Como aquel funcionario real que se acercó a Jesús e hizo un viaje. Probablemente, vivía en Jerusalén y Jesús estaba en Galilea, y eso supone, por lo menos, da a entender que más de un día de distancia para encontrar a Jesús y suplicarle por la curación de su hijo.

Nosotros le suplicamos que nos cure de nuestros males, que nos mantenga el tiempo que considere oportuno en la salud del cuerpo, pero que nos cure sobre todo de los males de nuestra alma. Que nos permita vivir con alegría, con gratitud por el don de la vida y por el don de la preciosa vocación, por el precioso destino que Dios nos ha dado, que es participar para siempre de Su vida divina, y que podamos vivir así todos los días de nuestra vida. Ese es el nuevo Cielo y la nueva tierra que ha comenzado con Jesucristo y que tiene como fundamento el amor fiel, paciente, misericordioso, sin límites, de Dios por nosotros. Cuando San Juan en la Primera de sus Cartas trata de decir en una frase todo lo que ha significado su experiencia del encuentro con Jesucristo y de los comienzos de la vida de la Iglesia, él dice: “Dios es Amor”. No es simplemente que Dios tiene sentimientos de amor. No. “Dios es Amor”. Eso significa que Dios no sabe más que amar y que todo amor verdadero que existe en esta tierra, en todas sus formas. Nuestros rostros son todos humanos. En cierto sentido, todos se parecen. Luego, en cierto sentido, todos son únicos. Lo mismo pasa con el amor. El amor tiene tantas formas como personas y eso es así porque siempre, todo amor verdadero, participa del Ser de Dios. Es como si fuera una partecita de Dios, un reflejo de Dios, pero más que un reflejo, porque es una participación verdadera en el Ser de Dios.

Yo quería, en este tercer día, señalar justamente que el corazón de toda la historia de Salvación de Dios con nosotros es una historia de amor en la que Dios se ha embarrado en nuestro barro muchas veces, a lo largo de esa historia, en el Antiguo Testamento, para que comprendiéramos, poco a poco, la naturaleza de Su amor, su carácter exquisito, su imposibilidad de permanecer en la ira o en el odio, su imposibilidad para cansarse de nosotros y, a través de los profetas, lo ha ido mostrando así. El pueblo era infiel una y otra vez, y el Señor lo castigaba como un padre castiga a sus hijos a veces, para educarlo. Y luego se arrepentía de haberlo castigado, y luego lo llamaba de nuevo y lo elegía de nuevo.

En el profeta Oseas, que es uno de los profetas donde eso se pone más de manifiesto, después de la infidelidad del pueblo y el pecado del pueblo, y el enfado de Dios que dice “ya no va a ser mi pueblo y a sus hijos no les voy a llamar mis hijos”, luego dice, “no, no puedo. Yo la seduciré de nuevo, la llevaré al desierto y renovaré su amor como en los días de su juventud. Y ya no me volverá a llamar Baal (que eran los dioses de los paganos, los ídolos), sino que me llamarán ‘esposo mío’ y yo le llamaré de nuevo ‘pueblo mío’”. Esa Alianza, de la que habla tantas veces el Antiguo Testamento el Señor, es una alianza matrimonial en la que el pueblo es siempre infiel y Dios es siempre fiel. Y esa Alianza se cumple en la Encarnación del Hijo de Dios. La fiesta de Navidad es una fiesta de boda. Y esa Alianza se cumple, de una manera plena y total, en la Imagen que veneramos en esta ermita y en la Imagen cuyo Septenario estamos celebrando, a las puertas de la celebración del Misterio Pascual, de los días grandes de la muerte, la Resurrección y el don del Espíritu Santo, que constituye nuestra redención.

Lo sabemos, esto lo habéis oído miles de veces, no es ninguna novedad, pero hay cosas que son el “abc” de la vida y que, sin embargo, uno necesita oírlas muchas veces a lo largo de la vida. Que Dios es Amor; que el temor de Dios no significa tenerle miedo a Dios; que a Dios no hay que tenerle miedo, hay que tenernos miedo a nosotros mismos, a lo que queráis, a la pobreza de nuestra libertad, a la fragilidad de nuestra libertad, pero tener miedo a Dios, nunca, porque Dios es Amor. Y Jesucristo nos ha revelado que ese Amor es un amor sin límites, es un amor sin fisuras, es un amor que no se echa para atrás ante nada. Las palabras con las que empieza en San Juan la Pasión del Señor -“no hay mayor amor que el de dar la vida por aquellos a los que uno ama”-; y un poco antes había dicho, “nadie me quita la vida, yo la doy porque quiero”. Es decir, fue a la cruz para que ese amor infinito de Dios pudiera abrazarnos a todos. San Juan Pablo II quería resumir el mensaje de la Iglesia, con motivo del cambio de milenio, en el año 2000, dijo: “Hay un mensaje que la Iglesia quisiera gritar a cada hombre y a cada mujer de este mundo, y que es muy sencillo, y es poder decirle a cada uno ‘Dios te ama’, ‘Dios te quiere’, ‘Cristo ha venido por ti’”.

Y eso quisiera yo gritarlo hoy a todos. Porque, aunque hemos oído hablar del amor de Dios, en el fondo nos cuesta creer que Dios me pueda querer a mí. A lo mejor quiere a los que son buenos, a lo mejor quiere a los santos, a los que tienen muchos méritos, a aquellos cuyas vidas son heroicas, pero, ¿a mí? Pues, yo quisiera deciros a cada uno de los que estáis aquí y nos veis: Dios te quiere. Dios te quiere con un amor único, infinito. Dios no se avergüenza de ti. Dios no quiere más que estar contigo y como me habéis oído decir ya estos días, no para conseguir nada de nosotros, ni siquiera el que nosotros le queramos a Él, sino porque nosotros Le necesitamos. Nos quiere porque Le necesitamos y nos quiere porque es Amor. Nos quiere porque somos sus hijos.

Dejadme detenerme unos momentos. Si Dios es Amor, la primera consecuencia de eso es que el secreto de la vida humana (porque Cristo ha venido para revelarnos lo que es ser hombre y ser mujer, y vivir, y nacer y crecer y morir), es aprender a querernos. El secreto de la vida humana es aprender a amar. Esa es la tarea verdaderamente importante, aunque uno esté estudiando óptica o biología, o lo que sea. Pero la verdadera tarea de nuestra vida no es acabar una carrera, que hay que acabarla, o sacar unas buenas notas en el colegio o conseguir un buen trabajo, tener la vida resuelta. La vida es un continuo aprendizaje en aquello que es lo más grande que tenemos que es nuestro ser imagen de Dios y es aprender a amar.

Dejadme que señale dos o tres cosas. Esto porque curiosamente aprendemos un montón de cosas en la Escuela y en los colegios, pero no se nos enseña a querer, en ningún sitio. La Iglesia es el sitio donde se nos enseña a querer, pero a veces nuestra predicación está tan desconectada de la vida cotidiana que no es que podamos decir que de verdad… Yo creo que en la catequesis, en las reuniones de grupo, tendríamos que enseñar a los jóvenes y a los adultos, hasta los mismos matrimonios que muchas veces no saben quererse. A los jóvenes, os voy a dar un indicio simplemente, ¿cómo distingue un buen amigo de un amigo que lo parece, pero que no lo es? Cuando una amistad te aparta de tu familia, te aparta de tus estudios o te aparta de tus otros amigos, malo. En general, tiende a ser una amistad posesiva. Un noviazgo, cuando empieza, no tiene por qué apartar a un chico o una chica, al contrario. Como me decía una chica listísima, la verdad, con una madurez muy grande, que le preguntaba si tenía novio. Decía, “yo no quiero saber lo que siente un chico cuando está conmigo, yo lo que necesito saber es cómo se porta con sus padres cuando no está conmigo, o como se porta con las otras chicas cuando yo no estoy, y para eso tendríamos que conocernos”, y el mundo en el que estamos no nos da muchas facilidades para conocernos. No hay muchos ambientes donde nos podamos conocer verdaderamente. Era una chica de ciudad y es verdad que en nuestras circunstancias nos conocemos mucho más, porque somos ciudades de tamaño humano o pueblo, pero es verdad que los chicos han estado muchos años, pero se han casado sin conocerse, porque no se han conocido más que solos.

En cambio, yo he experimentado, porque he trabajado con muchos jóvenes estudiantes… Una madre recuerdo que le decía una vez, “¿qué le pasa a mi niño? Estudia menos horas que antes, pero le cunde mucho más. Sale más por ahí con sus amigos, si se van al cine o una cafetería, pero está mejor y saca mejores notas”. ¿Qué le pasa a tu hijo? Que se ha echado una novia que le quiere de verdad y que va en serio y él va en serio, y de repente se le ha puesto en orden la vida. ¡Claro que sí! Eso es lo que le pasa. Antes se le pasaban las horas delante del libro y a lo mejor ni estudiaba, ni nada. Un amor nos centra y no nos aparta, no nos aísla. Una amistad que te aísla es una amistad, es una sanguijuela, es un chupasangre. Al contrario, un amigo de verdad te ayuda a crecer en tu vida entera, en todas tus relaciones. Se hacen mejores todas tus relaciones. Las relaciones con tus padres o las relaciones con los demás amigos. Porque uno crece, madura, en una amistad que es buena. Esa conciencia de que uno crece es una señal de una buena amistad. Esa conciencia de que me chupan la sangre y de que tengo que estar viviendo para esta persona, eso es una señal de una amistad que no es buena, que no es constructiva. Pasa lo mismo también en los matrimonios, hasta en los mismos matrimonios.

Un matrimonio cristiano es una familia abierta. Es una familia donde los chicos vienen a merendar y traen a sus amigos y hay un clima. En estos tiempos que estamos, y con las mascarillas, y cuando no podemos estar más que cuatro, dependiendo de que seamos de Santa Fe para afuera o de Santa Fe para adentro. Un amor verdadero es un amor que desea incorporar a más en el círculo del afecto mutuo. Una familia cristiana no es la familia burguesa. Tampoco es la familia patriarcal. Si el amor es un aprendizaje. En el matrimonio el hombre tiene que aprender el lenguaje femenino y la mujer tiene que aprender algo del lenguaje masculino. La mujer puede hacer casi todo sin el hombre. Casi todo. Por supuesto, no puede engendrar sin el hombre, pero hay otra cosa muy importante que el hombre tiene que hacer que es cortar el cordón umbilical. Que no vivan siempre bajo la protección de su madre, eso sólo lo puede hacer el padre. Ayudar a sus hijos a medir los riesgos y a correrlos, para que los niños no lleguen a los treinta años siendo unos adolescentes o siendo unos bebes. ¿Y sabéis por qué? Porque luego las chicas no encuentran hombres con los que casarse. Ha habido chicas que me han dicho a mí, una chica estupenda la verdad: “Si se me acercan chicos, pero siempre tienen la edad de mi hermano pequeño. Yo no quiero casarme con un chico como un hermano pequeño”; y mujeres que te confiesan que se han casado con un bebé que, en cuanto hay un problema, en lugar de afrontarlo, lo que viene es a su mujer a resolverlo. Pues, para que los niños no sean bebés, los padres tienen que tener el valor, porque hace falta mucho valor, hacer falta mucho amor, una forma de amor que no lo parece de entrada porque hay que oponerse a la madre. Porque la madre nunca quiere cortar el cordón umbilical. Sólo después, sólo cuando ha visto el bien que eso representa para sus hijos, se da cuenta del amor tan grande que tiene por ella y por sus hijos, y ella lo agradece. Pero alguien tiene que enfrentarse a la madre y eso lo tiene que hacer el padre.

Estamos a punto de celebrar el día de San José, el día del padre, y eso supone que hay que animar: un niño que se ha caído y se ha hecho sangre en la rodilla, pues hay que decir, “los campeones no lloran, no pasa nada”. Pero si los niños, en cuanto hay una gotita de sangre, la mamá, los niños llegan a los 30 años sin haber pasado la adolescencia, aunque sean unos hombretones y sin madurar. La mujer tiene que aprender algo del lenguaje masculino y saber que un niño necesita pelarse, pelearse jugando. Pelearse con su padre, porque la misión de un varón siempre será cuidar de una familia y, si no, el varón es un bebé que cuando tiene un problema y una dificultad, acude a su mujer a que se lo resuelva.

Es verdad que vivimos en un mundo donde hay mucha inmadurez, pero mucha inmadurez porque no hemos comprendido que el amor es una cosa grande; más grande que una carrera, y exige en momentos sacrificios, pero, ¿cómo sabe uno que esos sacrificios valen la pena? ¿Cuál es la recompensa del amor? El crecimiento de nuestras personas que es lo que Dios quiere. Dios quiere que crezcamos. Dios quiere que florezcamos como hombres y como mujeres. Dios quiere que nuestras vidas sean bellas, unas vidas por las que podamos dar gracias, a pesar de nuestras torpezas. Otra cosa que hace el amor es perdonar y pedir perdón. A veces, hay heridas en la vida y situaciones en la vida donde lo más difícil es que nosotros nos perdonemos a nosotros mismos. Sabemos que Dios nos perdona. La Iglesia te ha dado el Sacramento de la Penitencia y sabes que Dios te ha perdonado mediante ese Sacramento. A lo mejor, la persona a la que le hiciste daño te ha perdonado también, pero muchas veces es nuestro orgullo el que no es capaz de hacer que nos perdonemos a nosotros mismos y necesitamos aprender a perdonarnos a nosotros mismos. Eso también es crecer en el amor.

El Señor puso una medida: “El amor a los enemigos”. Ese es uno de los signos grandes de que uno está acercándose a la madurez en el amor. No significa pensar que quien ha roto conmigo, quien me ha hecho daño, quien no quiere saber nada de mí o quien no sé que no me quiere bien, tengamos que ser amigos. No, a veces no se puede y no hay que empeñarse. Pero que no quede en el corazón resentimiento. Que uno pida por las personas que nos han hecho daño. Que podamos pedir también por aquellos a quienes nosotros hemos hecho daño, sin querer o queriendo. Pero ese es un signo de Dios. Esa reconciliación, que no supone que vayamos a ser los más amigos del mundo. A lo mejor, no podremos nunca ser amigos en esta vida, lo seremos en el Cielo, pero no en esta vida. Sí que nunca es bueno dejar un átomo de resentimiento en nuestro corazón. El Señor nos ha perdonado, haced vosotros lo mismo. El Señor ha saldado con nosotros una deuda de diez mil talentos por cien denarios que nos separan unos de otros, no van a hacer que nosotros vivamos en el odio o en el resentimiento, por muy grave que sea la ofensa. Me acuerdo de un padre que perdió a su hijo porque un médico no supo identificar una meningitis y le dijo que era un catarro, y hasta le insultó: “Pero tú eres médico, me vas a decir a mi lo que tengo yo que hacer”, y su mujer dice, “que no, mire, que el niño no tiene un catarro que es más que un catarro”. El niño murió. Qué difícil es perdonar en una situación así. Yo lo entiendo. Pero cuánto destruye que la vida esté marcada por el odio o por el resentimiento.

Señor, somos pobres. Nuestro caminar por este mundo es casi un paso y nos hacemos daño, aunque no nos demos cuenta casi, unos a otros. Que sepamos perdonar, que sepamos entrar en ese Cielo nuevo, en esa tierra nueva que Tú has construido con un amor que salda todas las deudas. Salda todas las deudas que yo tengo y que son infinitas, y que nunca podría saldar. ¿Significa eso que si me encuentro a esa persona que me ha hecho tanto daño, vamos a estar dándonos palmaditas en la espalda? Significa que el sentimiento en la vida es un veneno mucho más peligroso que el virus y que cuando uno deja que ese veneno se instale en el corazón y crezca, eso nos mata por dentro. Y muchas personas vivimos muertas por dentro por haber dejado crecer ese veneno.

Termino muy brevemente. ¿Hay que amar sin buscar recompensa? No. Lo que hay que hacer es que, cuando no la encontramos, no nos echemos para atrás, que no hagamos cuentas. Pero si uno ama, desea ser amado, ¡claro que sí! Y es justo, es legítimo. El Señor también desea que nosotros Le queramos. Pero, ¿cuál es la recompensa entonces del amor? El bien que el hecho de amar produce en nosotros y produce en las demás personas. Pero si, porque la otra persona no responde a mi amor de la manera que yo quiero, pues a lo mejor es que yo estoy empeñado en una cosa que no es la forma en que la otra persona puede responder. Pero si dejo de amar, yo he puesto una medida a ese amor. Es decir, “hasta aquí sí y hasta aquí no”. No. No hay un “hasta aquí” en el amor. Uno tiene que perdonar y permanecer en el amor. ¿Y cuál es la recompensa? Pues eso, el que amando, nos parecemos cada vez más a Dios y la vida se hace bella y grande, y uno puede vivir contento. Pero, ¿desear que haya respuesta en el amor? Pues, claro. Y cuando hay esa respuesta, pues darle gracias a Dios por esa respuesta, porque es bonita, porque es bonito el quererse y el ser querido. Eso es muy bonito. ¡Es precioso! Pero no poner medida al amor.

Y el último rasgo de un amor bueno que se parece al amor de Dios es que el amor bueno acompaña. Acompaña significa que acompaña en el camino, adapta su paso al paso de la otra persona y eso supone tiempo. Acompañar tiene siempre algo de divino, porque Dios nos acompaña en el camino de la vida. Dios no nos deja abandonados nunca. Dios nos acompaña y nos acompaña cuando nos han salido las cosas bien y hemos sido buenos, y nos acompaña cuando hemos sido malos. De hecho, nos acompaña más cuando somos malos, porque Le necesitamos más, está más cerca de nosotros. Está ahí, al lado, pegado a nosotros, por si volvemos la cabeza, por si nos dejamos volver y coger por el Buen Pastor.

No quería dejar de deciros que, si Cristo ha muerto, no es para que digamos “Señor, cuánto nos quieres”; es para que aprendamos nosotros a querernos y eso significa aprender a quererse en las situaciones concretas de nuestras vidas, con nuestras dificultades concretas para querernos. Y yo sé que esa es una tarea de toda la vida, y yo sé que no va a ser tampoco el último Septenario que hacemos al Cristo de la Salud, por lo tanto tenemos muchas posibilidades. Mirando a Cristo aprendemos.

En la Eucaristía aprendemos a querer. Porque somos queridos con el amor que es capaz de ensanchar nuestro corazón a la medida infinita que nuestro corazón tiene y necesita ser ensanchado.

Que el Señor nos conceda ese don a todos y así seremos ese mundo nuevo que es posible cuando acogemos a Cristo en nuestras vidas.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

15 de marzo de 2021
Ermita del Cristo de la salud (Santa Fe)
Segundo día del Septenario en honor al Santísimo Cristo de la Salud en Santa Fe

Escuchar homilía