Muy queridos hermanos sacerdotes;
mis queridos hermanos y hermanas todos;
saludo especialmente a las autoridades que nos acompañan:

La oración de la Eucaristía que hemos hecho es de una Misa que hay de acción de gracias. La verdad es que todas las misas son de acción de gracias. En todas, en el Prefacio de la plegaria eucarística se dice que “es justo y necesario; es nuestro deber y salvación, darTe gracias”. Y la vida de un cristiano puede ser descrita como la vida de un hombre contento y agradecido, como el leproso curado por el Señor. Es verdad que no es una virtud demasiado frecuente, pero no podemos llamarnos cristianos si no vivimos en esa alegría del Evangelio. La alegría de la Buena Noticia, la alegría del amor que Dios nos tiene y que nos ha manifestado en Su Hijo Jesucristo y que nos ofrece cada día en la comunión de la Iglesia, y que nos permite vivir con una humanidad verdadera, bella, buena. Que desea el bien de todos. Que no quiere mal a nadie. Que se parece a lo que somos, imagen de Dios, y que, por lo tanto, expresa en nuestra vida, en el amor de Dios, y desea comunicárselo a los demás.

Hoy, damos gracias por un acontecimiento, en cierto sentido nimio, y no es un acontecimiento expresamente religioso, pero tampoco podemos desvincularlo de los muchos motivos de acción de gracias que tenemos en nuestra historia, nuestra historia cristiana, en nuestra historia de la España cristiana. Entre esos motivos de gratitud, está nuestra gratitud por la unidad de España y por el esfuerzo que los Reyes Católicos, y especialmente la sierva de Dios Isabel, hizo. Damos gracias por esta mujer excepcional. Claro que la damos.

Deseamos que un día la Iglesia pueda reconocer sus virtudes y su santidad de forma que podamos darle culto públicamente. Hoy no lo hacemos, no podemos hacerlo, pero sí que podemos dar gracias por una historia que es bella y de la que no nos avergonzamos en absoluto. Claro que habéis oído decir muchas veces que en esa historia hay heridas, hay torpezas y pecados. Sin duda. No sería una historia humana si no los hubiera. El pecado más grande de la Historia es la Pasión y la crucifixión de Jesús. Pero fijaros que nosotros los cristianos sabemos que ese pecado –“Vino a los suyos y los suyos no le recibieron”- ha encontrado por parte de Dios la respuesta de un amor desbordante; de la cruz brota la misericordia infinita de Dios, los sacramentos de la Iglesia; el Espíritu de Dios que ha inundado la humanidad y que hace posible una humanidad bella y nueva, que hace posible la fe, la esperanza, la confianza de unos con otros, el amor de unos para con otros.

Por lo tanto, el hecho de que en nuestra historia haya pecados no es un motivo para dejar de dar gracias por una mujer que, en medio de un mundo que estaba cambiando… los finales de aquella Edad Media tan clerical y tan podrida en su final, no invitaba fácilmente a que ella pudiese ejercer su gobierno de una manera que buscase ante todo el bien de sus súbditos, que no se doblegase. Me recordaban en la sacristía una expresión que ha circulado con respecto a ella, que era tierna con los pobres, fuerte con los poderosos. Un obispo andaluz me decía “¡pero cómo no vamos a desear su beatificación, sin ella nuestras iglesias no existirían! No seríamos un territorio cristiano”. Y la Iglesia, la mitad de la Iglesia, no hablaría hoy en español.

A mí me sorprende siempre en su testamento, cuando ella habla de sus “queridos hijos de América”, exactamente igual que de los españoles, exactamente igual. Consciente, desde el principio, de que eran seres humanos destinados a la vida eterna, igual que nosotros, y por lo tanto dignos de ser tratados con respeto, sin hacer daño a sus propiedades, a sus personas o a sus tierras. ¿Qué ella no fue obedecida? Bueno, tampoco muchos de los santos han sido seguidos. San Francisco proclamaba que la esperanza de este mundo, que empezaba entonces a ser rico y a ser capitalista, estaba en la pobreza y ya me contaréis qué hemos hecho de su mensaje. Pero ella proclamó y deseó. Deseó con toda su alma. No era para conquistar nuevas naciones o nuevas nuevos territorios. Era evangelizar a aquellos pueblos.

Hoy estamos en un momento sumamente inestable. También estamos en un momento de fin de una cultura. La cultura que ahora finaliza, se desmigaja y se desmorona. Es la cultura de la Ilustración. Es la cultura del mundo liberal de los siglos XVII y XVIII que no es capaz de sostenerse, que, por otra parte, ha puesto la felicidad del hombre en las manos del hombre y ha dejado de confiar en Dios y en la Ley de Dios. Y, como decía san Juan Pablo II, “los hombres podemos dar la espalda a Dios, pero cuando damos la espalda a Dios, las víctimas somos nosotros”. Un mundo contra Dios es un mundo que se vuelve contra el hombre.

Nietzsche, que era un ateo muy grande pero muy honesto, dijo en una ocasión al final de su vida, en una de sus obras, algo parecido: que cuando perdemos el más allá, que cuando nos olvidamos del más allá, no es el más allá lo que perdemos, lo que vamos a perder es el más acá. Yo creo que tenía razón. Lo que vemos cada día más es como una pérdida de humanidad, como una pérdida de sustancia humana en nuestras sociedades, de capacidad, de proposición y de caminos para una humanidad buena y verdadera. Un dejarnos arrastrar por las corrientes que nos llevan y nos llevan, y somos llevados por ellas sin tomar las riendas de nuestras vidas, de nuestros destinos, como personas, como familias, como pueblos, como naciones.

La unidad de España es un bien; es un bien moral que no hay que dejar sólo en manos de los políticos. Todos tenemos la responsabilidad de cuidar de él, porque la unidad entre los pueblos es siempre un bien. La propuesta, en este mundo del capitalismo global, de fraternidad universal que hace el Papa Francisco habla de eso. Ya dijo el Concilio que la misión de la Iglesia es descubrir a los hombres su vocación a la íntima unión con Dios y a la unidad de todo el género humano. Quien une, trabaja en favor de Dios. Quien une a las personas, quien une a una familia, quien une a unos grupos humanos, quien une a una ciudad. Quien separa, quien divide, trabaja siempre al servicio del diablo, que es el que separa, el que divide, el que nos divide a nosotros interiormente y a unos con otros.

En estos momentos, la unidad de España, está en peligro, no vamos a ocultarlo. Pero uno mira América Latina y se da cuenta también de cómo hay un conjunto de factores culturales muy grandes y muy complejos, pero que no tienen que ver tanto con deficiencias de la presencia española cuanto con otras cosas que vinieron después. Yo formaba parte en su tiempo del Consejo Pontificio para la Cultura y recuerdo que un día un obispo francés comentó allí que los problemas de los pueblos latinoamericanos tenían que ver con una insuficiente evangelización o conciencia o ayuda a la dignidad humana por parte de la Conquista española. Es un tópico repetido muchas veces. Y aquel hombre era latinoamericano, concretamente de Santo Domingo. Yo le dije: “Mire, la Conquista española ha tenido miserias, pecados y defectos, sin duda, pero la evangelización española es un hecho único en la Historia”. En los pueblos latinoamericanos se ha producido un mestizaje que nunca, nunca en la Historia se ha producido, al mismo tiempo que se daba un trasvase de culturas y de fe. De hecho, perdonadme, pero, ¿qué queda de los de los indios de América del Norte? Dónde quedan: es en la América Hispana, en Latinoamérica. Eso es porque aquello fue una obra católica y en esa obra la inspiradora, la madre es la Reina Isabel. Hay un arbolito pintado en 1500 y pico, que yo he visto en la Capilla Real, como un dibujo muy sencillo, como de un indio. En él estaban como los tres primeros santos de América Latina dibujados en las ramas, y ella estaba al pie del árbol y decía “madre de muchas Iglesias”.

Damos gracias. Pedimos por América Latina. Son hermanos nuestros. Yo diría que más que hermanos nuestros, o que lo son de una manera especial. Y pidamos por la unidad y, luego, que cada uno, en la medida de sus responsabilidades, contribuyamos a la unidad. (…)

Seamos constructores de unidad y demos gracias por una historia de santidad. En la iglesia de San Nicolás yo quiero dedicar una capilla como a cada continente, pero una, ciertamente, a América Latina, en torno a la Virgen de Guadalupe, Emperatriz de las Américas. El problema que tengo es cómo se representa la cantidad de santos. No me caben en la capilla. No, no caben tantos santos en una sola capilla. Habrá que ver alguna manera de cómo se puede hacer bien.

Damos gracias por esa historia de santidad. Le pedimos al Señor que no nos haga demasiado indignos de ella; que podamos crecer, esforzarnos y caminar ayudados por la Virgen, sostenidos por la Virgen de Guadalupe. Sostenidos por Ella hacia una unidad más grande entre nosotros, más grande entre los españoles, en la que no prevalezcan intereses, luchas de poder, sino el deseo del bien común, del bien de todos, del bien para todos. Y eso sólo prevalece cuando tenemos conciencia clara de una cosa, que un vasco de hace muchos años, llamaba “cultura”. Era un maestro en una escuela de la Guipúzcoa profunda y les decía a los niños: “¿Vosotros sabéis que es cultura? Cultura es saber de dónde venimos y a dónde vamos”. Pues, sólo si sabemos que venimos de Dios y que vamos a Dios es posible tener las energías para luchar por esa fraternidad de unos con otros; por esa unidad de unos con otros que tanto necesitamos todos.

La pandemia nos lo ha puesto de relieve. Las mascarillas todavía nos alejan un poquito unos de otros. Señor, que desaparezca ya este límite. Que podamos ver nuestros rostros, esos rostros que son imagen del Dios vivo. Que podamos ver nuestras sonrisas. Que podamos acariciar, besar, abrazar, querer y expresar con nuestra sonrisa, con nuestros apretones de manos. Que podamos expresar que somos hijos del mismo Padre, que estamos hechos para una misma felicidad, para un mismo destino de la vida eterna en Dios.

Que así sea. Se lo pedimos a nuestra Madre también.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

10 de noviembre de 2021
Capilla Real (Granada)

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