Queridísima Iglesia del Señor;
muy queridos sacerdotes concelebrantes (saludo especialmente a los rectores y formadores de los dos seminarios diocesanos);
querido Marius, queridos Iván y Juan Pablo, miembros de las Comunidades, que les habéis acompañado a lo largo de este camino;
queridos hermanos y amigos todos:

A mi me gustaría comenzar esta homilía como con una felicitación, como con una enhorabuena, como con una alabanza al Señor, una acción de gracias. Y esa acción de gracias es por vosotros. Pero no es sólo por vosotros. Esa felicitación es a vosotros, pero no es sólo ni, principalmente, a vosotros. No lo es tampoco a las Comunidades del Camino. No lo es tampoco a la Diócesis en la que dais este paso tan decisivo antes de incorporaros como miembros del Orden Sacerdotal, más adelante con el diaconado y el presbiterado, si Dios quiere. No lo es ni siquiera para la Iglesia Católica.

La enhorabuena es para el mundo. Es al mundo al que hay que dar la enhorabuena porque Cristo ha venido. Es al mundo al que hay que dar la enhorabuena porque el Hijo de Dios está en medio de nosotros. Es al mundo al que hay que felicitarle, aunque no lo sepa, porque Dios ha tenido misericordia de Su pueblo y, a lo largo de una historia de amor, marcada por la fidelidad de Dios y por la infidelidad del pueblo, no se ha rendido ante nuestras muchas infidelidades, sino que ha permanecido fiel a nosotros. Con una fidelidad que le ha hecho revelar cada vez más la profundidad sin fondo de Su amor; la belleza infinitita, sin límites, de ese amor Suyo por los hombres, por la humanidad pecadora. Pecadora que está de enhorabuena. Y está de enhorabuena por el Misterio Pascual al que nos acercamos y que no es nunca, en la celebración de la Iglesia, el recuerdo de algo que pasó hace dos mil años. Pasó hace dos mil años, pasó bajo Poncio Pilatos. Pero, en aquel momento, que es el centro de la historia, la historia entera humana ha sido abrazada por el Hijo de Dios y por Su misericordia infinita. Por lo tanto, es el mundo. No se va a alegrar, porque no tiene conciencia de ello, ni de lo que sucede. No tiene conciencia del amor con el que es amado. Pero es el mundo el que está de enhorabuena y nosotros sí que lo sabemos. Lo sabemos para nosotros y lo sabemos para el mundo que ese abrazo de Dios es la única medicina que nuestro mundo tiene para curarse de sus males; es la única esperanza que nuestro mundo tiene de vivir una vida en plenitud, una vida verdadera.

Y esa fidelidad de Dios se hace presente, hoy de nuevo, de una manera singular, en el paso que vosotros dais en el Sacramento del Orden Sacerdotal. Un paso que es como son los pasos en la Iglesia: siempre educativo.

Pero tú, Marius, te iniciarás en el servicio a la Eucaristía de una manera que te haga comprender con mayor profundidad, con mayor verdad, y con mayor sencillez (la profundidad no está nunca reñida con la sencillez), el significado de lo que acontece de nuevo como síntesis de todo el Acontecimiento de Cristo, desde la Encarnación hasta el don del Espíritu Santo en Pentecostés, en cada Eucaristía, en cada celebración de la Misa, “centro y cumbre de la vida cristiana”, como dice el Concilio recogiendo tantas afirmaciones de los Padres de la Iglesia. Y, en vuestro caso, la Iglesia os acoge para, en este primer paso, admitiros en el estado clerical y disponeros más de cerca a prepararos a recibir el Sacramento del Orden.

La fidelidad de Dios es siempre el objeto de nuestra gratitud y de nuestra alabanza. No nosotros. Si fuéramos nosotros, nos convertiríamos, inmediatamente, en el fariseo que daba gracias a Dios por lo bueno que era. Incluso, aunque fuera reconociendo que era Dios quien le había dado los Mandamientos y la Alianza, pero daba gracias a Dios por sí mismo y despreciaba al pecador. 

La Iglesia da gracias a Dios siempre por Él mismo. Por el don que Él es. Y con temor y temblor se acerca ese don en una sorpresa siempre nueva.

Estamos a la sombra, casi inmediatamente después del día de San José, patrono de la Iglesia, y patrono de los sacerdotes, o del seminario. Pero también de las familias. Si es patrono de la Iglesia, es patrono de todos. De manera análoga, no exactamente igual, porque no es exactamente igual la misión de un padre de familia que la misión de una madre. Un poco como la Virgen. La Virgen es modelo para todos en Su maternidad virginal; modelo para todos y referencia para todos en nuestra vocación de hijos de Dios. En nuestra vocación de ser miembros de la Iglesia. Y la Iglesia es la Esposa de Dios: la humanidad renovada que tiene su comienzo en María. 

Pero, la figura de San José es una función indispensable. Y, veréis, a mí me parece bello que sea el patrono de la Iglesia y, al mismo tiempo, el patrono de los sacerdotes, o del seminario, porque es verdad que la función de un sacerdote es parecida a la de San José. Pero también es verdad que la función de los padres de familia es parecida a la de San José. Porque la función de un varón es siempre la función de custodiar el misterio grande que hay en la maternidad y en el nacimiento de un niño, que es como una realización temporal del Misterio grande de la Navidad. 

En esa labor de custodia hay una relación misteriosa entre los estados de vida del cristiano en la Iglesia. Si hay buenos sacerdotes que saben ser cuidadores de la comunidad cristiana, cuidadores de la familia de Dios, custodios como San José de la familia de Dios, habrá buenos padres de familia que sepan ser también custodios y tengan la fortaleza, la prudencia, la ternura, la delicadeza, la capacidad de amor y la grandeza de corazón para cuidar de una esposa y de sus hijos, de una familia, que siempre es una imagen temporal, histórica, terrena, de la familia de los hijos de Dios que es la Iglesia. Y ahí, por tanto, se dice hoy mucho que faltan padres en las familias; que la figura del padre es un figura ausente en nuestra cultura y en nuestro mundo. Y es verdad. Pero si esta relación que estoy señalando tiene algo de verdadero (y estoy convencido de que lo tiene), esa ausencia del padre tiene que ver también con la ausencia del sacerdote como padre. Porque están relacionadas la paternidad que tiene el sacerdote con respecto a la comunidad cristiana. Su custodia fuerte y humilde, al mismo tiempo. Su custodia fuerte y capaz de permanecer en la sombra, pero, no por eso menos entregada, menos capaz de donación entera, con toda la vida.

Esa presencia necesaria en la Iglesia ilumina cuál es la vocación del padre de familia. Y del esposo en la familia. E ilumina también al revés. Para vosotros, poder ejercer bien vuestro ministerio sacerdotal, que no es una función y hacer unas cuantas cosas en la liturgia, sino que tiene que ver con esa paternidad de Cristo en la comunidad eclesial, tendréis que fijaros en los buenos padres de familia y en los buenos esposos, y aprender de ellos muchas cosas.

En relación con San José y con el Día del Seminario es lo que yo quería decir. Por supuesto que yo doy gracias por los dos seminarios de nuestra diócesis y por el ambiente que hay en ellos. Por el camino que están haciendo y que estáis haciendo en ellos, y muchas gracias. Y Le pido al Señor que podáis ser en vuestras vidas actualización de esa Buena Nueva para el mundo que es que Jesucristo vive. Que vosotros podáis con vuestras vidas anunciarle al mundo la Buena Noticia. Y al pueblo cristiano fortalecerlo en la conciencia de esa Buena Noticia de la que el pueblo cristiano vive en la escucha de la Palabra de Dios y en la participación de los Sacramentos.

Pero, sed. Sed vosotros, con vuestras personas. Sois la enhorabuena para el mundo. Yo sé que el mundo a lo mejor no se alegra, y hasta puede que haya personas que seguro les irrita el pensar que hay personas jóvenes, y no necesariamente necias o estúpidas, que quieren entregar su vida al Señor para servir en el ministerio del Orden Sacerdotal. Pero, da igual. Es para su bien también. Si el ministerio apostólico, si el ministerio sacerdotal existen, es para el bien del mundo.

PedidLe al Señor, hoy, y a lo largo del tiempo que os falta de formación, y a lo largo de toda vuestra vida, que nunca perdáis esa conciencia. El horizonte de vuestro ministerio no es ese horizonte pequeñito, ni siquiera el de la comunidad católica que tiene unas costumbres y nosotros jugamos un papel en esas costumbres que tiene la comunidad católica. No. El Señor vino: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a Su propio Hijo”, “no vino para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”. No perdáis nunca ese horizonte del mundo entero, de las personas que no son creyentes, que sean casi las preferidas en vuestra relación. Porque son las que tienen más necesidad, aunque no lo sepan, aunque lo expresen en forma de odio o de persecución, como persiguieron al Señor. “Si al dueño de la casa le han llamado Belzebú, cuánto más a sus domésticos”. Pero si tenéis conciencia de esa Buena Noticia que es la Encarnación, la Pasión y la muerte del Hijo de Dios, Su triunfo sobre la muerte y Su don del Espíritu Santo, la persecución no tendrá el poder de debilitar vuestro corazón, sino que os hará crecer en el testimonio y en la Gloria de Dios.

La gente hoy habla mucho de reinventarse y es una palabra que ya es manida. Yo no voy a referirme a vosotros en este momento preciso de la historia, en las circunstancias en las que estamos después de este año y un poco más de pandemia y en un futuro tan inestable como es el del momento en que vivimos. Pero Jesucristo es el mismo ayer, hoy, y siempre. Y con todo el tesoro, la comunión que vamos a recibir la mayoría de nosotros en esta Eucaristía, tiene la misma frescura de la primera mañana de Pascua: cuando las mujeres fueron al sepulcro, o cuando los apóstoles se encontraron con Jesús en la sala de arriba, o cuando lo reconocieron los que iba camino de Emaús. Exactamente, la misma verdad de aquella mañana sucede hoy, en este día de marzo del 2021. Y sucede por la Presencia vivía de Cristo en Su Palabra, sucede por el Sacramento y por el Sacramento del Orden, que vosotros os preparáis a recibir, y sucede en el testimonio de nuestra comunión, que es la condición que el Señor puso para que el mundo crea: “Que sean uno como Tú Padre estás en Mí y Yo en Ti”.

No temáis, por tanto, a las circunstancias del mundo. No temáis sentiros orgullosos. La palabra orgulloso es uno de los pecados capitales, por lo tanto no está bien que un obispo os invite a ser orgullosos, pero no es orgullo a lo que me refiero. Que os sintáis agradecidos, profundamente agradecidos de vivir en este tiempo, de que el Señor os haya llamado en este tiempo. Y de poder ser testimonio vivo de que Cristo está vivo en el seno de Su Iglesia. De que Cristo cumple Su Promesa: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Y la cumple de muchas maneras. Pero la cumple de una manera especial a través del sacerdote, que hace la Eucaristía y que es vínculo con Jesús mediante la sucesión apostólica y los Sacramentos de la Iglesia.

Mis queridos Marius, Iván y Juan Pablo, pedimos por vosotros, para que el Señor os sostenga en esta preciosa vocación que habéis recibido. Y os sostenga en el agradecimiento y en el disfrute de ella. Que aunque pasen los años, y sí que estamos llamados, no a reinventarnos… (Porque nosotros no tenemos que inventar nada, en un cierto sentido, todo lo que es posible en nuestras vidas y en la vida de la Iglesia, y en la vida del mundo, nace de la mañana de Pascua. Y de la mañana de Pentecostés. Y por lo tanto, nos ha sido dado previamente. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos ha amado primero y nos ha amado primero en Cristo, en Jesucristo). Pero sí que las circunstancias nuevas del mundo pueden exigir formas, realidades, iniciativas nuevas, quizás muy nuevas, que son posible justamente porque la mañana de Pascua es lo que es. Es decir, siempre es posible –diríamos- Dios y la Presencia viva de Jesucristo no se gasta con una determinada cultura. Cayó el Imperio Romano y había una forma de ser cristiano en aquellos años del Imperio, y la Iglesia siguió y encontró la manera de abrirse camino en los siglos del V al X, donde los bárbaros recorrían Europa y no había Estado siquiera y aquello era una situación de bastante anarquía; y el Señor no dejó de suscitar formas nuevas de testimoniar a Cristo y de evangelizar aquel mundo, que no era cristiano, que volvía a no ser cristiano. Y a lo largo de la historia de la Iglesia, lo mismo ha sucedido en América, y en China, en Japón, en Asia, y seguirá sucediendo hasta el fin de los tiempos. Y el Señor encontrará el modo de hacer que nuestras vidas testimonien que la luz de Pascua, que la Gloria de Dios permanece para siempre. 

Sólo quiero hacer una última referencia. Es a cómo Jesús, en el pasaje de hoy, y en más pasajes, en el Evangelio de San Juan, se refiere siempre a Su Pasión como glorificación. Cuando yo he oído interpretar eso, con frecuencia se dice que “es para enseñarnos que también nosotros sepamos aceptar la Pasión, porque después viene la glorificación”. No. Por supuesto que es eso, pero eso es muy pobre. Es demasiado fuerte lo que Jesús dice: “Ahora, va a ser glorificado el Hijo del hombre”. O “cuando sea levantado hacía lo Alto, cuando el Hijo del hombre sea glorificado, atraeré a todos hacía Mí”. Si fuera para darnos esa enseñanza, si queréis moral, sería bien pobre. Jesús no es tan raquítico. Si el Evangelio usa, y usa con tanta insistencia la palabra glorificación para referirse a la cruz de Cristo, es porque en la Pasión y en la cruz de Cristo es donde se revela con más profundidad la Gloria de Dios. La Gloria es el término que usa la cultura para lo que nosotros llamaríamos “Belleza”. Es el esplendor de la Verdad de Dios, del Dios que es Amor, ese esplendor sin límites. Entonces, no es que la glorificación sea algo que viene después como un previo que el Padre le da al Hijo, o un premio que el Señor nos da a nosotros cuando hemos vivido la cruz con un espíritu de paciencia o unidos a la Pasión de Cristo.

Primero, nosotros no le damos nunca nada al Señor. Es el Señor quien nos lo da todo a nosotros. Pero, la Pasión es la glorificación del Hijo de Dios, la suprema glorificación porque en ningún lugar, en nada se revela Dios tan grande como en la capacidad de darSe y se da en la Encarnación. Por lo tanto, la Encarnación del Hijo de Dios, el no tener algo digno de ser retenido, el ser igual a Dios, asumir la forma de siervo, es un motivo de Gloria, porque muestra que Dios es tan grande porque no pierde nada al darSe. Y se sometió hasta entregarse incluso a la muerte y una muerte de cruz. Por eso Dios los glorificó. Pero la Gloria está ya en el hecho de vaciarse. Sólo quien es grande puede vaciarse de Sí mismo. Quien es mezquino, pequeño, raquítico, quien no tiene ni siquiera conciencia del amor que le ha creado, necesita constantemente afirmarse a sí mismo. Y eso es muy propio de nuestro tiempo: la persona que necesita constantemente ser reconocido y afirmarse, y que le afirmen.

Dios revela Su grandeza. Y soy muy consciente de las grandes implicaciones de lo que estoy diciendo en este momento. Dios revela Su grandeza, precisamente en el hecho de darSe y de darSe hasta la muerte. Al revés, realiza la plenitud de Su Ser como Amor. Y en eso se revela como el más grande. Por lo tanto, claro que la Pasión de Cristo coincide con Su glorificación. Pero también en nosotros. Y eso no significa que el Señor no tuviera… sudó sangre en Getsemaní. Su humanidad podía revelarse ante el sufrimiento, sentir la tentación de revelarse, por supuesto. “Pero, no se haga mi Voluntad, sino la Tuya”. Y en ese Sí, que -si queréis- es el eco del Sí de la Virgen, el día de la Encarnación, el “fiat” de María en el día de la Encarnación. Ese “Sí”, que Dios da a Su Pasión en Getsemaní y antes, cuando dijo “nadie me quita la vida, Yo la doy porque quiero”, o en la Última Cena, “no hay mayor amor que este de dar la vida por aquellos a los que uno ama”. No hay mayor amor y Dios es Amor. El mayor amor y, por lo tanto, la mayor belleza de Dios se da en el varón de dolores ante quien se vuelve el rostro. La Gloria no es algo añadido a la Pasión; es el corazón mismo de la Pasión.

PedidLe al Señor, no rehuid nunca de las dificultades o la persecución de vuestra misión como presbíteros, justo al mundo al que vamos. Sean las que sean. Porque las dificultades son la ocasión de mostrar que Cristo es lo más querido en nuestra vida; que Cristo es fiel; que Dios es fiel. Y que no nos abandona jamás.

Vamos a pedir por vosotros. Pedimos por vosotros, todos. Y pedimos por vosotros, para que en vuestras vidas resplandezca esta verdad de la que el Señor… que “si el grano de trigo no muere, no da fruto. Pero cuando el grano de trigo muere, florece”. Que vuestras vidas florezcan y den fruto, sean fecundas de las maneras que Dios quiera. Pero, porque es fecundo el amor que os permite entregaros a vosotros mismos sin límite. El amor con el que soy amados cada uno de vosotros por Jesucristo. Ser así: una luz en medio de la Iglesia que brilla y que proclama que Jesucristo es la única esperanza del hombre.

Yo se lo pido con toda mi alma, y con toda mi pobreza también, pero con toda mi alma, para vosotros. Sé que la Iglesia aquí presente nos unimos todos en esa súplica.

Que así sea.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada 

21 de marzo de 2021
S.I Catedral de Granada

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