En la monición de saludo que os he hecho al principio de esta liturgia, yo os decía que los sacramentos son todos ellos regalos de Dios. Nosotros tenemos una inclinación a pensar que los sacramentos son cosas que nosotros hacemos por Dios y que los conseguimos a base de ser buenos y de esforzarnos por ser buenos. No. Los sacramentos son cosas que el Señor hace por nosotros. En realidad, el cristianismo no es algo que nosotros hacemos por Dios; no es un camino para que nosotros alcancemos a Dios a base de esfuerzo y de esforzarnos por ser buenos. Es el camino que Dios ha hecho hasta nosotros para arrebatarnos en el torbellino de su amor, y sencillamente darnos con ese Amor que sacia la sed de nuestra vida.

El Señor en el Evangelio dice una palabra un poco misteriosa. Dice: En el día más solemne de la fiesta, en medio de la fiesta, Jesús habló de quienes –y dice una palabra- ‘el que tenga sed que venga a mí y beba’. Esa palabra tiene mucho más sentido si caemos en la cuenta que la fiesta que están celebrando es la fiesta de los tabernáculos, que es una fiesta que se celebraba en el otoño para pedir la lluvia. Y eso, porque en Palestina, que es un país que está justo en la frontera entre el desierto y la tierra cultivada, si un año, los tres o cuatro días que solía llover en el otoño, no llovía, ese año no había cosecha. Y no había cosecha significa que no había para comer. Entonces, la fiesta de los tabernáculos era una fiesta muy importante en aquel mundo agrícola, para pedirLe al Señor justamente la lluvia. Y en ese contexto, la Palabra de Jesús adquiere mucha relevancia: “El que tenga sed que venga a mí y que beba”. Naturalmente, Jesús no estaba hablando de la lluvia; está hablando de una sed que los hombres del siglo XXI tenemos igual que tenían los del siglo I, igual que tenían los del siglo XX antes de Cristo, igual que tienen los hombres de todas las culturas y de todas las latitudes: que es una sed de ser felices, de poder vivir contentos.

He venido para celebrar esta Eucaristía directamente de un tanatorio. La razón de visitar ese tanatorio en esta tarde era porque un matrimonio de mediana edad había perdido un chico que podría ser de la edad de algunos de vosotros, de 23 años, con Medicina terminada, trabajando en una residencia, y de repente, una muerte súbita, se lo ha llevado el Señor. Me llamaba a mí la atención que el matrimonio, que es un matrimonio y una familia de fe, estaban allí consolando a algunos de los que venían y decían “qué pena” (a veces, se ve que no sabían qué decir). Y el matrimonio estaba allí con una fortaleza grande, casi consolando a los que venían a consolarles a ellos.

Qué tesoro más grande es la fe. Qué tesoro más grande es la vida que Tú nos das, el haberTe conocido a través de tu Hijo, el haber conocido tu Amor, el haber experimentado en la vida de la Iglesia la caricia de ese Amor, el torbellino de ese Amor que nos arrebata y nos permite vivir con la certeza de que estamos acompañados.

Me ha permitido el Señor hacer un momento de oración y yo les decía a todos los que estaban allí reunidos: “Nos pasamos la vida tratando de echar raíces en esta tierra y asegurarnos el futuro, asegurarnos la carrera, pensando que nos aseguramos así la vida. Y las verdaderas raíces de nuestra vida no están en la tierra, están en el Cielo, donde tenemos que asegurarnos la vida, incluso para vivir contentos”. Claro que hay familias que viven en la miseria, pero no es lo frecuente. Y uno ve mucha gente que vive como enfadada con la vida. Esta misma tarde me llamaba alguien por teléfono. Me decía: “Es que estoy muy enfadada con Dios, estoy muy enfadada conmigo misma, con todos los que me rodean y con todo”. Yo le decía: “Hija, tienes que salir de ahí, porque eso no es vida”. Es una mujer, que de alguna manera muchos podrían decir “ha sido mimada por la vida, ha sido mimada por el Señor”, pero si uno no es capaz de darse cuenta, si uno no tiene un corazón afianzado en el amor del Señor, puede tener de todo y nos falta algo, y eso que nos falta nos amarga la vida y nos envenena (puede envenenar un matrimonio, una familia…). Nos impide estar contentos con la vida. Esa es la sed que el Señor viene a saciar. Cuando acogemos al Señor en nuestra vida, podemos empezar a estar contentos, pase lo que pase, porque no hay nada que pueda pasar que nos pueda arrebatar el amor de Cristo, que es la raíz y la tierra donde nuestras vidas y nuestros corazones están plantados.

Y eso es lo precioso de la vida cristiana. Del don del misterio de Cristo que celebramos en la Encarnación, en su Pasión y en su misterio pascual, hasta el don de Espíritu Santo; y luego en la vida sacramental de la Iglesia, en el Bautismo, en la Confirmación y en la Eucaristía, se nos da a nosotros para que podamos vivir como hijos de Dios: contentos.

Yo recuerdo muchas veces que a los niños les gusta presumir de que su papá es más grande y manda mucho. Pues, cuando somos hijos de Dios, nuestro “Papá” manda mucho y sabe mucho lo que nos conviene, y basta con fiarnos de Él. No hay que pedirLe a Dios que haga lo que nosotros queremos. Hay que abandonarLe a Él nuestra vida y sabiendo que lo que Él quiere es lo mejor para nosotros, siempre, sea lo que sea. Y eso permite vivir contentos. Eso permite ser libres, porque no depende uno de las circunstancias, no depende uno de eso que la gente llama “la suerte” y que no existe, no depende uno ni del afecto que te den los demás; uno tiene echadas las raíces en una tierra profunda y buena, inagotable, que es el Amor de Dios que se nos ha dado en Jesucristo, el agua esa que sacia nuestra sed y salta hasta la vida eterna.

Mis queridos hijos, yo confirmé al niño que ha fallecido, Javier, y por lo tanto he podido decir, de alguna manera este muchacho es hijo mío porque yo le he comunicado la vida del Espíritu de Dios, como cuando un sacerdote bautiza a un niño tiene una paternidad con ese niño. No hace falta que los curas sean padrinos de nadie porque de alguna manera son padres de todos aquellos a los que bautiza, y tenemos una cierta responsabilidad con aquellos a los que les hemos dado la vida sin la cual esta vida es tontísima, por muchas alegrías que uno tenga, por muchas alegrías que uno se fabrique: si no tiene la alegría que brota de dentro de saber que mi vida vale la pena… Algo que me decía esta mujer: “Pero, a quién le importa mi vida”. Qué pregunta más tremenda: “Pero, a quién le importa mi vida”. Saber que nuestra vida le importa a Dios; que a Dios le importo yo, le importa mi alegría; que Cristo ha venido para mí –como le gustaba decir a Juan Pablo II: “Dios te ama. Cristo ha venido por ti”-. Saber que a Cristo le importa mi alegría. Él ha derramado su Sangre, para que yo pueda vivir contento, para que yo pueda vivir dándoLe gracias por todo. Y por todo es por todo. Para nosotros la vida y la muerte no es que se acaba algo, es que empieza algo, es que empieza la vida verdaderamente. Mientras estamos aquí, estamos a tientas. Un cristianos del siglo IV decía: Qué misterioso es, pero cómo nos enseña. Los niños mientras están en el seno de su madre están a oscuras, no ven la luz, no ven los colores, oyen alguna voz, pero no pueden hablar, notan el tacto del padre y de la madre. Viven de alguna manera a oscuras. Dar a luz es sacar a la luz. Y sin embargo, los niños nacen llorando. Salen a la luz y salen llorando. Y decía este Padre de la Iglesia: Lo mismo nos pasa a nosotros. Mientras estamos en esta vida, toda la luz que vemos, todo lo bonito que hay en esta vida es un poco como en tiniebla, como si no lo viéramos del todo (porque es verdad que no vemos del todo; no vemos del todo la belleza del amor con el que somos amados, de la belleza que sostiene toda la Creación, el amor infinito que lo sostiene y que lo da todo, y que multiplica para nosotros la luz del sol, los bienes de la tierra. No lo vemos). Morir es salir a la luz y también salimos llorando. También nos vamos llorando. Nos cuesta dejar la oscuridad en la que estamos y pasar a la luz, porque nuestra fe es frágil.

Vosotros vais a recibir hoy el don del Señor. Se llama Confirmación no porque nosotros confirmamos nuestra fe y queremos nosotros creer en Jesús. No. Es el Señor quien confirma la alianza de amor que hizo con cada uno de vosotros en el calvario cuando entregó su vida, cuando entregó su espíritu, para que pudiésemos disponer de ella. Nosotros nos apropiamos de esa entrega en los gestos, en los símbolos del bautismo. Pero éramos muy pequeños entonces, no nos dábamos cuenta lo que significaba poseer a Dios. Realmente, poseer a Dios. Ser poseídos por Él y, al mismo tiempo, poseerLe nosotros como un don, como algo nuestro. Y el Señor quiere volver a darse a nosotros, confirmar su don –el don de su Espíritu, de su Vida-, en un momento en que nosotros ya nos damos cuenta de lo que significa ese regalo: que alguien nos dé su vida. Es lo contrario de decir “mi vida no le importa a nadie”. Le importo tanto al Señor que Él me regala su vida, para poder ser hijo de Dios y vivir como un hijo de Dios. Es decir, libre de los temores, de las ansiedades, de las angustias con la que si no tuviéramos el horizonte de la vida eterna, tendríamos que vivir agarrándonos a esta vida y a las pequeñas cosas que no conseguimos lograr en esta vida como si eso fuera lo único. No. Hemos sido liberados de esa ansiedad y de esa angustia. Hemos sido saciados en nuestra esa sed con ese chorretón de agua que brota de sus entrañas y que nos dan la vida divina.

Os pido, con mucha sencillez y con mucho cariño, que le abráis el corazón al Señor, para que podáis vivir contentos. Y cuando la niebla se haga un poco más oscura, os volváis al Señor y os agarréis a ese amor suyo, que es la única tierra firme, que es Él. La única tierra firme es Él. La única tierra firme es el Cielo. Es paradójico, pero es así: cuando nos agarramos a la tierra, lo perdemos todo, porque la tierra no es lo suficientemente firme para nuestro corazón, para los anhelos y la sed de nuestro corazón. Sólo el Cielo lo es. El Cielo es Dios. Dios es nuestra casa. Dios es nuestro hogar. Dios es la vida de nuestra vida. Dios es nuestro Padre, nuestra fortaleza. Ése es nuestro Cielo.

Señor, que nunca nos separemos de Ti; que nunca nos falte ese Cielo, para poder vivir contentos esta vida, y afrontar contentos la vejez, la enfermedad, la muerte, cualquier momento, porque no hay nada que pueda destruir el amor con el que Tú nos amas. Decía Jesús en la Última Cena: “Nadie puede arrancar a los que Tú me has dado de tu mano, porque los que Tú me has dado, Tú, Padre, eres más poderoso que nadie”. Nadie puede arrancarnos del Amor de Dios. Hay un canción llamada “Quién nos separará del Amor de Dios”. Esa es la raíz, la fuente y el contenido de la alegría de esta tarde: quién nos separará del amor infinito con el que Jesucristo os ama a cada uno de vosotros. Nadie.

Vamos a proceder a la Confirmación y que esta Palabra que acabamos de proclamar se cumpla en vuestras vidas de una manera rebosante de gozo y de alegría.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

16 de junio de 2017
Parroquia de Nuestra Señora de los Dolores (Granada)