Fecha de publicación: 17 de julio de 2017

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
queridos hermanos y amigos:

Cuando nosotros leemos la parábola del sembrador o la escuchamos, nosotros nos fijamos sobre todo en la segunda parte, y de acuerdo con una sensibilidad muy antropocéntrica que es muy propia de la religiosidad moderna, entonces pensamos que lo verdaderamente importante en ella es examinarnos a nosotros mismos y ver si somos de la tierra endurecida que no recibe siquiera la siembra, como el camino pisoteado y duro que rechaza una semilla; o si somos de los que la reciben con alegría pero luego las preocupaciones del mundo y las ansiedades de la vida resulta que nos arrebatan esa palabra y al final termina la semilla sin dar fruto; o si somos tierra buena.

Es legítimo hacer eso. La interpretación está en el mismo Evangelio y, por lo tanto, es legítimo hacerlo. Pero yo quisiera subrayar que no es ése el centro de la parábola del sembrador. El centro de la parábola del sembrador podría expresarse más bien en las palabras que hemos leído después: “Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen”. Porque es una gracia el ver. Es una gracia el haber conocido a Jesucristo y el haber conocido a Dios a través de Jesucristo, que nos revela el abismo sin fondo de amor que es la paternidad de Dios. Es una gracia inmensa a la que nadie tenemos derecho, ni se corresponde con nuestras cualidades, ni se corresponde con méritos que podamos aducir para haber recibido el don de la fe. Es simplemente algo que ha sucedido, a veces tan sin tener nosotros parte en ello que hemos recibido la fe casi al mismo tiempo que hemos recibido el don de la vida de nuestros padres; hemos aprendido a decir Señor, o a mirar a la cruz, o a besar una imagen del Señor o de la Virgen casi al mismo tiempo que aprendíamos a hablar. No hay ahí mérito alguno.

Y sí que, sin embargo, hay un regalo inmenso. Porque es verdad lo que decía San Pablo en la Segunda Lectura de hoy: la Creación vive con una ansiedad. Y cada vez se hace más patente. Es decir, cuando Dios falta en la vida, la vida está marcada por la tragedia. Pienso tanto en el mundo griego cuando alguien se toma la realidad y el misterio de la existencia en serio, lo mejor de la cultura pagana está expresado en la tragedia. Pero pasa lo mismo, por ejemplo, en el cine japonés, que tiene una figura exquisita en la consideración, incluso a la hora de hacer cuentas con lo que significó la Guerra Mundial, el desastre del Imperio japonés y del imperialismo japonés en aquella Guerra, ellos han hecho cuenta (pienso en películas de Akira Kurosawa como “Trono de sangre”, que es un adaptación de “Macbeth”: la lujuria del poder siembra destrucción a su alrededor). Y hay una atracción del cine japonés por la tragedia, sencillamente porque cuando uno se toma la existencia en serio y no tiene la luz de la fe en Jesucristo es entonces cuando comprendemos, nos ayuda a eso, a comprender el tesoro que es haber encontrado a Jesucristo; el tesoro que es poder vivir cotidianamente en la Gracia de Cristo, en la certeza de que Dios es misericordia, en la certeza de que Dios no necesita mas que volvernos a Él para encontrar Su abrazo y para que nuestra tierra reseca, “gimiendo en dolores de parto” como dice San Pablo, produzca fruto, unas veces 30, otras 60, otras cien.

Los estudiosos de las parábolas explican (y explican con mucho detalle) cómo esta parábola de Jesús es una proclamación de la confianza en Dios, del triunfo de Dios. Es, si queréis, casi una glosa a un texto del profeta Isaías que dice: “De la misma manera que la lluvia no cae en la tierra sin que produzca fruto, así mi Palabra no baja a la tierra sin producir siempre fruto”. Es posible que Jesús experimentase muy pronto (lo tuvo que experimentar, los evangelistas nos dan testimonio de ello) la oposición de las autoridades religiosas judías, la cerrazón de aquellos que aún viendo los signos que hacía Jesús no creían: “No puede ser de Dios un hombre que hace curaciones en sábado”, “no puede ser de Dios un hombre que come con publicanos y pecadores”, “no puede venir de Dios la palabra de alguien que se pone en el lugar de Dios y corrige”: “Habéis oído que se dijo a los antiguos…pero yo os digo…”. Corrige la ley de Dios en el Sinaí. “Tiene que ser un blasfemo y tiene que ser un blasfemo porque no respeta la ley”. Ese dirigirse a publicanos y pecadores “no puede ser de Dios” y eso cerraba sus corazones a la Gracia. Y Jesús lo que viene a afirmar en la parábola del sembrador es que habrá mucha resistencia pero hay siempre tierra buena donde la Palabra cae y engendra una vida nueva, donde acoge uno. Y esa experiencia, más en el mundo actual probablemente que en situaciones más pasadas, donde el ambiente parecía que era cristiano y no era tan necesario percibir o hacerse consciente de la diferencia que significa el hecho de tener la fe. Haber conocido a Jesucristo es fructificar. Muchas de las parábolas de Jesús tienen este significado de sostener la fe de sus discípulos: el grano de trigo, el grano de mostaza. El grano de trigo puede tener que morir, pero gracias a esa muerte florece y fructifica en la espiga. El grano de mostaza es la más pequeña de las semillas, pero cuando se siembra da lugar a un árbol donde vienen a posarse los pájaros, a encontrar sombra, reposo y alimento.

Mis queridos hermanos, demos gracias a Dios por el don de la fe, no porque la fe nos libere de nuestro drama, del drama de nuestra libertad, de vivir de acuerdo con la verdad de lo que somos, hijos adoptivos de Dios, partícipes por gracia de la vida divina. Hemos recibido ese don precioso de la adopción pero que hace que Dios esté siempre junto a nosotros, que Dios esté en nosotros, que el Señor nos haya introducido en su vida divina por la fe y el bautismo, por la Eucaristía que vamos a recibir muchos de nosotros; que tengamos siempre a disposición el perdón de los pecados, para poder acoger esa gracia y vivir en la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

Señor, gracias por el don de la fe. Claro que Te pedimos no ser tierra reseca y dura de la del camino, o no estar tan llenos de preocupaciones que las zarzas ahoguen lo que Tú siembras en nuestro corazón. Pero gracias porque no te cansas de sembrar una y otra vez. Cuánto se parece la parábola del sembrador a esa expresión preciosa de Jesús en el Evangelio: “Yo te doy gracias Padre, porque les has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y prudentes de este mundo, y se las revelas a la gente sencilla. Así te ha parecido mejor, Padre”. La gente sencilla entiende que tenemos necesidad de Dios para vivir una vida humana digna, con gozo, con alegría, y al mismo tiempo con corazón de hermanos para nuestros hermanos los hombres. Y que la vida no desemboca en tragedia. Como decía el poeta Charles Péguy, desde la parábola del hijo pródigo: Nosotros, que hemos recibido ese don de la fe, sabemos que nuestras historias, sean las que sean, siempre terminan en abrazos, porque el Padre está siempre aguardando el retorno del hijo pródigo.

Damos gracias al Señor por el don de la fe y Le pedimos que cuide en nosotros ese don, para que siempre podamos vivir en la alegría y en la gratitud, y para que tengamos siempre la conciencia de que tenemos necesidad de la semilla y de la lluvia para que nuestra tierra se ablande y pueda fructificar; que la voluntad de Dios no es otra que nosotros florezcamos como seres humanos. Unos de los primeros grandes teólogos de la Iglesia decía: “La gloria de Dios es que el hombre viva”. La gloria de Dios es el hombre viviente. La gloria de Dios es nuestro florecimiento como seres humanos y como personas. Y como Iglesia estamos llamados a ser ese signo de una humanidad bonita, que sólo es bonita cuando tiene a Dios dentro de sí, porque sólo entonces vive del amor y vive para el amor, y sólo entonces la tragedia se convierte en drama. Las cañadas oscuras pueden ser fuertísimas, pueden ser oscurísimas, las noches y los desfiladeros pueden ser muy largos, y sin embargo nada temo porque Tú vas conmigo, “tu vara y tu callado me sosiegan”. Esa experiencia humana de estar acompañados por la Gracia es la novedad cristiana. Somos portadores de eso, mis queridos hermanos. Somos portadores de una gran noticia que el mundo necesita hoy más que nunca. Cuando digo “el mundo”, digo nuestros vecinos de chalet en la playa, o nuestros vecinos de sombrilla en la playa, y nuestros amigos, y nuestra familia, y las personas que tenemos cerca. Es ahí donde nosotros podemos ser un poquito de luz, no porque seamos mejores, sino porque tenemos la certeza del don de la Gracia, porque tenemos la alegría de la Gracia y de la Misericordia infinita de Dios con nosotros.

Vamos a proclamar nuestra fe.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

16 de julio de 2017
S.I Catedral
XV Domingo del T.O

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