Fecha de publicación: 25 de marzo de 2022

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa infinitamente amada por Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes:
(el diácono que nos acompaña y que además celebra hoy, precisamente, diez años de su ordenación como diácono y que también entiende de una manera singular una celebración como la de hoy porque él también es refugiado de Venezuela);
queridos amigos todos:

A esta hora en que estamos celebrando esta Eucaristía, por algún lugar de Francia, anda un autobús con cincuenta o cincuenta y dos ucranianos que vienen camino de Granada. Ayer eran trescientos treinta y cuatro me parece, mujeres, algún hombre y algún matrimonio mayor, pero, sobre todo, las mujeres ucranianas con hijos que habían sido recibidas en la diócesis. Con la ayuda del Señor seguiremos recibiendo. Una mujer de las que están aquí en la Comunidad me decía: “Pida usted por mis nietos que están en Mariupol y no puede salir”. Vamos a pedir todos por tus nietos. Mañana, si Dios quiere, también saldrá del Seminario un segundo tráiler con otras veinticuatro toneladas de medicamentos, de mantas, de productos de primera necesidad, pero, sobre todo, de medicamentos para los hospitales de Ucrania.

Dios mío, no os cuento esto para que nos sintamos orgullosos de nosotros mismos. Yo creo que esto nos está permitiendo descubrir cuál es el significado de la vida, de la vida humana y de la vida cristiana. La vida humana es acoger y pierde toda su humanidad cuando perdemos la capacidad de acoger. Incluso, un matrimonio es una forma de acogida. Pensaba yo que nosotros, nuestras imágenes, el matrimonio, son imágenes muy tomadas de las películas americanas del siglo pasado. Pero, cuando el Evangelio habla de San José, dice, después de que el Ángel le revela que él también tiene una misión con ese Hijo que va a nacer de María, dice el Evangelio: “Y José recibió a María en su casa”. Es decir, la acogió. El matrimonio era concebido en las sociedades tradicionales… pues, porque era, había un peligro en que una mujer estuviera sola, sin protección. Casarse era en casi todos los casos, casi siempre era acoger a una mujer para ser protector de ella y de los hijos que tuvieran juntos, y cuidarlos, y esa es la función del marido: acoger y proteger. Pero también la madre cuando acoge, cuando tiene un hijo, acoge a un hijo. Lo acoge en su vida, lo acoge para siempre, porque una madre jamás puede olvidarse del hijo de sus entrañas, aunque haya crecido mucho, aunque hayan pasado muchos años.

Lo que pasa es que ese sentido de la acogida, el Señor, cuya Encarnación es acogida por nosotros, es acogida por la Virgen y por José, que tiene que hacer su misión, pues la vida cristiana se revela como también una forma de acogida. Hay un libro que me encanta, un libro sobre la liturgia, y refiriéndose a la divina liturgia el título que tiene el libro es “Cómo acoger a Dios y a otros extranjeros”. Porque la liturgia es acoger a Dios que viene a nosotros. Es verdad que nosotros adoramos el Sacramento y sabemos que está en el Sacramento, pero está en el Sacramento porque ha venido, vino al seno de la Virgen y viene cada vez que celebramos la Eucaristía. Vino a los suyos. Esa es la Encarnación. Pero los suyos no le recibieron. Pero a cuantos le recibieron les dio potestad de ser hijos de Dios. Acoger a Cristo es acoger la vida divina que es nuestro destino. La vida divina en nosotros. Y esa vida divina, puesto que el Dios verdadero es Amor, ensancha nuestro corazón y nos hace capaces de acoger a otros. Pero el primer extranjero al que tenemos que acoger en nuestra vida es a Dios, que no es de nuestra raza, que no es como nosotros, que es infinitamente distinto a nosotros. Y sin embargo, sólo acogiéndoLe a Él somos de verdad nosotros mismos. Con toda la belleza que soy consciente que puede tener, y la profundidad, y la hermosura que hay en este discurso que pone de manifiesto que cuando acogemos a quien llama a nuestras puertas, a quien los necesita, no hacemos nada más que ser lo que estamos llamados a ser. No hacemos ningún acto extraordinario. Hacemos lo que es normal que los cristianos hagamos. Pero aún con eso, digo yo, hay otra dimensión más profunda y es que antes de que nosotros acogemos a Dios, Dios nos ha acogido a nosotros. Dios nos ha acogido en la Creación. Nos ha acogido en el mundo. El mundo es de Dios. Todo lo que existe pertenece a Dios. Dios ha querido que nosotros formemos parte de ese mundo y seamos creaturas suyas. Es una forma de acogida. La primera, la más radical de todas. Dios es Amor y nos acoge a nosotros en la vida, en el mundo. Y no sólo eso, sino que ha querido, a través de Jesucristo, acogernos en Su vida divina.

Es verdad que la Iglesia habla de un inefable matrimonio, de un admirable intercambio. Nosotros acogemos a Dios, pero sólo le podemos acoger porque Él quiere acogernos a nosotros. Nosotros Le abrimos las puertas a Dios, pero no es eso lo importante. Lo importante es que Él nos ha abierto las puertas de su intimidad, de su Ser a nosotros, que somos imagen suya. Y siendo creaturas y pobres creaturas, Él ha querido que seamos parte suya. Jesús está. El Hijo de Dios se hizo hombre en el seno de la Virgen. Permanece con nosotros en el Sacramento –nos lo recordaba D. Francisco Tejerizo- y yo decía “permanece con nosotros, en cada uno de nosotros”. Somos templo de Dios. Muchos de nosotros vamos a comulgar. Somos templo de Dios. Dios habita en nosotros. No desea más que que le acojamos y no porque Él tenga necesidad de nada nuestro, sino porque nosotros tenemos necesidad de Él. Repito, al acoger nosotros a Dios, Dios nos acoge. Y los hombres de este mundo no encuentran a Dios, porque no todas las personas vienen a la Eucaristía, no entienden lo que sucede y pasa aquí, pero sí que entienden una caricia, un gesto de amor, una sonrisa; sí que entienden un gesto de perdón.

La Encarnación es la acogida de Dios en la humanidad. Para transformar la humanidad y hacernos partícipes de la vida divina. Pero, repito, nosotros acogemos sólo para realizar lo que somos. Hemos sido nosotros acogidos. Pedimos. Pedimos por la paz. Pedimos por la paz en Ucrania. Pedimos por tus nietos, hija, y por una mujer de las que venía en uno de los convoyes y nada más llegar su marido le dijo que su casa había sido destruida por entero. Y se echó a llorar, claro.

Dios mío, sabemos, no es necesario insistir…, pedimos el don de la paz. Pedimos que Dios nos dá un corazón capaz de acoger, capaz de amar, más y más. Y cada vez mejor. Como Cristo, como Dios nos ha acogido a nosotros primero. Y que pueda conceder un corazón grande y abierto, bueno, a los que son responsables de la paz. Los pueblos no quieren la guerra. Son los intereses de los fabricantes de armas, o los intereses de políticos los que quieren la guerra, pero los pueblos no. Los seres humanos no queremos la guerra. Queremos vivir como hermanos. Queremos vivir en paz. Todos. He oído estos días algunas anécdotas preciosos: una familia de Granada que ofrece un piso, viven en una casa de dos pisos y ofrecen el piso de arriba para acoger a una familia ucraniana. Decían “dígale que somos rusos y que no sólo no tenemos nada contra ellos, sino que los sentimos como hermanos nuestros”. Luego me contaban, en cambio, en una de las ciudades donde están los ejércitos luchando que las familias del barrio había detenido a cuatro soldados rusos y les habían quitado las armas. Uno de ellos se echó a llorar y una de las mujeres ucranianas le preguntó “¿hijo, cuantos años tienes?”, y le dijo “si es que nos han mandando aquí de maniobras, no sabíamos lo que nos esperaba aquí”. “¿Qué edad tienes?” “18”. “¿Tienes madre?” “Sí”. “¿Cómo se llama, no te sabrás su teléfono?”. La mujer ucraniana sacó su móvil, marcó el teléfono del soldado ruso y le dijo “llama a tu madre, dile que estás bien, que estás vivo, y que no te vamos a hacer nada, que te quedas con nosotros de momento mientras esto no acabe”.

Dios mío, esa es nuestra humanidad. Esa es la humanidad hecha a imagen de Dios. Eso es lo que nuestro corazón nos pide espontáneamente a todos. Quiera Dios sólo gestos de humanidad así. Uno y otro y otro, son capaces de vencer el odio que siempre generan las guerras.

Que el Señor y Su Madre nos ayuden en este día en que celebramos que Él quiso acogernos en Su casa al ser acogido en nuestra humanidad.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

S.I Catedral de Granada
25 de marzo de 2022

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