Fecha de publicación: 24 de marzo de 2020

Mis queridos hermanos y amigos (los que estáis aquí presentes y los que os unís a través de las cámaras de televisión. Algunos de vosotros sin duda habéis estado alguna vez en Tierra Santa, en Palestina, y sabéis que la ciudad de Jerusalén está justo en el borde entre la tierra cultivada y el desierto. Sólo está el Monte de los Olivos y, pasado el Monte de los Olivos, comienza hacia oriente precisamente el desierto.

El desierto era el lugar de donde venían los males: la langosta, la sequía, las nubes de tormenta del desierto que asolaban las cosechas y que eran el temor permanente de Israel, que tenía una fiesta especialmente para pedir la lluvia en la llamada “fiesta de los tabernáculos”; esa fiesta en la que Jesús dijo que de sus entrañas iban a brotar torrentes de agua viva. La visión de Ezequiel es justamente una descripción de ese desierto convertido en lo contrario, porque era la puerta que daba hacia oriente del Templo de Jerusalén y, de ahí, salía un arroyo, que comenzó siendo un arroyo pequeño pero que acababa siendo un río que no se podía cruzar y que el mar de las aguas muertas, el Mar Muerto, estaría todo él lleno de peces y convertido en un vergel. Es un mar que ahora mismo está entre los muchos grandes desastres de la ecología, en el sentido de que es un mar que se está secando y ya hay partes enteras de él que se pueden cruzar a pie sin ninguna dificultad. Es un mar que tiene tanta cantidad de minerales, de sales y de azufre, que se flota en él, se puede sentar uno en él a leer el periódico. El profeta lo que dice con esa visión suya es sencillamente lo que es un desierto. El Señor tiene la posibilidad -y lo hará- de convertirlo en un vergel, en un bosque lleno de árboles y, lo que es un mar salitroso y desagradable, se convertirá en un mar lleno de vida y de peces. El Señor no está hablando de geografía, no está hablando del desierto de Judá; habla del desierto de nuestras vidas, habla de nuestra situación en cuanto nos alejamos de Dios.

Yo os he dicho que ofrecía la Misa de una manera especial por Manoli Sánchez Bernete. Esta mujer sencilla, extraordinariamente sencilla, pero a la que nadie ha visto jamás un mal gesto o una palabra fuerte o violenta, sino siempre una exquisita sonrisa para atender a todos (y yo sé positivamente que, cuando uno está en un mostrador al público como estaba ella, no todas las personas se acercan con buena educación o con delicadeza, y jamás ha habido un mal gesto o una mala respuesta o una queja o una expresión de disgusto en su rostro). Yo puedo deciros que la he acompañado a distancia, porque no vivía aquí en Granada en este último tiempo, en estos últimos años y en estos últimos meses, que ella había ofrecido tranquilamente su vida por la Iglesia y por el mundo, por la fe del mundo. Y así estaba preparada para la muerte muy claramente desde hace tiempo ya. Sabía ella que iba a morir y sabía que su vida era un regalo para el mundo, hecho por la Gracia de Dios. Ése es el vergel en el que el Señor convierte nuestro desierto cuando nos abrimos a la Gracia de Cristo. Ésa es el agua con que Él nos limpia, nos lava, nos purifica y nos introduce en el Paraíso. La palabra “paraíso” significa “jardín” y el Paraíso es realmente un jardín en el sentido en que la Presencia de Dios hace que todo florezca, que todo viva y que todo produzca belleza y acción de gracias.

Damos gracias a Dios por la vida y por la muerte de Manoli, que ha descansado en el Señor. Damos gracias a Dios por la vida de todas las personas que están falleciendo estos días, por las que han fallecido hoy, y suplicamos al Señor que, tanto a Manoli como a ellos, Su Abrazo de misericordia los haya acogido ya en el Paraíso, en la vida plena para la que nuestro corazón está hecho y que todos deseamos y que, si nos da el Señor el don de la fe, no sólo deseamos, sino que aguardamos con la certeza de que la muerte no tiene sobre nosotros la última palabra, ni define lo que somos. Somos hijos de Dios y estamos hechos para participar de la vida inmortal de Dios. Somos carne mortal y nuestro cuerpo se deshace, pero nuestras vidas están guardadas por el Señor, protegidas por la cruz de Cristo y amparadas en la misericordia infinita que, en Cristo, hemos conocido.

Que esa misericordia infinita haya acogido a todos los fallecidos del coronavirus, especialmente de aquellos que han fallecido hoy. Que así sea.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

24 de marzo de 2020
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)

Escuchar homilía