Fecha de publicación: 28 de enero de 2020

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo (muy amada), Pueblo Santo de Dios; muy queridos sacerdotes concelebrantes, hermanos y amigos todos:

El Santo Padre ha propuesto que en este III Domingo del Tiempo Ordinario, es decir, terminada la celebración de la Navidad, con la fiesta de Epifanía, se celebre en toda la Iglesia como un domingo de la Palabra de Dios. Y yo diría que con eso el Papa Francisco no hace mas que ayudarnos de una manera nueva a redescubrir y a ahondar en el Misterio de la Encarnación, en el Misterio de la Navidad, a cuya sombra tiene lugar todo el ministerio terreno de Jesús, toda la vida terrena de Jesús.

El Evangelio de la mañana de Navidad es justamente el comienzo del Evangelio de San Juan: “En el principio existía la Palabra y la Palabra era Dios y estaba junto a Dios. Por ella se ha hecho todo, todas las cosas, y sin ella no ha sido hecha nada de cuanto ha sido hecho”. Pues, esa Palabra que era Dios se hizo carne y vino a habitar entre nosotros. Ese era el mensaje del día de Navidad. Esa es la proclamación del día de la Navidad. Por lo tanto, cuando el Santo Padre nos propone sencillamente acoger en un día una consideración de la Palabra de Dios y ponerla en el centro nos está invitando a ahondar en esa realidad del Hijo eterno del Padre, de la Palabra eterna del Padre que es mediador de la Creación y mediador de la Redención. 

Lo necesitamos. Lo necesitamos por muchas cosas. Y dejadme decir, con un poquito de gusto, que antes de que el Santo Padre hubiera proclamado ese día, nosotros, imitando una costumbre que yo ya había visto en algunas otras Iglesias, estamos poniendo el Evangelio sobre el altar al principio de la Eucaristía. Y ya hace años hacemos la costumbre de bendecir con el Evangelio cuando termina la liturgia de la Palabra. (…) Es precioso, al final de la Liturgia de la Palabra, poder bendecir al pueblo cristiano con el Evangelio, que es fuente de luz, de vida y alegría para todos nosotros. Hoy hemos puesto, y probablemente lo continuaremos haciendo, al lado del ambón donde se proclama el Evangelio, dos cirios, porque el Evangelio es eso: luz para nuestra vida. Decía un Salmo: “Tu Palabra para mis pasos, luz en mi sendero”. Si la Palabra de Dios es luz para nuestro sendero, estamos muy necesitados de esa luz.

Hoy, en nuestro mundo, en la cultura actual, en esa cultura que, además, es global, no es una cultura particular española o andaluza; es más bien la cultura de este mundo que está confuso con respecto al significado de la vida –no digo ya hace 20, 30 o 50 años, la confusión viene probablemente de mucho antes, tal vez del siglo XIX, tal vez de más–, pero, ciertamente, vivimos en la noche. No son tan sólo los de Galilea los que estaban en tinieblas y en sombras de muerte. Sabemos mucho de muchas cosas: desde el ADN, hasta cómo enviar un satélite hasta los límites del sistema solar, o más allá incluso del sistema solar. Pero, ¿para qué estamos aquí los hombres?, ¿cuál es nuestra misión en la vida?, ¿en qué consiste nuestra humanidad?, ¿tiene alguna meta esa humanidad? En eso, que es lo más importante de nuestra vida, la cuestión, no que más nos acucie hoy, (…) pero ciertamente la cuestión más honda de nuestra vida y la que algún día algo nos obligará a planteárnoslo. En eso estamos a oscuras y necesitamos la Palabra de Dios. Yo he comentado ya alguna vez que un autor, un belga especialista en literatura escribió unos volúmenes preciosos que se titulan “Literatura del siglo XX y cristianismo”, cinco volúmenes sobre los escritores del siglo XX, desde Henry James, hasta Friedrich Dürrenmatt, o François Sagab o Jean-Paul Sartre –quiero decir, no católicos, sino los que leíamos en el siglo XX en los años 60 o 70–. Y uno de los volúmenes se titula “El silencio de Dios”. Es verdad que el silencio de Dios iba acompañado del inmenso ruido de dos guerras mundiales que destruyeron Europa y de las cuales no nos hemos repuesto, y de las distracciones provocadas para olvidarnos de esa inmensa tragedia humana que no afectó sólo a Europa, afectó exactamente igual a China, a Japón, a Vietnam… es decir, podemos ir recorriendo uno tras otro los escenarios de esa guerra tan ensordecedora. Pienso en el supuesto final de la guerra mundial en Hiroshima y Nagasaki. Y cuando uno descubre que aquello no era para terminar la guerra, que la guerra estaba terminada, sino para impresionar a los rusos y que no siguieran avanzando en Europa, uno dice “¿eso vale 600.000 vidas humanas?, ¿eso vale la cantidad innumerable de enfermos y la destrucción de un país?”. Pero si miráis cualquiera de estos días –y no quiero ponerme tétrico, porque no lo estoy, quiero decir que no hay nadie que pueda quitarme la alegría que el Señor me da… bueno, sí, yo mismo, mi propio corazón, mi pecado puede quitármela–, pero habéis visto todos probablemente la fotografía de Australia desde el satélite. ¿Os imagináis lo que es un fuego dos veces el tamaño de Bélgica o el tamaño de Andalucía? Si no habéis visto esa foto, vedla; y no es obra del cambio climático, es obra de hombres. La situación climática puede haber afectado, pero es la destrucción de un continente de la que apenas se habla. Porque esas cosas normalmente pasan en silencio. Se habla de las que conviene que se hable, a lo mejor de las cabezas de las gambas, si las podemos comer o no, o de otras cosas, pero de la destrucción de un continente en el mundo y de sus recursos y de un país, de eso se habla poco.

Necesitamos la luz de la Palabra de Dios. Porque la Palabra de Dios es Jesús hecho carne y Jesús no habló sólo con sus enseñanzas, fue Su vida. O sea, la Palabra de Dios ha sido la Persona de Jesús, Su vida, Sus gestos. “Dios –dice el Concilio- se revela en obra y en palabras. Las obras son más importantes incluso que las palabras porque dicen más”. Dice más un rato escuchando a una persona que lo necesita, aunque parezca que me hace perder el tiempo; dice más eso que decirle a esa misma persona que la quieres mucho. Dice más estar un rato jugando con un niño que darle la play y decirle “¡ay, cuánto te quiero, mira qué regalito más bonito te he traído!”, y escuchándole y queriendo ver qué es lo que quiere decir, qué es lo que quiere comunicar, dando tiempo, dando vida. Si el Señor nos ha enseñado que Dios es Amor, nos lo ha enseñado amando. “No hay amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos”, por aquellos a los que ama. Jesús ha sido Palabra de Dios, es Palabra de Dios, porque ha entregado Su vida, entera, de una vez por todas, por el mundo entero, por todos nosotros, por cada uno de nosotros; y misteriosamente, en la Gloria de Dios, de su Reino, en esa Gloria sigue intercediendo por nosotros, ofreciéndose al Padre.

La vida humana no se vive más que una vez y, por lo tanto, el Hijo de Dios sólo ha podido hacerse hombre una vez, y por lo tanto una vez en la historia, pero Su ofrenda, su actitud de intercesión, su frenar la cólera de Dios ante todos nuestros odios y nuestras pobrezas y nuestras miserias, y Su abrazarnos en un gesto de amistad y de amor sin límites, eso lo sigue haciendo el Señor. Y se nos da en los gestos pequeños de la Iglesia, que no tienen otra función que el repetir esos gestos del Señor, en los Sacramentos y en nuestra vida. Dios mío, si tuviera yo que hacer una súplica hoy: que el Señor nos haga ser a todos juntos y a cada uno de nosotros también un poquito de la Palabra de Dios, un poquito de ese amor de Dios por el mundo, que se refleje en nuestros gestos, que se refleje en nuestra vida, que podamos decir al mundo que Dios le ama, que hay una esperanza para nuestro mundo, ¡claro que la hay! Que hay un amor que es más fuerte que la muerte; que hay un amor que es más fuerte que todos los pecados del mundo, que todos los pecados de los hombres, y que esa es la medicina que nuestro mundo necesita, esa es la única palabra. Pero, como dice el refrán, “obras son amores y no buenas razones”, por lo tanto, que en nuestros gestos los hombres puedan percibir nuestro amor por todos, incluidos los enemigos, incluidos quienes no nos aprecian o quienes nos critican o quienes nos ridiculizan. Amor por todos. Sólo así reflejamos algo del amor que Dios tiene a la humanidad y sólo ese amor es capaz de aliviar nuestros dolores verdaderos, de curar nuestras heridas. Vamos a pedirLe al Señor que esa Palabra nos guíe.

Hay un punto que no quiero dejar de decir; lo digo muy brevemente. A la hora de rezar, muchos de los que estáis aquí a lo mejor tenéis el hábito de rezar con frecuencia o de rezar todos los días, alimentados más con la Palabra de Dios, con toda la Palabra de Dios, pero con el Nuevo Testamento, especialmente: los Evangelios, las Cartas de San Pablo, la Carta de San Juan, esa joya increíble que es la Carta de San Juan. Nunca ha resonado en el mundo una propuesta de humanidad tan bella, ni tan buena, ni podrá resonar jamás una propuesta mejor: Dios es Amor y el que vive en el amor vive en Dios y Dios en él. Jamás podrá resonar nada más bello, ni más noble, ni más alto, ni más verdadero, ni más capaz de cambiar nuestras vidas y de saciar y sosegar nuestras ansiedades, y de colmar nuestro corazón. Jamás. 

Que el Señor nos lo conceda. Y yo sé que los libros de los santos son muy importantes y muy buenos, y pueden iluminarnos mucho, pero los santos viven para un tiempo y viven de la manera de un tiempo y no tienen comparación con la Palabra de Dios. A la hora de alimentarnos, alimentaos sobre todo con la Palabra de Dios, que nunca decepciona, que nunca empacha.

Vamos a profesar nuestra fe.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

S.I Catedral de Granada
26 de enero de 2020

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