Fecha de publicación: 7 de septiembre de 2014

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa de Nuestro Señor Jesucristo,
queridos sacerdotes concelebrantes:

(…)

La Eucaristía es una acción de gracias. (…) Gracias a Dios porque el Dios verdadero se nos ha revelado como amor, no como poder, no como fuerza, no como dominio, sino como amor que se entrega para que sus criaturas vivan. Y justamente en ese entregarse de Dios se pone de manifiesto su suprema verdad porque los hombres jamás habríamos imaginado un Dios así. Lo podríamos haber imaginado en miles de maneras diferentes, (…) si fuera fruto de nuestra imaginación (…), pero nunca habríamos imaginado un Dios que pudiese entregar a su Hijo para rescatar al esclavo, para rescatar al siervo, para rescatar a su criatura. Y ese Dios que es amor revela el horizonte de la vida humana, y revela al mismo tiempo, nos da el secreto del final de la Historia. Nosotros sabemos que la Historia termina en un abrazo inmenso de Dios, nosotros sabemos que la Historia termina en las bodas del cordero. Esas últimas páginas gloriosas del Apocalipsis donde la nueva Jerusalén, la nueva ciudad, la nueva creación, baja del Cielo, engalanada como una novia que se adorna para su esposo.

El triunfo es de Dios, del Dios que es amor. El triunfo en la Historia es del Dios que es amor. Y el triunfo en nuestras vidas -torpes, mezquinas, pequeñas, en las que tantas veces metemos la pata, en las que hacemos tanto daño, pequeño o grande, a las personas que queremos, a nuestros prójimos, a las personas que tenemos más cerca-, si no fuera porque el triunfo es de Dios, si el éxito de nuestras vidas dependiese de nuestros logros, estaríamos en nuestros pecados, como les dice San Pablo a los gálatas; estaríamos igual que los paganos, que piensan que Dios nos tratará según lo que hemos merecido. Nosotros, que hemos conocido el amor de Dios, sabemos que nadie merecemos el Cielo; que igual que la redención, igual que la gracia, igual que la vida nueva que Cristo nos ha dado es don y gracia de Dios, el Cielo será don y gracia de Dios, y que nuestro único mérito en tu Presencia, Señor, como decía San Bernardo, es tu misericordia. Pero nosotros conocemos esa misericordia, y nosotros sabemos que la clave de una historia humana es también justamente la misericordia, el amor, el perdón. El que ama ha cumplido toda la ley, y las reglas que el Señor da en el Evangelio, justamente para describir la conducta de la comunidad y cómo hay que tratar las ofensas dentro de la comunidad, están todas ellas basadas en esa conciencia de que el amor (…).

(…) una Eucaristía es siempre una acción de gracias y que los cristianos tenemos siempre motivos para dar gracias a Dios. Incluso en un funeral o en una catástrofe, la plegaria eucarística comienza diciendo que es justo darte gracias siempre y en todo lugar; por lo tanto, nosotros le damos gracias a Dios. ¿Por qué? Porque nosotros hemos conocido su amor. Al conocer su amor y que su amor es eterno, que su fidelidad tiene la última palabra en la Historia de la humanidad y en la historia personal de cada uno, se abre en nosotros, no sólo el horizonte del Cielo, sino la esperanza del Cielo, la esperanza que no defrauda.

Se abre también el horizonte de que el secreto de la vida humana y de la convivencia humana es justamente el amor. El amor es la tarea de nuestra vida. El Señor nos da la vida para aprender a querernos; no para ser ingenieros, o para ser obispos, o para ser ¿qué sé yo?, o para hacer ciertas cosas en la vida más o menos importantes… El Señor nos da la vida para aprender lo que es el amor, y Él se ha dado a nosotros para que nosotros conozcamos al Dios verdadero, que es el Dios que es amor. El Dios que pone su vida a cambio de nuestra vida, el Dios que, como dice el pregón de la Pascua, para rescatar al esclavo entregaste al Hijo, no ha podido ser jamás imaginado por los hombres, nosotros no nos hubiéramos imaginado jamás a un Dios así.

Sólo el hecho mismo de Cristo se ha impuesto a la historia, se impuso a los apóstoles, se impuso y se impone también por los frutos que genera, porque la experiencia de la Redención de Cristo genera una humanidad, llena de miserias, llena de torpezas y de mezquindades, pero en la que siempre el amor tiene la última palabra. Ese es nuestro secreto único, y esa es nuestra aportación a la Historia; y eso es lo que el ser humano más necesita.

Dios mío, hemos convocado esta Eucaristía, como muchas iglesias a lo largo del mundo, a partir de la iniciativa que el año pasado tuvo el Santo Padre para orar por una paz que cada vez vemos más amenazada.

El Papa decía, no hace mucho: estamos ya viviendo la Tercera Guerra Mundial; es de otra manera que fueron las otras dos, pero estamos en ella. Y es verdad que el momento que vivimos es el momento extremadamente inquietante porque también el mundo global que hemos hecho es un mundo basado en la confianza, es una sociedad que está basada en la confianza: nosotros nos montamos en un autobús o nos montamos en un avión pensando que todos contribuimos de alguna manera para que esta sociedad funcione normalmente. Es un torpedo en la línea de flotación de la sociedad decir ‘no, pero no podemos confiar porque hay odio, hay personas que odian, hay personas que quieren destruir la sociedad’.

Dios mío, en un contexto así, y todos hemos visto las atrocidades que hemos visto, tenemos, en primer lugar que orar al Señor, al mismo tiempo que le damos gracias por el tesoro que tenemos en nuestras manos, por el tesoro que Él ha depositado en la Iglesia, por el tesoro del que los cristianos en el Medio Oriente, que llevan siglos enteros de persecución más o menos abierta y que, sin embargo, no cesan de dar testimonio del valor de su fe… (…)

+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
S.I Catedral, 7 de septiembre de 2014

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