Vuestra catequista acaba de decir que el ser cristiano es algo que merece la pena porque es un camino de vida. Yo quiero subrayar este aspecto. Lo que recibís hoy, de una manera más plena (porque lo habíais recibido ya en el Bautismo y lo habíais recibido para siempre, pero en el Bautismo todos los que estáis aquí no éramos conscientes ni podíamos decir que “sí” a ese regalo, ni podíamos agradecerlo)… Y la Iglesia ha querido separar esta segunda unción, que los antiguos cristianos llamaban “el segundo sello”, para un momento en el que sí que nos damos cuenta de lo que significa. Lo que recibís es la vida divina y en un momento y una edad en la que vosotros ya os dais cuenta de lo que significa recibir esa vida. Por lo tanto, podemos acogerla y darLe gracias al Señor por esa vida. Yo, en el momento de la Confirmación, me voy a dirigir a cada uno de vosotros llamándoos “hijo” o “hija”, y lo voy a decir con toda conciencia. No es una palabra ritual, ni una palabra que toca decir, sino que lo digo con toda conciencia, porque soy muy consciente de que lo que os transmito, a través de mis pobres gestos, de mis pobres manos, es la vida misma de Dios.

Espíritu significa “aliento” en su primer significado. Y el aliento era, para toda la antigüedad cristiana y no cristiana, la señal de que uno estaba vivo. Por lo tanto, el Espíritu Santo es la vida de Dios, el aliento de Dios. Ese aliento nos ha sido comunicado a todos por la Creación. Y no sólo en el momento en el que fuimos concebidos, o no sólo cuando Dios crea las cosas al principio del mundo y pone en marcha unas leyes físicas y químicas, que, luego, por una serie de combinaciones, terminan en nosotros. No. En este mismo instante, si escucháis mi voz, si yo puedo hablar, si vuestro corazón late, si podéis ver la luz, todo eso es un don del Señor. Me diréis, “bueno, pero quienes nos han engendrado son nuestros padres”. Sí, pero vuestros padres no os la han dado, no son vuestros creadores. Si lo fueran y un día os rompéis, jugando al fútbol, una pierna, no podrían daros otra. No. Ellos son instrumento de nuestra vida, pero quien nos da la vida permanentemente es Dios. En este mismo instante, nos está dando la vida. Y ese don es un don de amor, porque ninguno somos necesarios para Dios.

La única razón por la que el Señor nos comunica la vida, la vida creada, la vida que tenemos y nos permite ir a clase, crecer y vivir como seres humanos, hombres y mujeres, es el amor de Dios. Es la primera gracia. Es el primer don que Dios nos da. Luego, es verdad que nosotros, a lo largo de la historia, haciendo uso de nuestra libertad, nos hemos alejado de Dios y la vida se ha vuelto opaca y, muchas veces, no somos conscientes de que todo tiene su origen en Dios y que nuestra vida tiene la meta en Dios. Para salir al paso de eso, Dios fue educando a un pueblo. Tardó muchísimo, porque los seres humanos somos muy duros para aprender, casi dos mil años desde Abrahán hasta la Virgen y, cuando llegó la madurez de los tiempos, cuando los hombres podrían entender que Dios es Amor, entonces, el Hijo de Dios viene a compartir nuestra vida y hoy, este día de Pentecostés, se cumple el designio por el que el Hijo de Dios se encarnó. Porque Él se encarnó, para subirnos con Él a la Casa del Padre, para subirnos con Él al Cielo, al trono de Dios, para que participáramos de la vida de Dios para siempre, que es una vida eterna. Y esa dimensión la celebrábamos el domingo pasado, Domingo de la Ascensión.

Que nuestro destino está en el Cielo, porque el Señor se ha unido a nosotros al encarnarse. Se ha unido a todo hombre de una manera única y misteriosa. Ha hecho una alianza con todos nosotros y nos lleva consigo, con su propia humanidad, a la Casa del Padre. Nuestro destino, por tanto, no es sacar una carrera, no es tener un buen trabajo. Todas esas cosas lo son. No es casarse y tener una familia unida. Todo eso forma parte de nuestra vida, pero no es nuestro destino final. Nuestro destino final tampoco es el tanatorio, la muerte, el silencio y el olvido de la Creación. No. Nuestro destino final es Dios. Cuando decimos “el Cielo” lo decimos porque es la única imagen que nos sugiere un poco la inmensidad de Dios, la infinitud de Dios, pero nuestro destino es Dios. Y quienes hemos conocido a Jesucristo, sabemos que Dios es Amor. No sólo que tiene sentimientos de amor para los que son buenos, sino que Dios es Amor, y que todo el amor que hay en nosotros, y la necesidad de ser amados, la necesidad de vida que hay en nosotros, es una necesidad de Dios. Estamos hechos para Dios. San Agustín lo decía en una frase muy sencilla, pero que resume todo lo que el cristianismo tiene que decir sobre el ser humano: “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. Esa es nuestra diferencia esencial con todas las especies animales. Las especies animales sacian sus instintos
-sus instintos de hambre, sed, de una cierta temperatura, sus instintos de reproducción- y se quedan saciados. El ser humano no se queda nunca saciado, porque nuestro corazón está hecho siempre para algo más grande. Siempre. Para una verdad más grande, para una belleza más grande, para un amor más grande, para un amor infinito y ese amor infinito es el que nosotros hemos tenido por gracia el privilegio de conocer que es Dios.

Ser un ser humano es tener necesidad de la vida de Dios y esa vida de Dios es la que Jesucristo ha venido a ofrecernos, a regalarnos. Él entregó Su sangre para llevarnos con Él hasta la Casa de su Padre y para dejar sembrado aquí Su principio de vida, Su Espíritu. Y lo ha dejado sembrado en la tierra. Y lo ha dejado en su Iglesia, para que la Iglesia pueda comunicarlo a los hombres. Y ese Espíritu tiene dos cosas, que nos decía el Evangelio que son rasgos de que la vida divina está en este mundo. Uno, es el perdón de los pecados. El otro es la Comunión. “Había en Jerusalén partos, medos, elamitas, habitantes de Siria, de Cirene, de la Pentápolis, de Roma…”, un poco del mundo entero, porque el don de la vida divina lo necesita todo ser humano, sea de la nación que sea, de la raza que sea, incluso de la tradición religiosa que sea. Todos tenemos necesidad de que Dios habite en nosotros, esté con nosotros, nos acompañe.

Mis queridos hijos, la Confirmación no es algo que hacéis vosotros. Es verdad que usamos mucho la expresión “me voy a confirmar” o “me confirmaré la semana que viene” o “¿te estás preparando ya para confirmarte?”. Pero es el Señor quien confirma la Alianza de amor que ha hecho con cada uno de nosotros y con todos los hombres en el Calvario, cuando nos entregó Su vida, cuando nos entregó Su Espíritu y la dejó en esta tierra disponible para todos los que creyeran en Él. Y para muchos otros que no creyeran en Él pero que estaban abiertos al Misterio y abiertos a la Gracia, abiertos a Dios. Tal vez sin ni siquiera conocerlo. El caso es que el Espíritu de Dios, el Espíritu del Hijo de Dios (que hace posible el perdón de los pecados y esta comunión de los pueblos y de las personas, y de las familias, hasta de los matrimonios, que anticipa la vida del Cielo, y sin el Espíritu de Dios eso no sucede, ni siquiera en un matrimonio), el Espíritu del Señor que nos dio a todos en la cruz como Alianza de amor eterno. El Señor lo dijo en la Última Cena: “Este es mi Cuerpo que se entrega por vosotros, esta es mi Sangre de la Alianza nueva y eterna”.

Esa Alianza de amor, nosotros la hemos recibido todos, hemos participado de ella ya desde el Bautismo. Pero, repito, hoy vosotros podéis decirLe que “sí” al Señor, de una manera que no podíais decirlo cuando os bautizaron. Y eso es lo que significa la Confirmación. Pero, es el Señor quien confirma esa Alianza que hizo en la cruz, ese don que salió a la luz la mañana de Pentecostés y nos hace posible esa vida nueva que el Hijo de Dios, dejando su vida sembrada en nosotros, nos entrega. El decir que es el Señor quien confirma esa Alianza significa que el Señor os dice a cada uno de vosotros “te quiero”. Yo no puedo repetir vuestros nombres -porque sois 21-, pero si los pudiera repetir, no me importaría nada ir diciendo uno por uno. Y el Señor te dice: “Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo”. Es el “te quiero” del Señor. Y cuando Dios dice “te quiero”, no lo dice como los hombres, que muchas veces lo decimos mintiendo. Cuando Dios se entrega a nosotros, no se entrega como los hombres, que se entregan con condiciones y con límites, y a veces con mentira, sino que cuando Dios dice “te quiero”, lo dice desde siempre. Os sonará muy raro y no me importa, pero si Dios es Dios y es así -y Dios es Dios-, cuando dice “te quiero”, te lo dice una vez desde toda la eternidad, desde antes de que existieran las supernovas, las galaxias, las pléyades y Sierra Nevada. El Señor te tenía en su mente y con un amor infinito. Nosotros no somos capaces de bebernos un amor infinito, ni de acogerlo, pero lo que significa eso es que somos capaces de coger de Dios todo lo que necesitemos de amor y nunca disminuirá el amor que el Señor nos tiene. Pero lo dice desde toda la eternidad y para toda la eternidad. Y eso es muy importante. El “para toda la eternidad”, ¿sabéis por qué? Pues, porque vosotros a lo mejor os olvidáis de vuestra Confirmación, a lo mejor os olvidáis del Señor. Hay muchos mecanismos en este mundo que nos invitan a despreciar a Dios o a no pensar en Él, a organizarnos la vida al margen de Dios. También nos invitan, más que a animales que producen y que consumen, y a no buscar un horizonte más para nuestra vida y para nuestro corazón. Suponed que sucede eso. Lo que yo quiero deciros, lo que puedo juraros, por Dios, por el Dios vivo, es que el Señor jamás se apartará de vosotros. Aunque lo escupáis de vuestra vida. Él seguirá a vuestro lado y bastará el más mínimo anhelo de vuestro corazón -aunque no llegue ni a los labios- de tener al Señor de nuevo con vosotros, y el Señor, como ya estará a vuestro lado, como seguirá en vosotros y con vosotros, acudirá inmediatamente a vuestra súplica. Y esa es la alegría de esta mañana. Esa es la alegría de Pentecostés. Es esa vida.

¿Para qué viene el Señor a nosotros? ¿Para hacernos buenos? Veréis, eso es un fruto. Quien tiene al Señor consigo, es más bueno. Quien es bien querido… Un niño que crece en una familia en la que hay amor, su corazón crece mejor que si crece en una familia que está llena de envidias, de odios y de resentimientos. Lo mismo, el amor del Señor es verdad que nos hace más buenos, pero Él no ha venido para hacernos más buenos. Él ha venido para estar con nosotros, porque sabe que nosotros Le necesitamos. No porque Él nos necesite; que nosotros no le damos nunca nada a Dios. Fijaros la de veces que usamos una frase como “¿qué me pide Dios?”. Pero si Dios no pide nunca nada. Dios no hace más que dar. Esa frase es como si no conociéramos a Dios, es una frase pagana. Tal vez hay una cosa que me pide y es que le deje estar conmigo; que le deje entrar en mi corazón; que le deje quererme. Yo sé que el primer mandamiento es querer a Dios con todas las fuerzas que uno tiene, pero, ¿cómo se puede querer a alguien si uno no se siente querido? Por lo tanto, hay algo antes que el primer mandamiento, y casi diría yo hasta más importante que el primer mandamiento. Y no es un mandamiento, sino que es el Señor llamando a la puerta y diciendo “anda, déjame estar contigo, quiero ser amigo tuyo”. “Déjame que te acompañe, que no estás solo, no estás sola. Déjame estar contigo”. ¿Para qué? Pues, para que estés más contento, para que sepas que no estás solo, para que sepas que las dificultades de la vida no son lo que tienen que dar la medida de lo que vale tu corazón, que tu corazón vale Mi Sangre, la Sangre de Dios, que tiene un valor infinito. Eso es lo que vales tú.

Mis queridos hermanos, podría hablaros de esto horas, pero no se trata de eso. Sí que me importa mucho subrayar que el cristianismo no consiste en cosas que nosotros tenemos que hacer por Dios, sino en reconocer y acoger lo que Dios hace por nosotros que es tan sencillo como querernos. Querernos mejor de lo que nos queremos nosotros a nosotros mismos. Y el cristianismo consiste en acoger ese amor y en dejar que ese amor nos penetre, nos llene, nos colme y fructifique en la belleza de nuestras vidas. Sólo una cosa muy pequeñita y termino. No despreciéis la pequeñez de los gestos por los que pasa esto tan grande que acabo de narrar y de describir. Son gestos muy pequeños, yo lo sé, y serán 5 segundos a cada uno delante de mí, y os marcaré con el óleo consagrado, el Santo Crisma, y os impondré la mano y os desearé la paz y la bendición del Señor, y eso es nada, no llega ni a veinte segundos. Dices, “¿por algo tan pequeño puede pasar algo tan grande?”. Yo sólo os voy a poner un ejemplo. Porque los gestos humanos son siempre muy pequeños, en general, pero os voy a poner sólo un ejemplo. El ejemplo de un beso. Un beso es una cosa pequeñísima. ¡Qué cosa tan pequeña, Dios mío! Y un beso humano puede ser muy mentiroso. ¿Os acordáis de un beso que fue una gran traición? El beso de Judas. Pero por un beso puede pasar también un amor verdadero, auténtico, que es imagen, participación en el amor de Dios y puede pasar el don de la vida entera. Y puede ser una cosa absolutamente necesaria en la propia vida. Un niño al que sus padres no le besan les aseguro que crece de una manera muy diferente a un niño que es achuchado. Otro gesto bien pequeño: el achuchón de una madre a un bebé, qué gesto más pequeño. Y sin embargo, si un niño no recibe ese achuchón, qué dura va a ser su vida. Y no una, sino mil veces, qué dura va a ser su vida.

Entonces, no despreciéis la pequeñez de los gestos que eligió el Señor, que se configuraron y se articularon en los primeros años de la vida de la Iglesia, para transmitir la vida que el Señor nos da. Es tan pequeño como un beso, pero lo que pasa por ello es la vida misma del Hijo de Dios, que nos da acceso a la libertad de los hijos de Dios. Es decir, al perdón de los pecados y a esa vida eterna que se anuncia y se pregusta ya cuando nos sabemos querer bien unos a otros, que es lo que el Señor quiere para nosotros: que nos queramos. Esa es la tarea de la vida al final. Si queréis, eso es lo que resume todos los mandamientos del Señor: que os améis “unos a otros como Yo os he amado”. Vamos, pues, a vivir ese momento. ¿Entendéis ahora por qué os he dicho que veníamos a disfrutar? Y eso siempre. Es que a veces complicamos mucho las cosas nosotros. Pero, siempre que venimos a la Iglesia venimos a disfrutar, venimos a recibir un regalo. Y ese regalo es siempre Dios mismo, no son cosas.

Vamos, pues, a disfrutar. Y lo primero, antes de pasar al Sacramento de la Confirmación, vosotros tenéis que renovar la profesión, que no es la lista de las creencias cristianas. No es el ideario católico. Es el “sí” que Le decís al Señor. De hecho, se parece mucho a las preguntas, al “sí” que se decía antes en la fórmula de los matrimonios. Vosotros vais a decir “sí, creo”. Vais a decirle a Satanás, al Enemigo nuestro, que no queremos saber nada con él. Vais a decirLe a Dios (no me lo decís a mí, ni se lo decís a vuestros padres), vais a decirLe al Señor que Le conocéis -Padre, Hijo y Espíritu Santo- y que esperáis de Él el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna. Algo que requiere un amor infinito. Si lo decís de verdad, sólo alguien que os ame con un amor infinito, cualquier amor desearía que la persona amada no muera nunca, también que no envejezca nunca, pero, sobre todo, que no muera nunca. Y eso no nos lo puede dar nadie, ni la persona que más nos quiera. Del Señor lo esperamos. Sabemos que nos lo puede dar y esperamos que nos lo dé. Y ese decirLe al Señor “Señor, Yo te conozco y sé que me vas a dar el perdón de los pecados y la vida eterna” es a lo que el Señor responde confirmando Su amor por cada uno de vosotros en el Sacramento de la Confirmación.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

23 de mayo de 2021
S.I Catedral de Granada

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