Muy querida Iglesia del Señor, tanto quienes estáis aquí presentes como quienes nos seguís a través de las cámaras de televisión:

En un día como hoy y en este tiempo, le pide uno al Señor no usar la Palabra de Dios ni usar la Eucaristía como para dar lecciones a nadie. Mi deseo más profundo en estos momentos es dirigirme al mismo Señor que es la Luz y decirLe: “Señor, arráncame, arráncanos a todos de las tinieblas. Haz que podamos ver más allá de las cosas que vemos; que podamos ver incluso más allá de la muerte; que podamos acogernos a Tu Misericordia”.

Yo soy muy consciente de que de no ser por haber conocido la santidad de la Iglesia y de muchas personas en la Iglesia seguramente yo no sería cristiano. Y si no fuera cristiano, no sabría cómo afrontar una dificultad como la que estamos viviendo. En realidad, no sabría cómo afrontar la vida misma, incluso sus cosas bellas, que son millones. Pero la conciencia de estar destinado a la muerte pone como un cáncer en toda esa belleza, en la belleza de la naturaleza, en la belleza de las relaciones humanas, en la belleza del Cielo y de los colores de la Creación. Todo sería como profundamente trágico si uno vive con la conciencia de que nuestro destino es morir.

Yo Le pido al Señor, Le pido el Señor para mí, se la pido para todos lo que vivimos en la fe y hemos recibido sin mérito nuestro de ninguna clase una luz que nos permite ver en las cosas, ver en las personas, ver en las situaciones un designio misterioso siempre de amor, aunque no entendamos, porque esto no es más que una fase y una fase pequeña de la vida a la que hemos sido llamados a participar por el amor de Dios.

El Amor de Dios nos ha creado. Y nos ha creado no simplemente para hacer, crecer, comer, alimentarnos, reproducirnos, morir… Nos ha creado para la vida eterna y tenemos necesidad –yo tengo necesidad–, de reconocer ese amor de Dios. Le pido al Señor que arranque mi corazón de la tiniebla, de quien no ve más que lo que tiene delante, para poder ver el horizonte maravilloso, el horizonte de vida de un amor que es fiel y que no nos negará la vida eterna para la que hemos sido creados. No nos la negará. Sólo la niega, y nos lo pone de manifiesto el Evangelio de hoy, a quienes se creen que ven, que lo saben todo, que tienen las claves de todo y se empeñan en no ver. Cuando reconocemos nuestra pequeñez, cuando reconocemos nuestra condición de criaturas, cuando reconocemos gracias a Jesucristo que el Dios que ha creado el universo y que nos ha creado a cada uno de nosotros, es un amor infinito que no se echará para atrás de ese amor, ni siquiera por nuestros pecados, ni siquiera por nuestra pobreza, sólo por nuestro orgullo, cuando nos afirmamos a nosotros mismos y creemos como los fariseos. Ellos sí que sabían que Jesús no podía venir de Dios; sabían que un ciego de nacimiento no podía ser curado y el ciego de nacimiento no tenía más arma para defenderse, no la discusión ideológica para defenderse, sino el decir “yo sólo sé que antes estaba ciego y que ahora veo”.

Yo sé que, por mil factores en mi propia vida, de personas a las que he visto afrontar toda clase de dificultades, a las que he visto morir con la paz en el corazón, y casi casi con la sonrisa en los labios, que el amor de Dios es fiel y que conocer el amor del Señor es el tesoro más grande que uno puede tener en la vida; que esa es la luz que no merezco, porque soy igual de pobre, igual de pecador que el más grande de los pecadores, y no he hecho nada para merecer la luz de la fe; pero gracias, Señor, sólo Te pido el que me dejes vivir en la luz y que no vuelva, por mi debilidad, por mi fragilidad, una y otra vez al mundo de las tinieblas, al mundo de la desconfianza, al mundo de exigirte a Ti que cumplas y Te acoples a las medidas de lo que yo veo, sino mantenme en la conciencia de que yo apenas veo nada y quiero ver.

Es curioso, el ciego de nacimiento no le pide como otros ciegos del Evangelio, como otras personas enfermas en el Evangelio: “Jesús, Señor, que vea”. No, sino que es Jesús quien le ve, quien se acerca a él y le cura. Cuántas personas hay en nuestro entorno y en nuestros caminos que no esperan que el Señor les abra los ojos. No buscan siquiera, porque piensan que eso no puede funcionar, que eso es un autoengaño, que es una ilusión ficticia. Yo Le pido al Señor: “Señor, igual que Tú te acercaste a él, igual que Tú te has acercado a mí sin que yo te buscara, acércaTe a todos nuestros hermanos y multiplica en ellos los ojos de la fe que permitan darTe gracias por tu amor”, que no lo frena la muerte, que la muerte no hace más que abrir la puerta de la vida definitiva.

Que nos des esa luz que nos permita vivir con esa esperanza y que nos permita pensar, a la luz de esa esperanza, que no es una necedad el ayudarnos unos a otros, el querernos unos a otros, el gastar la vida unos por otros. No es una necedad porque lo que nos aguarda no es simplemente ni la muerte ni el cementerio. Lo que nos aguarda eres Tú. Eres Tú quien nos aguarda. Tú y tu amor sin límites, donde todos podremos por Tu Misericordia gozar de la belleza infinita de tu Gloria, de la belleza infinita de tu amor.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

22 de marzo de 2020
Iglesia parroquial Sagrario Catedral (Granada)

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