Jesucristo es la riqueza de la Iglesia. La lejanía de su Señor es su propia destrucción. Por eso, en estos tiempos de aislamiento obligado y responsable, es importante seguir al Señor más de cerca y unirse más intensamente a Él. Para ello un medio fundamental es la comunión espiritual.

La comunión espiritual es la finalidad de la comunión eucarística: cuando recibimos en la misa al Señor nos hacemos una sola cosa con Él y, en Él, una sola cosa con los hermanos. “Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan” (1Cor 10, 17).

Por supuesto que esto es más difícil sin recibir realmente el Cuerpo del Señor. Como dice san Juan de la Cruz: “…mira que la dolencia de amor, que no se cura sino con la presencia y la figura” (Cántico espiritual). Sin embargo, no hay distancias que la gracia de Dios no pueda superar. El Espíritu Santo, el mismo que une al Padre y al Hijo, nos une con ellos y entre nosotros. Eso es la comunión espiritual. Por eso han sido muchos los santos que la han recomendado. Decía S. Antonio María Claret: “Tendré una capilla fabricada en medio de mi corazón y en ella, día y noche, adoraré a Dios con un culto espiritual”. Y Sta. Teresa de Jesús recomendaba: “Cuando no podáis comulgar ni oír misa, podéis comulgar espiritualmente, que es de grandísimo provecho”.

Y es que la imposibilidad de acceso a nuestros templos en estos días puede ser una oportunidad para recuperar un gran misterio que parece olvidado: que nosotros somos un templo donde Dios reside. Descubrir esto fue para san Agustín el origen de su conversión: “¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, ¡qué tarde te amé! Tú estabas dentro de mí, y yo estaba fuera, y por fuera te buscaba, y deforme como era, me lanzaba sobre las cosas hermosas creadas por Ti. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo”. (Confesiones 10, 27) Dios está más dentro de nosotros que nosotros mismos. Somos su cielo preferido. Así lo recordará Santa Teresa de Lisieux hablando de la consagración eucarística: “El no baja del cielo un día y otro día para quedarse en un copón dorado, sino para encontrar otro cielo que le es infinitamente más querido que el primero: el cielo de nuestra alma, creada a su imagen y templo vivo de la adorable Trinidad” (Historia de un Alma, 48vº). Entonces ¿por qué no adorarlo allí?, ¿por qué no recibirlo espiritualmente allí?, ¿por qué no oír su voz, a través de las Sagrada Escrituras, y dialogar con Él allí? ¡Cuántas veces meditando la Palabra de Dios en la oración hemos experimentado la presencia viva del Señor en nosotros y nos hemos unido a Él! “¿Acaso no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habita en vosotros y habéis recibido de Dios? Y no os pertenecéis, pues habéis sido comprados a buen precio. Por tanto, ¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo”(1Cor 6, 19-20). Así se dirige san Pablo a los cristianos de Corinto para corregir su inmoralidad y vida mundana, haciéndoles ver la dignidad de su ser: sagrarios vivos de Dios. Verdaderamente recuperar este gran misterio unifica la vida: evita la esquizofrenia entre lo que celebramos en nuestros templos y lo que vivimos en nuestra vida. Guillermo de Saint-Thierry, monje cisterciense del siglo XII en su Carta a los hermanos de Monte Dei les dice:” En el templo y en la celda se trata de lo divino. Con más frecuencia que en el templo se trata de las cosas divinas en la celda. El templo a determinadas horas se administran los sacramentos, signos y figuras visibles de la vida divina. En la celda más aún: la realidad misma que los sacramentos significan y contienen se nos dan continuamente” (Regla de Oro nº36).

Si nos hacemos, por la comunión espiritual en la oración diaria, uno con Cristo, nuestra vida se transforma, se “cristifica”; nos convertimos en miembros vivos de su cuerpo, más real que nunca porque Él habita allí místicamente por la acción de su Espíritu. Nos convertimos en adoradores del Padre en “espíritu y verdad” (Jn 4, 24). Y de esta manera Cristo sigue actuando a través de su Esposa amada, la Iglesia, en nuestro mundo: sanando a los enfermos, consolando a los tristes, perdonando a los pecadores, liberando a los tiranizados, dando de comer al hambriento, de beber al sediento, vistiendo al desnudo; en definitiva, comunicando la alegría del Evangelio con obras y con palabras. No perdamos esta oportunidad de la gracia en este tiempo de confinamiento para seguir más vivamente a Aquel que por nosotros murió, fue sepultado y resucitó al tercer día.

Francisco Javier Espigares Flores, presbítero