Fecha de publicación: 31 de mayo de 2019

Muy queridos hijos, que os vais a confirmar:

Y cuando os llamo hijos, lo digo con toda conciencia, no sólo porque, de alguna manera, como pastor vuestro me corresponde ejercer alguna de las funciones de padre –no iguales a las que vuestros padres ejercen con vosotros, pero análoga–, sino también porque, lo que sucede esta tarde, de acuerdo con el alma del cristianismo, no es que vosotros hacéis por Dios, y que dais un paso por el cual hasta esperáis algunos que Dios os tenga que estar agradecidos, sino que el cristianismo consiste en que Dios hace todo por nosotros, y por eso podemos vivir agradecidos, y por eso podemos vivir contentos siempre.

Podríamos vivir saltando siempre, porque podríamos siempre cantar las maravillas de Dios, la obra preciosa que es, primero, la Creación. Él es la Vida que nos da la vida. Aunque nuestros padres hayan sido instrumentos de esa vida, quien nos da el ser, quien nos da la vida, quien en este momento nos sostiene en el ser y sostiene nuestro corazón y lo hace desear, como deseamos la felicidad, la plenitud, una humanidad bonita… Todo eso nace de Dios.

Pero no sólo que Dios lo haya puesto en nosotros como un deseo, sino que Él, en una historia en la que ha ido educando al hombre con exquisita paciencia, desde Abraham hasta la mañana de Pascua y la mañana de Pentecostés, Él ha ido haciendo una historia de amor con nosotros, y una historia de amor a veces tan tempestuosa como pueden ser las historias de amor humanas –tan dramáticas como lo son muchas veces las historias de amor humanas–, pero una historia en la que siempre ha vencido el amor de Dios. Hasta la Encarnación de su Hijo, que es la victoria definitiva de ese amor. Donde ese Amor se ha querido sembrar en nuestra carne, compartir con nosotros nuestro destino, hasta el don de la vida en la Cruz; una de las muertes más espantosas que han imaginado jamás los hombres, aunque no nos damos mucha cuenta de ello porque como lo que solemos llevar son crucecitas de oro o crucecitas de plata… ¡Estamos tan acostumbrados a ver la cruz! Sólo si habéis visto, tal vez los más mayores, la película “El Silencio”, ahí hay una escena donde uno se hace un poco idea, más incluso que en la película de “La Pasión” de Mel Gibson, donde se hace uno idea de lo que era la crucifixión.

Hasta ese límite, porque el Señor no ha querido que ningún hombre sufriera o viviera aplastado o fuera arrollado por el poder del mal, de tal manera que pudiera decir: “Esto que estoy pasando, esto que estoy viviendo, Dios no lo puede comprender”. Dios ha ido, junto a nosotros, delante de nosotros, en el camino de nuestra humanidad. Ha sufrido las consecuencias del pecado de todos nosotros, en la humanidad, que era la del Hijo de Dios, y ha triunfado del mal de toda la historia humana con un amor infinito. Ese amor infinito se nos dio en la Cruz, a todos los hombres; se nos ofreció a todos en la Cruz. Nosotros hemos empezado a participar de ese Amor, que tenía la forma de una Alianza. Recordad que la víspera de sufrir, la víspera de su Pasión, el Señor cuando instaura el Sacramento de la Eucaristía dice: “Éste es mi Cuerpo que será entregado por vosotros. Ésta es mi Sangre…”. En el mundo judío, las alianzas se sellaban siempre con la aspersión de la sangre o con la unión de la sangre de quienes hacían el pacto, y Jesús dice: “Ésta es la Sangre, Sangre de la Alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros…”; y decimos “por muchos”, por ser fieles al texto literal de la Vulgata latina, pero ese “muchos” lo que significa es la multitud, el “pueblo” entero. En realidad, significa “todos”, pero por no tocar nada del texto tal como ha sido transmitido hacia nosotros, mantenemos el “muchos”. Pero que sepáis que ese “muchos” significa “ha sido derramada por vosotros y por la multitud”. Era una manera en hebreo de decir “el pueblo”, la totalidad del pueblo. Y San Pablo y algunos otros pasajes que hablan de la institución de la Eucaristía hablan de que “Cristo murió por todos, luego todos murieron”. Es decir, que la muerte de Cristo nos abarcaba a nosotros, nos abarcaba a cada uno de nosotros. El amor infinito de Dios, la Alianza nueva y eterna, estaba por su parte ofreciéndose a nosotros. Nosotros hemos empezado a participar de esa Alianza en el Bautismo, que es un gesto del que nadie nos acordamos, porque todos fuimos bautizados muy chiquititos, y lo vieron nuestros padres y nuestros padrinos, y algunos hermanitos nuestros que se asomaban a lo mejor por allí a fisgar, y porque en un bautizo siempre suele haber niños pequeños queriendo ver lo que pasa, y sorprendidos de lo que se hace allí. Pero lo cierto es que ésa fue nuestra incorporación a la alianza que Jesús ha hecho con cada uno de nosotros.

Han leído vuestros nombres. Yo no los podría repetir, evidentemente, sólo por haberlos oído. Pero el Señor os conoce; conoce el fondo de vuestro corazón, os conoce mejor que vosotros mismos, os conoce por dentro y os ha conocido siempre, y nunca se ha avergonzado de nosotros. No por conocernos ha puesto distancia entre Él y nosotros. No. Al contrario. Lo que ha hecho es darse; darse, ofrecerse, estar siempre disponible. Y lo que sucede en la Confirmación ¿qué es? Que el Señor confirma en una edad en la que nosotros podemos darnos cuenta lo que significa ser amados con un amor eterno e infinito, que podamos decirLe que “sí” a ese Amor, que es lo que vais a decir cuando hagáis la profesión de fe. La profesión de fe no es la recitación de un ideario, no es el ideario católico. Es un “sí” a la Buena Noticia del Dios que es Amor, capaz de perdonaros los pecados –y no diez, ni cien, ni cien mil…, sino “los pecados”, lo mismo si son cien que cien millones– y daros la Vida Eterna.

Ese Dios que es Amor, lo que decís en el Credo es decir “yo te conozco, sé que eres el Padre que envió a su Hijo, y que murió y resucitó por mí, y que nos ha enviado el Espíritu Santo”, y que espero “la resurrección de la carne, el perdón de los pecados y la vida eterna”. Ese don que el Señor nos hace es un regalo. La vida cristiana es un regalo. La vida cristiana no consiste en cosas que nosotros tenemos la obligación de hacer por Dios. Cuando pensamos que tenemos que hacerlas y las hacemos por obligación, normalmente ya hay algo que está mal planteado en nuestra experiencia de Dios, porque primero es una soberbia enorme pensar que nosotros hacemos algo por Dios, que Dios necesita. Dios no necesita nada de nosotros. Y Dios no sabe más que hacer una cosa, porque Dios es Amor, y es amar. Por tanto, es Dios quien hace todo por nosotros: Él nos ha creado, Él nos ha redimido mediante la preciosísima Sangre de Cristo, de quien decía un autor de los primeros siglos: “Una sola sangre de esa que bebemos en la Eucaristía, vale más que el universo entero; es más preciosa que el universo entero”.

La Confirmación es, por lo tanto, la confirmación que Jesús hace de la Alianza de Amor que hizo Jesús con vosotros en la Cruz y de la cual ya participasteis por el Bautismo, plenamente, sólo que no erais conscientes; y hoy podéis decir que “sí” a ese Amor con una conciencia grande, con una conciencia humana. Sois adultos. Yo sé que el mundo actual retrasa mucho el comienzo de la edad adulta y os considera adolescentes, pero en cuanto se os deja solos y se habla con vosotros, uno se da cuenta perfectamente que hace mucho que tenéis el uso de razón, y que sois adultos, plenamente. Son intereses del mundo, en muchos sentidos, los que hacen que haya que prolongar indefinidamente los estudios y muchas otras cosas, para que no lleguéis muy pronto el mercado de trabajo y para que, en fin, no lo saturéis –ya está saturado él solito.

¿Os dais cuenta perfectamente lo que es disponer en la vida de un amor del cual ningún amor humano no es más que una pálida imagen? Ni el amor de los hermanos, ni el de los amigos, ni el de los esposos, es más que una pálida imagen del amor con el que Dios os quiere a cada uno de vosotros como sois, tal y como sois, con vuestras cualidades abiertas al infinito y capaces de Dios, y con vuestros defectos y vuestros límites, y con vuestra historia de tropiezos y hasta de pecados. El Señor confirma su amor con vosotros y eso da lugar a una alegría que jamás la daría si pensarais que venís aquí a decir que vais a ser muy buenos y que desde ahora os vais a portar muy bien, y que desde ahora vais a ser ese niño con el que sueñan todos los padres, o esa niña con la que sueñan también todos los padres o los profesores a veces… ¡No! Sois quienes sois y vais a seguir siendo los mismos, pero yo tengo que dar testimonio de lo que doy, y es de que Jesucristo os ama a cada uno de vosotros con un amor infinito.

¿Qué aporta eso a vuestra vida? No es un adorno. Dios no es un adorno en nuestra vida. La vida que Jesucristo nos da y que yo os voy a comunicar a través de los gestos del Sacramento de la Confirmación no son un adorno. Os permiten ser vosotros mismo. El don de Dios nos permite ser aquello para lo que hemos nacido, aquello para lo que estábamos hechos, porque estamos hechos para Dios. Nuestro anhelo constante de felicidad es un anhelo constante de Dios, aunque no lo sepamos.

En la Primera Lectura que hemos hecho, cuenta una historia muy bonita de los Hechos de los Apóstoles, que es como Pablo llegó a Atenas, con su experiencia de haber sido educado como un buen rabino judío en el mundo griego, y conocedor del mundo griego y del mundo judío, de los dos. Y llega a Atenas, el lugar donde, entre el siglo V y el siglo III, había sido el lugar más alto de la cultura de la humanidad, y aun hoy, en California o en Estados Unidos o en Canadá, cuando se quiere estudiar el significado de la acción humana, y el significado del sentido que tiene el obrar humano y qué es el bien, y qué es el mal, siguen recurriendo para muchas cosas… no para todas, evidentemente; no para el estudio de la física, ni del ADN, ni de las partículas subatómicas, evidentemente que no. Pero para el significado de lo que es obrar, de lo que es vivir, de lo que es el ser humano, de lo que es la polis incluso, de lo que es la vida política en su profundidad, siguen acudiendo a Platón y a Aristóteles, porque nadie les ha superado en su reflexión sobre lo que significa ser una vida humana, de lo que significa ser humano. Es verdad que eso lo ilumina la Tradición cristiana desde Jesucristo, por ejemplo en un Santo Tomás, pero sigue siendo algo que se construye sobre aquel hecho cultural verdaderamente inmenso que fue la cultura griega en torno al siglo V y hasta el siglo III, aproximadamente, e incluso después.

Mis queridos hijos, cuando San Pablo llega a aquel lugar les dice: “Veo que tenéis un altar a un Dios que le llamáis ‘el dios desconocido’, pues yo vengo a anunciaros a ese dios desconocido”, y les describe al Dios de Jesucristo, al Dios que Jesucristo nos ha revelado, al Dios que es Amor. Sólo cuando los griegos oyen hablar de Resurrección… Ellos pensaban que el cuerpo era una cosa despreciable y que el cuerpo no tenía sentido el pensar que viviera para siempre, y entonces le dijeron “este debe de estar loco, así que te oiremos otro día”, y no quisieron seguir escuchando, porque era un escándalo. Y sin embargo, San Pablo no escondió esa parte de su anuncio. Todo lo demás lo podían haber aceptado los griegos perfectamente, hasta citó a un poeta griego contemporáneo para hacer accesible su mensaje sobre Dios Creador de todas las cosas y Generador del género humano, pero cuando les anunció a Jesucristo se echaron para atrás. Sin embargo, eso no impidió ni que San Pablo continuase con su misión, aunque le diesen mil disgustos a lo largo de su vida, y no impidió al hecho de Jesucristo abrirse camino también a tierra griega; de hecho, si no hubiera sido por los Padres de la Iglesia, no hubiéramos sabido, apenas nada, de Aristóteles, o de Platón, ni siquiera de Homero, ni de los trágicos griegos. Han sido los cristianos quienes “han salvado” ese verdadero logro cultural que ha sido la cultura griega y helenística, a la cual, si no queremos que nuestra humanidad se devalúe una y otra vez, hay que volver. Y en Silicon Valley, os aseguro que leen con mucha fruición las tragedias griegas, y las obras de Homero y las obras de Platón y de Aristóteles. Os lo aseguro. Y no necesariamente admiten que sus hijos jueguen con tablets, eso es otra cuestión, pero sí les hacen leer los “Diálogos” de Platón. Y el creador de la Teoría de la relatividad, que combatió en la I Guerra Mundial, ¿sabéis el libro que llevaba en la mochila para los ratos libres en los que no se disparaban unos a otros desde las trincheras? Justamente, una edición en griego de los “Diálogos” de Platón, y es el inventor de la Teoría de la relatividad.

También nosotros tenemos un dios desconocido, porque el ser humano no vive sin un Dios. Yo sé que hay muchas personas en nuestro entorno que presumen fácilmente, con mucha ligereza, de que son ateos. Cuando alguien dice “yo soy ateo”, casi nunca lo puede decir en serio, porque ser ateo es extraordinariamente difícil. Hay un teólogo americano que vive dice: “Ser ateo es tan difícil, yo lo llego intentando toda mi vida y no lo he conseguido nunca; es que no resiste mi inteligencia el pensarlo con una cierta sistematicidad”. Es mucho más misterioso vivir sin Dios. Y de hecho, los hombres en la práctica no vivimos sin Dios. Lo que hacemos es sustituir al Dios verdadero por dioses falsos. Tenemos un montón de dioses falsos. Pensaréis que no, que eso es una cosa que hacían los paganos antes de Jesucristo. No. Nosotros tenemos un dios pagano al que adoramos casi todos. Se llama el dinero. Al dinero lo adoramos… Hacemos sacrificios por él que no hacían los cartujos por el Hijo de Dios ni por Dios, jamás en la vida, y que no hacen las carmelitas nunca. Nos torturamos, nos… Le exigimos a nuestro cuerpo que tenga determinadas formas y hacemos toda clase de sacrificios para que las tenga también.

Un poeta inglés de principios de siglo XX, Eliot, decía en un momento: “Es la primera vez en la historia que el hombre ha cambiado a Dios, no por otros dioses, sino por una especie de sucedáneo de Dios: la lujuria, el dinero y el poder”. Pero esos son nuestros dioses. A esos dioses nosotros le damos adoración y los veneramos de mil maneras, y evitamos que se los critiquen y evitamos que se pueda pensar mal de ellos y los tratamos con verdadera veneración. ¿Resultado? Para vosotros, para la gente de vuestra edad: que no sois protagonistas de vuestra vida. Los ídolos chupan sangre siempre. Siempre viven de sangre humana. Algunos, en la antigüedad lo hacían de verdad y vivían de sacrificios humanos. Hoy, eso es como de mal gusto… Pero los ídolos siempre se alimentan de sangre humana, siempre se alimentan de vida humana. Nos destruyen, nos consumen. ¿Y cuál es el primer fruto de eso? Que no somos protagonistas de nuestra vida, no somos nosotros mismos. Vivimos vidas artificiales, vidas virtuales, en las redes de Netflix o en alguna serie de manga… Vivimos vidas que no tienen nada que ver con nuestra realidad, porque no somos capaces de decir “yo” con mucha consistencia, por desgracia. Y en realidad, porque nos falta Dios. No que no hayamos oído hablar de Él. A veces, hemos oído muchísimo hablar de Él. Pero siempre en clave de obligación, siempre en clave de cosas que tenemos que hacer para que Dios esté contento, siempre cosas en una clave que no es la experiencia del Dios verdadero, que no es la experiencia de ser amado a través del Cuerpo de Cristo, con el amor infinito del Hijo de Dios; porque cuando uno tiene esa experiencia, efectivamente el corazón se esponja y se alegra, y cambia, y no puede negar que ha visto la luz.

¿A qué viene Jesucristo a nuestra vida? ¿A qué viene la Confirmación? Porque la Confirmación lo que hace es darnos el Espíritu de Jesucristo, a darnos lo que San Pablo llamaría “la libertad gloriosa de los Hijos de Dios”, pero eso sigue siendo todavía un lenguaje excesivamente subido. ¿Qué significa tener “la libertad gloriosa de los Hijos de Dios”? ¿Qué significa ser un hijo de Dios? Significa poder ser yo. Que cuando yo digo “yo”, estoy diciendo una realidad inmensa, que está llamada a desembocar en la vida eterna. Que dispone en su vida del tesoro de ese amor infinito del que os he hablado, y entonces uno empieza a ser protagonista de su vida.

(…)

Uno de los teólogos del siglo XX, que ha sido maestro de varios Papas, decía que “una de las consecuencias de que Dios sea Trino es el descubrimiento de una forma de amor que es la más alta de todas: es el amor que ‘deja ser’”. Cuando falta la experiencia de Dios, del Dios verdadero, del Dios Trino, del Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo; cuando falta esa experiencia del encuentro con ese Dios, el amor tiende, normalmente, a apoderarse del otro, el amor tiende a empequeñecer al otro… Hasta con motivos buenísimos. Con motivos de “yo quiero que sea santo”… pero yo quiero que sea santo, “¡sé santo, por favor!”, como estrujándote el cuello. Dios no es así. Dios, que es el Amor, no es así. Dios nos deja ser, precisamente porque conoce su propio Amor y tiene fe. Cuando nosotros tratamos de estrujar a la gente o de empeñarnos o de forzar o de imponer a la gente un camino de vida, por su bien, tenemos falta de fe. Lo hacemos por falta de fe, lo hacemos por debilidad en nuestra fe, por miedo, por miedo al mal. Pero el miedo al mal no es una característica de un cristiano. El amor al bien infinito, que es el Amor de Dios, eso sí caracteriza a un cristiano. No el miedo al mal. Si el mal está ya derrotado, por muy potente que pueda parecer en el mundo. “Yo he visto -decía Jesús- a Satanás caer del cielo como un rayo”, y Le daba gracias a Dios “porque no se ha perdido ninguno de los que me diste”, y el Evangelio de hoy decía “todo lo has puesto en Mis Manos”. Jesús daba gracias a Dios porque no se había perdido lo que Dios había puesto en Sus Manos: nosotros. No va a triunfar el mal. Nunca. Triunfará en las escaramuzas de esta vida. Pero el Triunfo final pertenece al amor de Jesucristo. Es ese amor el que se os da esta tarde.

Sólo me queda deciros una cosa y es que no despreciéis los gestos pequeños por los que entran los Sacramentos. No hay gesto más pequeño que una sonrisa (…). Son cosas muy pequeñas, y sin embargo se pueden decir cosas muy importantes. Y no hay cosa más pequeña que un beso. Lo piensa uno en frío y dice: “¡Qué cosa más pequeña!”, y sin embargo cuánto de grande o de falso puede pasar por un beso. Pero en todo caso, si es falso, puede hacer mucho daño ese beso, que, a lo mejor, determinó que te casaras con alguien, y luego aquello todavía ha sido una farsa, o un error, o una mentira, por ejemplo. Pero ha determinado, ha tenido una influencia enorme y es un gesto bien pequeño. No despreciéis nunca la pequeñez de los gestos en los Sacramentos. Mis manos son como las vuestras: están hechos de los mismos músculos, de los mismo nervios, de los mismos huesos. Soy igual que vosotros. Pero por la sucesión apostólica he recibido el don de poder transmitir el don del Espíritu Santo, y cuando yo te diga “recibe por esta señal…”, y te imponga la mano encima y te haga la señal de la Cruz y te unja con el óleo consagrado en el que está Jesucristo, igual que está en el pan y el vino consagrados de la Eucaristía, Cristo pasa por esos gestos; como el amor de una persona puede pasar por un beso, o por una sonrisa, o por un guiño, o por una mano tendida. Todo gestos muy pequeños pero que pueden ser inmensos en la historia de nuestras vidas.

Que lo viváis con sencillez. Que acojáis el amor del Señor, y que sepáis que lo que hacéis es eso, acoger un amor, un regalo que el Señor os hace. Y el Señor no nos regala cosas. Se nos regala Él. Y eso es lo sorprendente, lo grande, lo bello. Lo bello de la vida cristiana, que nada de este mundo es capaz de igualar ni de imaginar.

+ Javier Martínez
Arzobispado de Granada

29 de mayo de 2019
S.I Catedral de Granada

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