dios no es capaz de entender por lo que estoy pasando”, “Dios no es capaz de imaginarse lo que estoy viviendo”. Lo ha querido vivir Él. Pero no sólo en el momento de la cruz, que, como la Encarnación, no era un teatro, no era una broma, no lo podía vivir mas que una vez. Y como el amor que había en ese momento era infinito, bastaba con un momento para abrazar la Creación entera y el mundo entero y la historia entera. Fijaros si hay pecados en la historia. Pensamos sólo en las guerras o sólo en algunos de los momentos más horribles de explotación del hombre por el hombre. Todo está abrazado en la cruz del Señor, para que ninguno de nosotros pueda decir “esto Dios no lo puede entender”.

Para que todos podamos sentirnos que no estamos solos en nuestra cruz y en nuestra pasión; mejor dicho, nuestros dolores, los dolores que padecemos, que son fruto la inmensa mayoría de ellos del pecado del mundo, de nuestros pecados, de unos o de otros; o del ambiente del pecado en el que crecemos, o en el que vivimos, o en el que nacemos ya. Esos pecados están de antemano abrazados –repito- por el amor infinito de Jesús. Y están abrazados por su Madre. Y Él nos la deja como madre en el momento de su muerte, representados todos en la figura de San Juan, para que podamos hacer dos cosas; dos cosas que son sencillas en el fondo, pero que son siempre una gracia de Dios (no es algo que podamos hacer ni a base de puños, ni a base de fuerza de voluntad): una, tener conciencia de que cualquier sufrimiento, del tipo que sea, es una parte de la Pasión de Cristo, ya, para siempre; aunque sean sufrimientos por nuestros pecados o por daños que hemos hecho y que no podemos arreglar o remediar, o por daños que hemos sufrido y que no tienen arreglo. Sean los que sean nuestros sufrimientos, forman parte ya de la Pasión de Cristo.

Y la segunda cosa, es que podamos conscientemente nosotros unirnos a esa Pasión, aunque no nos demos cuenta, aunque a lo mejor en ese momento el dolor sea tan grande que no estemos más que gritando o suspirando, o ni siquiera eso, ya sin fuerzas, en la cama de un hospital, nada más que un pequeño quejido: ahí está el Señor. Cuando nos damos cuenta y cuando hemos podido ejercerlo (no en esos momentos, en ninguno de esos momentos estamos nosotros para rezar siquiera), pero uno ofrece la vida, se la ofrece al Señor, se une a la Pasión del Señor y, luego, como me decía un jesuita que está en proceso de beatificación y muy sabio, muy sabio con la sabiduría de Cristo y de la cruz: “Las cruces de verdad se ofrecen antes de que vengan y, luego, unos las pasa como puede”, y si hay que gritar, se grita, y si hay que llorar se llora, y si hay que agarrarse a una mano familiar o amiga, se agarra uno con todas sus fuerzas… Y si hay que tirarse al cuello del Señor se tira uno al cuello del Señor, pero nunca estamos solos. Y si esos sufrimientos son ofrecidos, también esos sufrimientos forman parte del amor de Cristo para los hombres. Cristo ha venido para incorporarnos también a su cuerpo y a su movimiento de amor para ser como su Madre, reflejo de su Madre, prolongación de su Madre.

Cada Eucaristía en la que decimos “es justo y necesario, siempre y en todo lugar, darTe gracias”, Te damos gracias Señor por ese amor que nos llena de asombro, que casi no somos capaces de creer, porque no somos capaces de imaginar, que nos llena de sorpresa; y quisiéramos, como tu Madre, estar a tu lado, ser conscientes de que Tú estás a nuestro lado, siempre. Y ése es el motivo de la alegría. Pero estar a tu lado como lo está Ella, ofreciendo nuestra vida y nuestros sufrimientos por este mundo herido de tantas maneras. Todos los días lo vemos, todos los días tocamos esas heridas; que no huyamos de ellas.

Hoy coincide que es el día también de los inmigrantes. Dios santo, un autor de hace no muchos años decía que las migraciones en el mundo contemporáneo no tienen parangón en la historia, son movimientos de masas causados por la injusticia de los hombres, sin duda ninguna, y que causan tantas muertes como las guerras en esos caminos que los hombres emprenden en busca de una vida mejor o huyendo de una persecución, o huyendo de la cárcel, o huyendo de las tiranías que invaden y que llenan nuestro mundo.

Que ofrezcamos hoy, día de la Virgen de las Angustias, también nuestros sufrimientos, también nuestra pasión, junto a la Pasión del Hijo y a la Pasión de la Madre por esos hermanos nuestros que sufren.

Que todos, dejándonos poseer por el Amor de Cristo, vayamos sembrando amor por donde quiera que vayamos, podamos construir un poquito, un mundo un poquito más humano, un mundo un poquito más capaz de reconocer la vida como un don de Dios y de mirar a la vida eterna con esperanza.

Que así sea para vosotros, para vuestras familias, para todos nosotros; para los palieros, pero para todos. Para todos aquellos que queremos y conocemos. Para aquellos que no conocemos pero que han venido también a celebrar con nosotros la fiesta de la Virgen de las Angustias.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

29 de septiembre de 2019
Basílica de nuestra Señora de las Angustias

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