Fecha de publicación: 6 de febrero de 2019

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios, reunido aquí esta tarde para celebrar, un año más, la conmemoración de san Cecilio, y con él el origen de ese tesoro que es nuestra fe católica;

muy queridos sacerdotes;

miembros del Cabildo de la Abadía;

formadores de los seminarios, seminaristas de los dos Seminarios diocesanos; queridos hermanos y amigos:

Saludo muy especialmente a peregrinos de tres instituciones de las que tengo conocimiento (a lo mejor hay alguna más): a los miembros de la Hermandad de la Virgen de las Angustias, a las Damas del Pilar, que nos conocimos no hace mucho pero que se han querido vincular de una manera muy especial a la Abadía del Sacromonte, y a la parroquia de Órgiva y de sus alrededores, que habéis querido también uniros a esta preciosa fiesta.

Saludo al nuevo Coro, que nos ayuda a vivir esta liturgia, tratando de aproximarnos lo más posible al canto, o a lo que nos imaginamos que pudiera ser el canto de la época de la liturgia en que estaba viva y era espontánea la celebración de la liturgia mozárabe; y le damos gracias al Señor también por poder seguirla celebrándo en nuestros días. Cada vez en más iglesias de España, en más diócesis, se recupera esta antigua liturgia hispana tan sencilla, tan solemne y tan bella.

Las Lecturas de esta tarde nos ponen en la mirada un futuro y un futuro precioso, en la lectura del Apocalipsis, una mirada a un pasado no menos precioso, y al mismo tiempo una especie de invectiva del Señor, de banderillas que el Señor nos pone para vivir nuestro presente. Mirar al futuro es siempre bueno, porque es el futuro el que guía nuestras acciones. Si uno tiene la idea de que todo lo que hay en este mundo, o todo lo que hay para nosotros, para nuestro corazón y para nuestra esperanza son los bienes de los que podemos gozar en este mundo, la vida se termina convirtiendo en una carga pesadísima.

Nosotros sabemos que el horizonte de nuestras vidas es la vida eterna, lo que hemos llamado tradicionalmente el cielo, pero que no se refiere al cielo azul con sus nubes, ni a los millones de años luz que nos separan de otras galaxias, todo eso forma parte del mundo creado. El Cielo del que hablamos en la fe cristiana y en la teología cristiana es Dios mismo. Nuestro horizonte es Dios. Hemos sido creados a su imagen y semejanza. Hemos sido creados en un acto de amor infinito. Hemos sido prodigiosamente redimidos, a pesar del mal uso de nuestra libertad en la historia, por un acto de amor más asombroso. Y el horizonte es el día que los enemigos de Cristo hayan sido todos sometidos y Él sea todo en todas las cosas. Dios sea todo en todas las cosas y podamos vivir en una gratitud sin límites por Su Amor, por Su Misericordia.

El cristianismo es en la historia una explosión de alegría, un preanuncio de esa multitud hecha de todas las razas, de todos los pueblos, de toda lengua, pueblo y nación -dice el Libro del Apocalipsis-, que dará gloria a Dios. Ese es el horizonte de nuestra esperanza. Y una esperanza que no defrauda, porque el amor de Cristo, que nos ha salvado, es más poderoso que todas las fuerzas del mal. Por lo tanto, los cristiano nos vivimos con el temor al mal; ni siquiera vivir con el temor del poder que el mal puede tener sobre nosotros o sobre el mundo. “Yo he visto a Satanás –decía el Evangelio de hoy- caer del cielo como un rayo”.

 Somos hijos de un pueblo de santos y, como recordaba recientemente el Papa Francisco, en su precioso escrito sobre la santidad, que tendría que pasar a ser parte de nuestra sangre y de nuestros tejidos, de nuestro cuerpo; esa santidad que es la santidad de la puerta del lado, o sea somos hijos de un pueblo de santos no sólo porque entre esos santos hay grandes héroes, grandes sabios, hombres y mujeres de todas las clases sociales y de todas las culturas (…).

 Somos hijos de un Pueblo de santos, pero aparte de esos santos grandes, que la Iglesia reconoce para que los veneremos, para que les pidamos, para que busquemos en ello nuestra protección y nuestra ayuda, que sean luz y una palabra viva de Dios en el camino de nuestra vida, hay un pueblo de santos silencioso, casi anónimo, que nunca saldrá en los martirologios ni en la lista de los santos de las iglesias: personas que han consagrado su vida, años, tiempos, que han dado todo su amor al Señor y a su iglesia, que han atendido… La Carta a los Hebreos es una carta dirigida casi con seguridad a un grupo de sacerdotes hebreos que añoraban la solemnidad y la pompa de los cultos en el templo de Jerusalén. Y tenían a veces como el temor de que la Eucaristía, que ellos tenían que celebrar en las casas o que tenían que celebrar de una manera muy humilde en aquellos primeros años de la Iglesia, les parecía como poca cosa al lado de las trompetas y de los cultos que había en la explanada del templo, o en los atrios del templo con los grandes sacrificios. Y sin embargo, estos sacerdotes que tenían aquella añoranza los alaba el autor de la Carta en el pasaje que hemos leído: “Habéis besado, habéis lavado los pies de los santos, habéis cuidado a los enfermos, habéis…”.

 De la Pasión de Cristo nace un pueblo que puede ser muy humilde. En situaciones de la historia, a veces está llamado a ser un pequeño resto del Pueblo de Dios, que siempre es como una semilla que está siempre a punto de renacer, a punto de explotar, y de germinar, y de dar vida, florecer, y dar fruto. Sucede (…) que el país del mundo en el que ahora mismo más crece la Iglesia Católica es Vietnam. Cuando uno piensa lo que ha vivido todo el sudeste asiático, a lo largo del siglo XX; la guerra de Vietnam (…) y pensar que en aquel país donde está prohibido el cristianismo hay en torno a 130.000 mil conversiones de adultos cada año; que en la capital, Saigón, donde está prohibido el cristianismo, hay tres seminarios con lista de espera (que no son seminarios, son piscifactorías, porque no se pueden tener seminarios, y los chicos trabajan criando truchas y, por la noche, estudian la Biblia). Si hay ese nivel de conversiones, de nuevo, la semilla sigue floreciendo. Yo sé que eso no sale en la televisión, me da igual. Y uno de los primeros países de conversiones en el mundo en estos momento es China, donde también está perseguida la fe. Los cristianos no tenemos temor a nuestros perseguidores. De hecho, nos dan mucho más miedo los falsos amigos que los perseguidores. Los cristianos, simplemente, nuestra fuerza, nuestro poder, nuestras raíces; nuestras raíces están en el Cielo, en la vida eterna, donde Cristo ya ha vencido al mundo y nosotros vivimos con la alegría de la fe, una fe y una alegría que no debemos a nadie y que, por lo tanto, nada más que al Señor, y que, por lo tanto, nos permite vivir para el Señor con la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Nos permite vivir en una esplendorosa libertad, que nos da la libertad de amar a los hombres, de amarlos como nosotros mismos hemos sido amados y somos amados por el Señor; que nos da la libertad de servir a los más pobres, de entregarnos…

 En el continente africano, pienso en el África occidental, en Sierra Leona, en el centro de África, donde ahora mismo la vida vale nada. ¿Quiénes están allí cuidando? Está la Iglesia de Dios, pero están fieles de Granada, que sostienen realidades y presencias y cosas allí. Generosidad, pequeños dispensarios, pequeñas ayudas, en los más abandonados de Granada, ¿dónde están? Los grupos cristianos, las comunidades cristianas, pero, en cualquier parte del mundo, en Haití, donde queráis. La mañana de Pascua nació un pueblo que no cesará de vivir hasta el fin del mundo, y que no cesará de derramar amor hasta el fin del mundo, damos gracias por ser hijos de ese pueblo con mucha sencillez.

 Ni siquiera nos importa demasiado. Por supuesto, todos los rasgos legendarios que los Libros Plúmbeos ponen sobre los orígenes cristianos en Granada (sabemos que en Granada comenzó la fe muy pronto, muy probablemente en el primer siglo), y somos conscientes de que ese tesoro lo llevamos en vasijas de barro, pero, como decía un Salmo que cantaba el pueblo de Israel, “Dad la vuelta en torno a Sión, recorred sus baluartes para poder decirle a la próxima generación: ¡Éste es el Señor, nuestro Dios, Él nos librará por siempre jamás!”. Nosotros, en un momento como el que vivimos en estos años y en estos días, claro que estamos dispuesto a decirle a la próxima generación: ¡Este es el Señor nuestro Dios, Él nos guiará por siempre jamás!

 Que el Señor nos dé fuerza para no ser demasiado indignos de aquellos hombres y mujeres, a veces de pueblo, a veces analfabetos, a veces grandes sabios, que ha tenido nuestra familia y nuestro pueblo, que no seamos demasiado indignos de ellos, sobre todo en el testimonio de que Cristo es la única esperanza para este mundo. La única esperanza de vida humana verdadera que hay para los hombres, aquí y en todo el mundo.

 Pedimos al mismo tiempo por algunos países, especialmente cercanos a nosotros: Venezuela, Nicaragua (no hace muchos días me decían que estaba habiendo agitaciones y revueltas en una región concreta de Brasil: vivimos en un mundo muy inestable).

 Que el Señor no ayude a nosotros a ser testigos de Cristo y constructores de paz. Testigos también de la libertad que Cristo nos da y que contribuyamos con toda nuestra fuerza a un mundo más humano, más fraterno, más verdadero según el designio de Dios. Es decir, más centrado en el amor de unos por otros, y especialmente de los más necesitados y de los más pobres.

 Que así sea para todos.

 
+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

 1 de febrero de 2019

Abadía del Sacromonte

Escuchar homilía

Palabras finales en la Eucaristía, antes de la bendición final.

Celebrar una Eucaristía de rito mozárabe no es para nosotros un experimento arqueológico. Tenemos que prepararla cada vez mejor y lo trataremos con la ayuda del Señor de hacerlo cada vez con más dignidad y más nobleza. Pero no es un rito arqueológico y os aseguro que la arqueología es la menos ingenua de las Ciencias (…).

Damos gracias a Dios por lo que os decía antes. Somos hijos de un pueblo bello. Bello porque resplandece de santidad y es esa santidad por la que damos gracias y pedimos humildemente al Señor que podamos vivir en nuestro tiempo. Por supuesto que no nos avergonzamos de ser hijos de ese Pueblo ni del Acontecimiento histórico que ha dado lugar a ese Pueblo, que es un Acontecimiento inexplicable desde el punto de vista humano, pero poderosísimo por su eficacia. Y repito, jamás renunciaremos a dar gracias por ser hijos de la Iglesia (…). El día del Juicio Final, cuando el Señor venga a recuperar y a restaurar todas las cosas, también estaremos con la ayuda del Señor.

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

1 de febrero de 2019

Abadía del Sacromonte