Fecha de publicación: 8 de mayo de 2018

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
y dentro de esa realidad preciosa que es la Esposa de Cristo que es el pueblo cristiano, que es la Iglesia, mis queridos enfermos (y ahora os diré por qué, de alguna manera, sois el tesoro de la Iglesia -todos estamos llamados a serlo en algún momento-);
muy queridos sacerdotes concelebrantes, hoy saludo especialmente a José Gabriel, Delegado de la Pastoral de la Salud, que nos acompaña; 
queridas hermanas (he visto por ahí a una Hija de la Caridad, a una Sierva de María, Siervas de los enfermos);
queridos hermanos y amigos todos:

Os cuento una anécdota que es tal vez la primera mención que tenemos en la historia de un hospital, que fue creación precisamente cristiana -la existencia de hospitales-. Era en Alejandría, al norte de Egipto, en la costa del Mediterráneo, que era como la ciudad más culta y más noble de todo el Mediterráneo oriental en aquella época, en los primero siglos cristianos. Y un hombre consagrado, probablemente encargado por el Obispo del lugar o por algún otro de los eclesiásticos (si es que había más de una iglesia en aquel momento, que probablemente todavía no había más que una en cada ciudad para celebrar la Eucaristía), había hecho un hospital. Tenía una pabellón de hombres y un pabellón de mujeres. Y un día se encontró con una mujer que estaba bautizada y que era muy rica, pero muy avariciosa. Entonces, el encargado del hospital le dijo a la mujer: “Mira, he conocido a un mercader de perlas y de piedras preciosas y de joyas que da unos intereses grandísimos. Si te interesara a ti comprar alguna de esas perlas o joyas, te las pagaría muy bien; o si tú tienes joyas que le quieras dar a él, también te las pagaría extraordinariamente bien”. Ella le trajo joyas y le trajo dinero para el mercader, para que comprase lo que pudiera. Y pasaba el tiempo y no le daba nada ni le decía nada. Y ya empezó a pensar que la había engañado: se ha quedado con el dinero y las joyas y no hace nada. Ha pasado bastante tiempo y va a buscar a este hombre y le dice: “Qué pasa con esas joyas, qué pasa con el dinero que te di”. Y le dice: “Las joyas están, y el dinero también y con muchísimo interés. ¿Quieres venir a verlas?”. Y le llevó al hospital. Como tenía un pabellón de hombres y otro de mujeres, le dijo: “¿Qué quieres ver primero, los jacintos o las esmeraldas?”. Y le dijo: “Las esmeraldas, que es un joya más lujosa”. Y la llevó al pabellón de las mujeres enfermas, y la mujer comprendió. Y cuenta el relato, que es un relato de comienzos del siglo IV, que, conmovida por aquel gesto y por aquello, desde aquel momento, vendió todas sus propiedades y se dedicó a trabajar hasta su muerte en aquel hospital cuidando enfermos, cuidando esmeraldas y cuidando jacintos. (…)

La Iglesia ha tenido desde sus orígenes ese amor por el cuidado de los enfermos y por cuidarlos lo mejor posible. Las lecturas de hoy son de las lecturas fuertes y potentes, que casi no necesitan explicación, pero siempre se puede profundizar en ellas.

El lema de este año es “Cuidar, no sólo a los enfermos, sino cuidar y atender a las familias”. Claro que sí. Un enfermo solo es un ser humano perdido. Pero un sano solo es un ser humano perdido. Si es que el Señor nos ha hecho para vivir de alguna manera en comunidad. Una de las tragedias grandes de este mundo, por las que este mundo se muere a chorros, es justamente porque no existe. Hemos destruido, esta cultura nuestra que llamamos del capitalismo global, tiende a destruir todas las comunidades verdaderamente humanas, en primer lugar la de la familia, pero todas otras (el vecindario, el barrio…). Más que nunca, la Iglesia, hospital de campaña -como dice el Santo Padre- en un mundo herido, tiene que hacer comunidad, para que el enfermo pueda sentirse que está acompañado. Pero, ¿quién es enfermo? ¿Vosotros que estáis aquí en la primera fila? Somos amigos, ya de muchos años, nos conocemos de mucho tiempo. No. Enfermos somos todos.

Otras de las ideas que hay que corregir de este mundo nuestro es que la enfermedad es como una anomalía, a base de ver anuncios de la televisión en los que siempre aparecen personas de entre treinta y cuarenta años, siempre sonriendo, siempre felices, nos creemos que hay una vida normal, y que la enfermedad y la muerte son anomalías de esa normalidad. Eso es radicalmente mentira. O sea, no hay nada más normal que la enfermedad. Enfermos somos todos. O sea, la muerte forma tan parte de la vida como el desayuno de por la mañana. Cuando pensamos que lo normal son los anuncios de la tele y que todo lo que se sale de ahí es anormal, entonces nos empezamos a rasgar las vestiduras: “¿Y por qué a mí?”. ¿Por qué a ti? Pues, como todos. No hay nada más normal que un ser humano se muera. Igual que todo ser humano ha nacido, todo ser humano va a morir. Igual que todo ser humano ha nacido, todo ser humano conoce la enfermedad, unos antes, otros después, unos de una manera, otros de otra. Pero la enfermedad forma parte de la vida igual que el desayuno de la mañana, o igual que el aire que respiramos. Y en ese sentido, un cierto aparcamiento de la muerte y de la enfermedad fuera de nuestra realidad no sirve más que para engañarnos; como un cierto aparcamiento de la religión fuera de la vida diaria no hace más que vaciar la vida diaria, cuando la apertura al Misterio es algo tan humano como el latido de nuestro corazón. Nuestro corazón no late, no se acelera, no sufre, no llora si no es porque estamos abiertos a la vida eterna, aunque no nos la podamos dar a nosotros mismos.

Y la alegría inmensa de ser cristianos es que hemos conocido el Amor de Dios y que ese amor nos abre al horizonte de la vida eterna, nos descubre ese horizonte. Y entonces, podemos vivir contentos, podemos morir contentos, y podemos saber que la Iglesia está llena de esmeraldas, de jacintos, en los hospitales y fuera de los hospitales, en las casas, en el corazón de las personas, personas que ofrecen años y años de enfermedad, o años y años de cuidar a un enfermo, o años y años de dolor. Y lo ofrecen con una sencillez sabiendo que, porque hemos conocido el amor de Dios, porque hemos conocido a Jesucristo, nada de ese sufrimiento está perdido, nunca. El más pequeño sufrimiento nuestro tiene una fecundidad inmensa; tiene la misma fecundidad que la Pasión de Cristo, porque Cristo nos ha unido a su Pasión.

Mis queridos hermanos, el cristianismo no son cosas buenas que nosotros hacemos. El cristianismo es haber conocido que Cristo ha hecho por nosotros todo, primero crearnos ya por amor; y segundo, darnos el regalo de su vida divina, darse a Sí mismo, darse a nosotros, para que en esta condición mortal y en esta condición humana, enferma, en la que vivimos, podamos vivir sostenidos por ese Amor, sostenidos por su Gracia, con la certeza de que ni la muerte, ni el dolor, ni la enfermedad, tienen nunca la última palabra. Ni el mal, ni el pecado tienen nunca la última palabra. La última palabra es tuya, Señor, y tu Palabra es “tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo”. En esto consiste la vida eterna: en que conozcáis a Dios y al que Él ha enviado, a su hijo Jesucristo, que es el Amor mismo de Dios. “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por aquellos que ama”. Tú la das, Señor. La has dado una vez y la das todos los días. Te ofreces todos los días. Si mil vidas tuvieras, mil vidas entregarías por nosotros. Te entregas en cada Eucaristía. Te entregas en cada momento. Somos parte tuya. Tú eres parte nuestra para siempre.

Hay muchas más cosas. En estas lecturas: “Os llamo amigos”. ¿En qué consiste la amistad?: “En que todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer”. ¿Y qué es lo que he oído a mi Padre? Eso, su Amor sin límites por nuestras pobres personas, por nuestro ser criaturas. Y ese Amor sin límites es nuestra fortaleza, nuestro suelo, nuestras raíces, nuestra esperanza, la fuente de nuestra certeza y la fuente de nuestra alegría.

Mis queridos enfermos, mis queridos hermanos enfermos, todos nosotros, vamos a pedir al Señor que sepamos construir comunidades en las que podamos experimentar tu Amor; en las que podamos ayudarnos unos a otros; que sean la familia para tantos enfermos que no tienen familia, cada vez menos. Cada vez hay más enfermos porque cada vez hay menos familia. Y la Iglesia tiene que hacer de familia. Tenemos que ser la familia de unos para otros.

Doy gracias a la Hospitalidad de Lourdes y nos acompaña a lo largo de todo el año. En buena medida, es vuestra familia para muchos de vosotros. Que tengamos todos esa conciencia de que estamos llamados a ser una familia y a cuidarnos unos a otros como una familia, y a cuidar a los familias de los que están especialmente enfermos, porque, a veces, por el mundo en el que vivimos, ni ante la enfermedad ni ante la muerte sabemos qué decir. Lo normal es que no hay que decir nada. Lo que hay que saber es abrazar. Lo que hay que saber es acariciar. Lo que hay que saber es acompañar. Y para eso necesitamos que el Señor nos mantenga el corazón ensanchado a la medida de su Corazón

Que así sea para todos nosotros; que así sea para la Iglesia entera.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

6 de mayo de 2018
S.I Catedral
IV Domingo de Pascua y Pascua del Enfermo

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