Queridos hermanos y hermanas (me dirijo también a todos aquellos que os unís a través de la televisión):
No hace muchos días, la Primera Lectura de la Eucaristía era una lectura un poquito extraña. Hablaba de cómo a los israelitas en el desierto les mordían unas serpientes y morían muchos por aquellas mordeduras, y cómo el Señor ordenó a Moisés que hiciera una serpiente de bronce y la pusiera en un mástil, de tal manera que aquellos que habían sido mordidos por las serpientes miraran a ese mástil y se curasen −por cierto, que de ese episodio del camino de los israelitas por el desierto proviene el signo de la farmacia, que lo habréis visto muchas veces, que es una cruz con una serpiente puesta en ella.

Lo más sorprendente de ese pasaje es lo paradójico que es. La serpiente no es un bien. La serpiente es una criatura. Entonces, en el designio infinito de Dios, alguna misión tiene que tener, pero, en principio, la serpiente es un animal venenoso. ¿Y cuál es la paradoja? Pues, cómo el Señor pudo servirse de algo que era obviamente un mal −no sólo lo parecía−, para que quienes se acercasen a la figura de la serpiente con fe pudieran ser curados por aquello mismo que parecía un mal.

Yo sé que en estos días y en estas semanas nuestras las palabras humanas resultan cada vez más vanas y más pobres. Pero nos acercamos a la historia de la Pasión. Y la historia de la Pasión tiene muchos parecidos con la historia de esa serpiente, en el sentido de que nosotros cuando nos imaginamos a Dios, nos imaginamos a un Dios infinitamente poderoso, que, sin quererlo, pensamos un poco como el emperador de la “Guerra de las Galaxias”, que maneja los hilos del mundo con un gran ordenador o con unas grandes fuerzas, y que como un gran ingeniero hace con el mundo lo que quiere. Lo escandaloso del cristianismo, desde el primer momento (y fue escandaloso para los judíos, y fue escandaloso para los griegos y ha sido escandaloso a lo largo de veinte siglos; no porque los cristianos…, los sacerdotes, los obispos o los pastores no hemos estado a la altura de lo que era el cristianismo, de lo que era la fe cristiana y hemos dado lugar a que muchas personas se alejen de la Iglesia por nuestra mediocridad, por nuestra ligereza, por nuestra vanidad o por nuestro orgullo… ¡por tantas cosas!)… pero el cristianismo ha nacido siempre de ese escándalo: de que el Dios Poderoso se muestra como verdaderamente poderoso porque es capaz de despojarse de su poder; porque es capaz de, por amor a su criatura, por amor a nosotros, hacerse pequeño. Yo lo pienso a veces pensando en los hombres grandes. Los hombres pequeños, los hombres mezquinos, tienen siempre que tratar de parecer grandes, porque es la única manera en que su autoestima se mantiene. Los hombres verdaderamente grandes no se preocupan de parecer grandes. Lo son y, además, muestran su grandeza más en su capacidad de darse, de arriesgar su vida o sus circunstancias por el bien de otros. Pues, Dios es el más grande. ¿Por qué? Porque nos ha entregado a Su Hijo, para que, compartiendo nuestro camino de la vida y compartiendo nuestra muerte −no como las muertes de estos días o no como tantas muertes a lo largo de la historia, sino de una muerte particularmente horrible y particularmente ignominiosa, como era la crucifixión−, pudiera mostrar que Su amor era más grande que todo nuestro mal; que Su amor era capaz de abrazar nuestra humanidad entera.

Fijaros que, en la historia humana, muchas veces cuando la leemos, es una historia de crímenes y de miserias humanas. Y sin embargo, en los brazos abiertos de Cristo en la cruz, hechos por un gran artista o hechos por un pobre pastor de un pueblo de montaña que ha representado ahí una imagen de la cruz, esos brazos abrazan la Creación entera. Dios se revela así como el Dios verdadero, porque es capaz de despojarse a Sí mismo (lo oiremos la semana que viene muchas veces): “Se despojó de su rango y adquirió la condición de esclavo, pasando por uno de tantos; y así se sometió a la muerte, y a una muerte de cruz, y por eso Dios lo levantó sobre todo y lo hizo el Señor de todo, en el Cielo, en la tierra y en el abismo”.

Yo pensaba en las Lecturas de hoy: “Está mi salvador a mi lado como fuerte soldado”. Y eso no nos hace temer ninguna de las circunstancias que vengan, porque el Señor es nuestra fuerza y nuestro escudo. Luego decíamos en el Salmo: “Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte”. ¿Pero cómo este Jesús humillado, pobre, arrastrado por el suelo, clavado en la cruz, puede ser nuestra fuerza? Cuando uno cae en la cuenta de que Dios se ha dejado arrastrar así por los hombres y se ha dejado arrastrar así por amor a nosotros, entonces surge nuestra confianza verdadera en Él; entonces, surge la conciencia de que Tú eres Señor, Tu amor es el más grande, Tu misericordia es lo más poderoso, y podemos colgarnos de Tu cuello, podemos colgarnos de ese amor Tuyo, de esa ofrenda Tuya.

A mí me impresiona siempre, lo cantamos todos los días, cuando decimos “por Cristo, con Él y en Él”, es como poder una especie de antena parabólica o de paraguas para protegernos de la justicia de Dios y es como poner a Cristo por delante, porque sólo Él es capaz de darTe el honor y la gloria que Te corresponden, Señor, pero Te ha dado ese honor y esa gloria abajándose y uniéndose a nosotros y haciéndose uno de nosotros y compartiendo, menos en el pecado, las mentiras, las traiciones, los engaños, los intereses y las manipulaciones de los hombres. Has querido vivir nuestra vida como uno más y no sólo como uno más, sino viviendo nuestra muerte de una manera especialmente fuerte, humillante, ignominiosa.

Señor, a esa fuera de Tu amor, que rompe todos los esquemas de cómo los hombres nos imaginamos a Dios, porque si nos lo tuviéramos que haber inventado como dicen algunos que nos lo hemos inventado, nunca Te habríamos inventado con tu historia, con la historia de la que dan testimonio los Evangelios; habríamos inventado otra cosa, pero no ese abajarte de tu poder, para ensalzarnos a nosotros hasta tu vida divina.

Te damos gracias, Señor, Te damos gracias en estos días, porque estás con nosotros, porque eres junto a nosotros nuestro fuerte soldado, nuestra defensa, nuestro refugio, nuestro escudo. No para defendernos del coronavirus, que, a lo mejor, algunos de nosotros hemos terminado nuestra peregrinación en la vida y nos iremos, pero sí para saber que el final de nuestra vida no es la muerte, no es el despojo de nuestros restos, es la participación en Tu Gloria, en la belleza de Tu Amor, en ese Amor que es como un abismo, como un océano de amor en el que nuestra pobreza se sumerge, se purifica, se lava y adquiere su verdadero ser y su vida verdadera.

Que así sea para nosotros. Que así sea para todos aquellos que están luchando en estos días. Hoy de nuevo me llegaban noticias de personas que han fallecido, cercanas, de una manera o de otra. Que no dudemos de que el Señor nos acoge a todos, nos acompaña a todos y, aunque no puedan nuestros seres queridos darnos la mano o acompañarnos con su mano en el último momento, Él no nos suelta de Su Mano, ni en ese momento, ni para toda la eternidad.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

3 de abril de 2020
S.I Catedral de Granada

Escuchar homilía