Fecha de publicación: 5 de febrero de 2014

Como empiezo todos los domingos las homilías en la Catedral, que lo hago siempre así, menciono primero a la Iglesia, porque eso es lo que nos ha enseñado la constitución sobre la Iglesia del Concilio: que primero es la Iglesia y el misterio de la Iglesia a la que pertenecemos todos -sacerdotes y fieles- y luego vienen los sacerdotes.

(…) saludo a la Iglesia del Señor, que estamos aquí junto al altar, los que habéis venido de Manos Unidas, o también otras personas que a lo mejor estaban de visita y se han quedado en este momento, y también a los sacerdotes. Saludo especialmente a los sacerdotes que ofrecen al Señor en nombre vuestro esta Eucaristía junto conmigo, y a todos, incluso si hubiera algunas personas que no son cristianas, que con frecuencia sucede, también en la Catedral,  también son amigos y llamados a ser hermanos nuestros y a participar de la misma vida que el Señor nos ha regalado a nosotros.

La verdad es que la liturgia de hoy, dada la confluencia entre la fiesta de mañana, que coincide con los patronos de Manos Unidas y la fiesta del mártir, cuya memoria celebramos como patrón de la Diócesis de Granada, esta conjunción nos subraya una cosa, que yo creo que es lo más importante de todas las que tendríamos que conocer en la vida y, por lo tanto, me va a servir a mí para subrayar eso.

¿Cuál es esa cosa? Fijaros, en el fondo es muy sencillo: que todo lo que necesitamos en la vida realmente es Jesucristo, el que da sentido a todas las cosas de nuestra vida, el tesoro de nuestra vida, aquél en quien siempre podemos poner nuestra esperanza. Y lo tenemos, lo tenemos porque Él ha querido, porque Él se ha regalado a nosotros, porque Él se nos ha dado.

De hecho, muchos de nosotros vamos a participar de la Eucaristía, de, misteriosamente, ese don que parece que se mete en nuestro cuerpo, pero que lo que hace es meternos a nosotros realmente en la vida divina; ese don se renueva cada vez que celebramos la Eucaristía, y eso es lo más grande. Porque sin esa certeza de que nuestro destino, nuestro tesoro, el secreto de nuestra vida, nuestra esperanza es la vida eterna, y la vida eterna es esa vida en Dios, que ya tenemos misteriosamente, pero que se consumará en el cielo, pues no es sólo que el paso del tiempo nos daría tristeza y sería muy triste, muy triste, pensar que nuestra esperanza en las cosas de este mundo se va desgastando, sino que es que tampoco valdría la pena vivir.

Cuando yo entraba, salía una familia de un bautizo. Si no fuera por la vida divina que el Señor siembra en nosotros y renueva constantemente en nosotros a través de la Eucaristía, la vida no merecería la pena. No merecería la pena quererse, no merecería la pena tener hijos, no merecería la pena todas las fatigas que la vida lleva consigo, luchar por la salud como luchamos, por ejemplo.

Todo eso, ¿qué sentido tendría si al final nuestra última esperanza es el olvido del sepulcro? Que horror, que cosa más negra y más fea, ¿no? Gracias a que conocemos al Señor, la vida cambia. Pero no os creáis que cambia sólo para las personas que somos mayores -yo soy de Vida Ascendente tanto como vosotros-, no solo cambia para nosotros. Cambia lo mismo para un niño, para un joven; es que cambia todo en la vida: la manera de mirarnos unos a otros, la manera de tratarnos, la manera de querernos, la manera de construir un poquito lo que cada uno aportamos del mundo y de la sociedad. Con Cristo es de una manera, sin Cristo es de otra.

Os decía yo que estoy escribiendo mi respuesta al cuestionario del Sínodo de la familia. Justamente lo que yo quiero subrayar es que es verdad que se dice muchas veces que el matrimonio es una cosa de la ley natural, pero decir que es de ley natural no significa que Cristo no sea esencial al matrimonio, o que Cristo sólo lo que hace es dar fuerzas para vivir lo difícil que es vivir en el matrimonio, en fidelidad y en un amor que crece.

Lo que yo quiero decir es que Cristo es esencial en el matrimonio porque ilumina y hace posible justamente lo que nosotros, en nuestra tradición, hemos llamado matrimonio de toda la vida, pero que cuando se pierde a Cristo, se pierde también, es decir, el matrimonio como don de la vida entera, y un don que, además, como todos los dones que tienen que ver con el Señor, permanecen para siempre.

Pues hasta eso, que es probablemente una de las cosas más profundas e íntimas en la vida de cualquier persona,  cuando se tiene a Cristo, cambia. Y cambia la manera de vivir la enfermedad, pero cambia la manera de celebrar un cumpleaños, cambia la relación de amistad, cambia la relación entre padres e hijos y entre hijos y padres, cambia todo. Cuando se tiene al Señor, la vida es distinta y bonita, mucho más bonita. (…)

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

Parroquia del Sagrario
1 de febrero de 2014

Escuchar homilía