Fecha de publicación: 14 de noviembre de 2021

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa Amada de Jesucristo;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos puericantores, que siempre es un gozo teneros en esta celebración de la Eucaristía en la Catedral;
muy queridos padrinos del niño que vamos a bautizar;
muy queridos familiares, hermanos y amigos todos:

Estamos en el penúltimo domingo del año litúrgico y, en este tiempo, cuando nos estamos preparando para terminar el año, la Iglesia siempre nos pone ante los ojos algunos textos que se suelen llamar “apocalípticos”. La palabra “apocalíptico” le ha pasado un poco igual que a la palabra “dantesco”. Cuando se dice que algo es “dantesco” se piensa que es algo espantoso y horrible. Y es verdad que en la “Divina Comedia” de Dante hay una parte que es “El Infierno”, y se aplicaría el adjetivo con bastante rigor a esa parte. Pero hay otra parte que se llama “El Paraíso”, que es una preciosidad y que no tiene nada que ver cuando nosotros decimos “dantesco”. Lo mismo pasa con “apocalíptico”.

Es verdad que la literatura apocalíptica -que era una literatura que usaban sobre todo en el Imperio Persa, pero sobre todo por influencia del Imperio Persa que estaba muy cerquita de Palestina y ocupaba gran parte de lo que hoy es Iraq y Siria- también influyó en la literatura judía, donde se pintaba la Historia como una sucesión de catástrofes. Los judíos tomaron esa literatura para decir que, aunque la Historia sea una sucesión de catástrofes, Dios no dejaría de cumplir sus promesas. Por lo tanto, es una literatura de esperanza. La Primera Lectura que hemos leído, del profeta Daniel, que es, además, justo de ese periodo y tiene su origen en lo que era la diáspora oriental del pueblo judío, describe que habrá unas catástrofes muy grandes pero que Dios cumplirá sus promesas y salvará a sus elegidos. Y el Señor, puesto que esa literatura se usaba, también anuncia Su triunfo y Su venida mediante esa descripción de la Historia, que proviene de la literatura apocalíptica. Es verdad que es una literatura que nos suena muy extraña, en el sentido de que describe catástrofes una detrás de otra, guerras, pestes, ángeles que bajan y siegan la tercera parte de la Tierra…, pero podemos decir que, si uno despoja a esas imágenes de lo que tienen de oriental, es verdad que la Historia humana es una historia llena de catástrofes y de miserias.

Es verdad que tenemos un mito que nos protege de esa visión y es el mito del progreso. Que es un mito. Porque nada dice que la Historia vaya siempre hacia adelante y a mejor. De hecho, si uno mira el siglo XX, este ha conocido catástrofes, guerras y miserias como no las ha conocido ningún otro siglo en la Historia. Supera con mucho la realidad a la ficción. Pensad en las dos Guerras Mundiales, en la guerra de Vietnam, en los trágicos episodios de Camboya, Uganda, Angola. En la guerra que no ha dejado de haber permanentemente en algunas partes del mundo. Nuestra propia Guerra Civil…

Pero el centro de la literatura apocalíptica, su enseñanza, no está en decir que la Historia puede ser una sucesión de miserias. La enseñanza de esos pasajes del Evangelio, o de esos pasajes apocalípticos como el libro de Daniel, es siempre decir “Dios es más fuerte que el mal”, “Dios es más poderoso que el mal”. Y es siempre el comparar la miseria de nuestra pequeñez, la de nuestra vida, nuestro pecado, y el pecado no sólo individual, sino el pecado social en nuestra Historia, con la perspectiva de la eternidad. La perspectiva de la eternidad. Donde hay perdón, no hay juicio. Es la perspectiva de la misericordia infinita de Dios. Es la perspectiva de la mirada de amor de Dios a nuestra miseria. Es la perspectiva, por lo tanto, de una esperanza que no defrauda. Si ponemos la esperanza en que las cosas nos vayan muy bien en la vida… Todos vamos a morir, así que, de algún modo, en la experiencia humana, la muerte tendría la última palabra. Ser cristiano es saber que la muerte no tiene la última palabra. Ser cristiano es saber que somos hijos de un amor tan grande que ese amor vence al mal del mundo, vence al pecado, vence a la muerte, es más poderoso que nada. Nosotros ponemos nuestra esperanza en ese amor que no solamente aguardamos para el final de la Historia, o que aguardamos para el final de nuestra vida, sino que está ya presente entre nosotros.

De aquí a nada nos prepararemos para celebrar la Navidad, que es la Venida del Emmanuel, el Dios-con-nosotros. Y Dios está con nosotros. Su amor y Su misericordia ya triunfan hoy. Si oímos la radio o vemos un telediario, seguramente no nos invita a creer que Dios triunfa sobre el mal. Aunque, o triunfa Dios o no triunfa nadie, porque el mal y la muerte parecen ser omnipotentes. No lo son. Ser cristianos es reconocer que no son omnipotentes. Nuestra vida puede pasar por las vicisitudes y las circunstancias que sean, y nuestra cultura puede ser una cultura desastrosa humanamente hablando. Y, sin embargo, el amor de Dios permanece para siempre. Y Jesucristo, que es la Revelación del Amor y de la Misericordia de Dios, el don de ese Amor para nuestras vidas y que nos permite vivir en la alegría y en la esperanza, “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre”.

Dos cosas quiero añadir. Celebramos el Bautismo de vuestro hijo y ese Bautismo no tendría ningún sentido si no fuera una proclamación de que, a pesar de su fragilidad, como la fragilidad de esta llama (esta llama representa a Cristo Resucitado que está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo), y os entregaremos una velita pequeña, que es una participación de esa llama que representa a Cristo Resucitado, victorioso, vencedor del pecado y de la muerte.

Y también celebramos la Jornada Mundial de los Pobres, en un contexto en el que el Papa lleva meses indicándonos que la manera cristiana de vivir, y que los cristianos deberíamos pedir, que el Señor nos cambie nuestro corazón para poder vivir de una manera más sinodal, que en la práctica significa “cerca los unos de los otros”. Que tratemos de acercarnos los unos a los otros. Fijaros que, en el mundo en que vivimos, hay una dinámica que tiende a dividirnos, a aislarnos, a atomizarnos… La misma pandemia ha contribuido mucho a que nos aislemos mucho los unos de los otros, a generar desconfianza de unos para con otros.

El mismo sistema económico del que participa hoy el mundo entero es un sistema que trata de producir un tipo de hombre en el que todas las relaciones son comerciales. Ya no hay relaciones gratuitas. Dios mío, no. Nosotros, porque hemos conocido a Jesucristo, queremos un mundo donde nuestras relaciones no sean el “yo te doy tanto y tú me tienes que dar tanto”. “Tú me das tanto y, entonces, estoy yo obligado a darte tanto”. No. No hay familia que pueda sobrevivir así. No hay matrimonio que pueda sobrevivir así. No hay vida humana que pueda sobrevivir así. En ese sentido, la invitación de la Iglesia a que aprendamos a caminar juntos, que es invitarnos a que aprendamos a querernos, a que nos acerquemos los unos a los otros, y puesto que este modo de sociedad genera cada vez más pobres, descartados, indigentes, unas distancias sociales cada vez más grandes entre los pueblos ricos y los pobres, entre nuestra riqueza y la miseria de millones y millones de seres humanos. No sólo eso, sino, luego, el tratamiento del comercio que se hace con los mismos seres humanos. Con mujeres, con niños, siempre con finalidad económica. Comercio de órganos, por ejemplo, aprovechando la miseria de varios países del mundo.

Dios mío, que la Iglesia nos recuerde que nos acerquemos a los pobres. Que tratemos de acercarnos unos a otros, porque todos somos pobres. Porque todos somos mortales, pero unos a otros, con una especial preferencia, con una especial delicadeza hacia aquellos que están necesitados. Necesitados de tiempo, necesitados de bienes de este mundo, pero siempre de una caricia, de un afecto. Y de eso estamos necesitados todos.

Pues, vamos a pedirLe al Señor que eso pueda ser un testimonio por el que vuestro hijo, al crecer, pueda encontrarse. Que el amor triunfa sobre el mal. A lo largo de su vida se encontrará con el mal, seguro. El mal fuera y el mal también dentro de su corazón. Pero que pueda encontrarse también con ese amor que es más fuerte que el mal, que vence al mal, que ya ha vencido al mal. Lo vence también en nosotros. Y cuando el mal nos domina, pedimos perdón y el amor de Dios nunca nos niega ese perdón y esa misericordia tan pronto como lo busca nuestro corazón.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

14 de noviembre de 2021
S.I Catedral de Granada

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