Fecha de publicación: 30 de marzo de 2018

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos hermanos y amigos todos:

En la celebración de esta tarde en la que recordamos la Cena última del Señor –como su “testamento”- no cuentan sólo las Lecturas que hemos oído, de las cuales el Evangelio nos relata justamente la cena y los gestos que acompañaron a esa Cena Pascual. Lo que Jesús hizo aquella tarde ayuda a interpretar su vida, su pasión, su muerte, lo que iba a pasar un poco después. Nos ayuda a nosotros a vivir con más verdad lo que estamos a punto de celebrar mañana y los 50 días de fiesta que vienen después de mañana, en la Pascua. ¿En qué sentido?

En primer lugar, Jesús hace coincidir su pasión con una celebración judía de la Pascua. Hemos leído en el relato del Antiguo Testamento qué significaba la Pascua, por qué los judíos celebraban la Pascua, en recuerdo de aquella noche en Egipto, la víspera justo de ponerse en camino hacia la Tierra Prometida, cuando tenían que sacrificar un cordero y marcar el dintel de las puertas de sus casas con la sangre de ese cordero. Según el relato bíblico, el ángel exterminador pasaría aquella noche por las casas de Egipto y allí donde estuvieran las puertas marcadas con la sangre de ese cordero pasaría de largo; serían liberados y al día siguiente ellos podían ponerse en camino, les pedirían incluso que se pusieran en camino.

El hecho de que Jesús una su pasión con esta celebración pascual nos indica que Él interpreta su pasión como el sacrificio del cordero inocente, del cordero pascual; que Él se presenta a sí mismo, se da a sí mismo como el cordero pascual, para librarnos a nosotros del ángel exterminador, es decir, para librarnos a nosotros del dominio del pecado. No en el sentido de que automáticamente y como de una manera mágica nosotros de repente hemos quedado convertidos en santos en el sentido moral. No. Pero sí en el sentido de que el valor de nuestras vidas, el significado de nuetras vidas no está determinado ya por nosotros mismos, por nuestras medidas, por nuestros cálculos, ni siquiera por nuestros cálculos del bien y del mal. Está determinado exclusivamente por el don del amor infinito que Dios nos ha dado en su Hijo Jesucristo. Ya Juan Bautista llamó a Jesús el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Nosotros lo repetimos en cada Eucaristía: Éste es el Cordero de Dios. Y esa comprensión de la Pascua judía baña toda la celebración eucarística. El momento de la consagración no es simplemente el momento de un milagro donde el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Es que el Señor nos ofrece ese cuerpo y esa sangre como prenda de nuestra salvación eterna, como regalo que nos hace de su Vida divina, como don que se une a nosotros, que se hace alimento –como alimento fue, era y sigue siendo en el pueblo judío el cordero pascual; pero aquel era un cordero que no era mas que un símbolo. El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo que nos protege y nos libra del dominio del pecado sobre nuestras vidas es Jesucristo.

Y ése será también el significado del Lavatorio de los pies. Jesús se levanta, se quita el manto, y hace un oficio que estaban llamados a hacer los esclavos. En una casa buena, noble, del pueblo de Israel, en una casa de judíos ortodoxos que se preciaran de serlo, si uno venía de camino y entraba en casa, lo primero que hacía un esclavo era acercarse y lavar los pies a quienes venían de camino. El calzado más común que había en ese momento eran las sandalias (lo sigue siendo en gran parte del Medio Oriente) y los pies se manchan y ensucian con las sandalias; y había un esclavo que tenía ese oficio de lavar los pies. También con ese gesto de lavar los pies el Señor expresa lo mismo que expresará el rasgo de que aquella cena fuese una cena pascual. Si no te lavo los pies, no tendrás parte conmigo. Está refiriéndose a su muerte. Su muerte será para nosotros una purificación de Aquél que es Señor de todo, pero que asume el oficio de esclavo nuestro. Oiremos cantar en el pregón de la noche de Pascua: “para libertar al esclavo entregaste al Hijo”. Jesús toma la condición de esclavo, se despoja de su condición divina y toma la condición de esclavo, para que nosotros podamos pasar a ser hijos. Es eso lo que significa que el poder del pecado no tiene ya la última palabra, ni tiene dominio absoluto sobre nuestras vidas. Somos hijos. Crecemos, vivimos en este mundo en la libertad de los hijos. Vivimos ante la mirada de un Dios que es amor, que es misericordia, que no se cansa jamás ni de nosotros, ni de querernos, ni de perdonarnos, ni de llamarnos a participar de su Vida y de su Amor. “Si no te lavo los pies, no tendrás parte conmigo”. Si Cristo no se entrega en manos de los hombres, para sembrar en el corazón mismo de la muerte la vida divina, no hubiera vaciado a la muerte y al pecado de su poder, limpiándonos así de nuestros pecados.

Y por último, la Eucaristía. El gesto mismo de romper el pan y ofrecerlo: “Es mi cuerpo”. Lo que el Señor ofrece es su cuerpo, su vida. Lo hizo aquella noche y lo hace de una manera simbólica, misteriosa, sacramental, cada vez que se celebra la Eucaristía. El Señor se ofrece por nosotros, pone su vida a cambio de la nuestra. ¿Nosotros qué te podemos dar a Ti, Señor? Nuestra muerte. Nuestro pecado. Es lo único que es propio nuestro y que Tú no tienes. Y Tú nos das a cambio en ese precioso intercambio, en ese intercambio que no tiene en el vocabulario humano palabras para expresar, Tú nos das tu vida divina a cambio de nuestro pecado y de nuestra condición mortal que nosotros ponemos en Ti, en tu muerte.

En la Pasión y en la muerte de Cristo se cambia sencillamente los órdenes de las cosas, la lógica de las cosas. Según nuestros cálculos y pensamientos humanos, Dios es el poderoso que se impone a Sí mismo con su poder. Es el Todopoderoso. Pero es el Todopoderoso precisamente porque es capaz de despojarse de Sí mismo y de darse a nosotros por amor, sin que nosotros lo merezcamos, sin que nosotros podamos merecerlo jamás. Y ésa es la omnipotencia de Dios. Y esa omnipotencia es la que revela al Padre de Nuestro Señor Jesucristo, y a su Hijo, y al Espíritu que Él nos da como el Dios verdadero. El único Dios verdadero, porque es el único que da sentido en su profundidad última a la vocación al amor que todos podemos reconocer en el fondo de nosotros mismos. Es el único que nos permite reconocer que esa vocación al amor nuestra no es algo absurdo, necio, sino una participación ya en el Ser de Dios.

Mis queridos hermanos, los tres gestos de Jesús –el gesto pascual, del cordero que se sacrifica por el bien del pueblo, el gesto del lavatorio de los pies y el gesto de entregar nuestra vida por nuestros hermanos- no son gestos limitados, por ejemplo de la Eucaristía a los sacerdotes.

Esta mañana celebrábamos en la Misa Crismal, y renovaban los sacerdotes de la Diócesis sus promesas sacerdotales, y celebrábamos esa especie de incorporación única, de ensimismamiento único propio del presbítero con el misterio de Cristo que se da en la Eucaristía. Pero es verdad que “haced esto en memoria mía” no va sólo dirigido a los sacerdotes. Todos estamos llamados a dar la vida los unos por los otros. En esa misma Última Cena –en un pasaje que no hemos leído- se dice “este es el mandamiento nuevo”. En el Antiguo Testamento el mandamiento era “amarás al prójimo –a quien está a tu lado- como a ti mismo”. Jesús nos dice: el mandamiento nuevo es “amaos los unos a los otros como yo os he amado”. A la medida de Tu amor. Y esa medida de Tu amor es una medida sin medida; es una medida sin límite; es una medida cuyo horizonte no se acaba jamás. Me diréis: nadie somos capaces de amar así. Evidentemente. (…) ¿Por qué no somos capaces de conformarnos con un amor que de entrada sea limitado? Porque estamos hechos para un amor infinito. Y ese horizonte del amor infinito es el que Jesucristo nos abre su Vida, en su Pasión y en su muerte: “Haced esto en memoria mía”. “Este ejemplo que yo os he dado hacedlo vosotros unos con otros”. “Llevad –dirá San Pablo- los unos las cargas de los otros”. Ayudaos a llevar la carga de la vida, la carga de nuestros límites, la carga de nuestras pobrezas, la carga de nuestras miserias, de nuestro pecado. Sed Cristo los unos para los otros.

Vamos a adentrarnos ya en esta tarde, mañana y pasado, en el silencio del Sábado Santo, en ese misterio de amor, que es lo único capaz de fundar nuestra vida. El cristianismo representó en la historia una gran explosión de alegría. Porque en el amor de Jesucristo, en el amor de Dios por el hombre, sabiendo nosotros lo que somos, somos capaces de reconocer que la vida tiene sentido; que la aventura de vivir es una aventura, en ese horizonte de amor, bellísima, apasionante, capaz de sostener la vida y sostener el corazón, tenso, con un horizonte que es el de la vida eterna, que no se acaba jamás.

Mis queridos hermanos, que el Señor nos conceda asomarnos a la belleza de este misterio, participar de ella a la medida de nuestra pequeñez, construir nuestra familia, nuestro mundo, nuestras relaciones humanas según este modelo precioso que da dignidad, da belleza, da gozo y gratitud a nuestra vida.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

29 de marzo de 2018
S.I Catedral, Cena del Señor, Jueves Santo

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