Fecha de publicación: 25 de marzo de 2020

Mis queridos hermanos y amigos (también aquellos que os unís a nosotros a través de la televisión):

La fiesta que hoy celebramos es una fiesta preciosa. Es el Acontecimiento de la historia humana en el que la Voluntad de Dios de salvar a los hombres, de revelarnos hasta el fondo la profundidad de Su amor y la libertad de una mujer se unen de una manera tan perfecta que Dios mismo vino a compartir nuestra condición humana.

La Encarnación es el punto de partida del Acontecimiento de Cristo que da sentido a la Historia entera, nuestra historia personal y a la historia colectiva, a la historia común de los hombres. Como se dice en el pregón de la Vigilia Pascual, “¿de qué nos serviría haber nacido si no hubiéramos sido rescatados?”. ¿De qué sirve la vida si la vida no tiene más horizonte que la muerte? ¿De qué sirve el amor? ¿De qué sirve el arte, la belleza? Todo no serían más que distracciones y evasiones vacías de un destino que estaría siempre condenado a muerte, en cualquier caso.

La Encarnación del Hijo de Dios es el Abrazo de Cristo a nuestra humanidad; es el Abrazo de Dios a nuestra humanidad pecadora, a nuestra humanidad mortal y, en ese Abrazo, Él se une a nosotros y se hace uno con nosotros. Lo decía con frecuencia san Juan Pablo II: “Por la Encarnación, el Hijo de Dios se ha unido, en cierto modo, a todo hombre (a todo hombre y a toda mujer) y se ha hecho uno con nosotros para acompañarnos en el camino de la vida”, para acompañarnos como el Emmanuel. En el pasaje de Isaías que hemos leído, Isaías anuncia que la Virgen dará a luz un Hijo y que le pondrá por nombre “Emmanuel”, que significa “Dios-con-nosotros”. Nuestro gozo como cristianos radica justamente en ese saber que Dios está con nosotros; que Dios está con todos los hombres de alguna manera. Hay un Padre de la Iglesia al que yo tengo mucho cariño que dice en una ocasión, refiriéndose a Jesús dirigiéndose a Él: “¡Oh, Tú, que quieres llegar a todas partes, pero ya estás en todas partes, antes de salir!”. Me parece precioso, sencillamente. No hay lugar donde no esté el Señor. Sólo en el mal, en el pecado, no está. Pero en nuestra humanidad está en todas partes y en la Creación está en todas las cosas: “Todo ha sido creado por Él y para Él, y todo -dice san Pablo- tiene en Él su consistencia”.

Él es el primogénito de toda creación y el primogénito de entre los muertos. Y uno se puede preguntar cuando ve las calles vacías: “¿Dónde está el Señor?”. El Señor está también en todas partes. Está el Señor en las ojeras de los médicos y en la cara de cansancio de los médicos, de las enfermeras, de las familias que tienen que sobrevivir confinados en un pequeño espacio de terreno y mantener entretenidos a los niños. Está el Señor en los ojos que decaen y en el sufrimiento de los que agonizan, y hasta en la muerte, allí donde nosotros no podemos acompañar a nuestros seres queridos. Tampoco cuando en unas situaciones normales los tenemos en casa o mueren junto a nosotros en el hospital. Hay un momento, cuando ya no les podemos acompañar, en ese mismo momento en que nosotros los soltamos, el Señor los coge de la mano y los lleva consigo. Lo dice también San Pablo: “Dichosos los que mueren en el Señor”. Y ese morir en el Señor es morir de la mano del Señor. El Señor nos coge de la mano y nos lleva, igual que Moisés llevó al Pueblo de Israel por el desierto, Él nos lleva a Casa de su Padre.

Lo decimos en cada Misa: “En verdad es justo y necesario darTe gracias siempre y en todo lugar”. También en el día en que estamos celebrando un funeral, aunque sea el funeral de un niño, damos gracias. “Es nuestro deber y salvación darTe gracias siempre y en todo lugar, por Cristo, Señor nuestro”. Porque Él nos ha abierto el horizonte de la vida eterna. Porque Él nos acompaña a lo largo del camino. No es casualidad que las últimas palabras de Jesús en el Evangelio sean “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Él está con nosotros todos los días, en todo momento, también cuando nos irritamos o se nos acaba la paciencia, en la medida en que lo reconozcamos: “Señor, Tú perdonas, ya sabes lo torpes que somos, Tú sabes lo pequeños que somos…”. Y el Señor no se avergüenza de nosotros, como una madre no se avergüenza de sus hijos porque se ponen pesados, porque no tienen dónde corretear o dónde jugar en estos días. Siguen siendo sus hijos. Dios, desde la Encarnación, y por la Encarnación del Hijo de Dios, se ha hecho nuestro Padre y no puede mirarnos a nosotros de otra manera que como hijos suyos. No puede mirarnos de otra forma.

Sólo un pensamiento más que no quiero dejar de decir y es que la Encarnación del Hijo de Dios tuvo lugar en un momento de la Historia: bajo el emperador Tiberio, en un momento muy preciso de la historia humana. Tuvo el Señor que educar a su Pueblo durante casi dos mil años, para que una mujer pudiera decir que sí a Dios sin ningún tipo de fisura en su corazón. Pero a partir de ese momento, el Señor está con nosotros siempre.

Y en cada Eucaristía, de algún modo, sucede de nuevo la Encarnación. Cuando el sacerdote impone las manos sobre el pan y el vino e invoca al Espíritu Santo, se renueva misteriosamente, sacramentalmente (es lo mismo), se renueva el Misterio de la Encarnación. Donde Cristo quiere morar, donde Cristo quiere estar, es en nuestro corazón, en nuestras vidas, en cada uno de nosotros. Y aunque estos días la inmensa mayoría de nosotros no podamos comulgar, abriendo nuestro corazón, como el de la Virgen, el Señor está en nosotros y de una manera fiel desde el Bautismo, y no nos abandona jamás, viene a nosotros, nos acompaña, nos sostiene en las dificultades de la vida. Nos sostiene en las dificultades de la vida, nos sostiene en estos momentos de especial dificultad.

Por eso, Señor, Te damos gracias, porque no tenemos que afrontar la vida como si estuviéramos arrojados a la existencia, solos en la vida y solos ante la muerte. No. No estamos nunca solo. Estás Tú siempre con nosotros y esa Compañía tuya nos permite vivir con la certeza de estar en la mejor compañía posible, con la certeza de que Tú no nos abandonas, porque eres fiel, y en la certeza de que siempre, siempre, siempre vivimos a la sombra de Tu amor, protegidos por Tu amor.

Que el Señor nos conceda ser más y más conscientes de ello, y más y más alegres, porque esta compañía no nos faltará jamás.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

25 de marzo de 2020
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)

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