Fecha de publicación: 14 de julio de 2014

Queridísima Iglesia del Señor,
queridos sacerdotes concelebrantes,
queridos amigos todos:

La verdad es que la parábola del sembrador es como la parábola central del misterio de Jesús. En el Evangelio de San Mateo vienen toda una serie de parábola y vienen precedidas por esta en la que precisamente Jesús explica de algún modo por qué habla en parábola, que no es para hablarle una manera más oscura y que la gente no le entiende; era una manera bastante clara. (…).

Cuando uno tiene el corazón duro da lo mismo que te expliquen lo que sea porque sencillamente no quiere ni oír y ver, ni siquiera permitir al Señor que nos cure. Y eso es lo que Jesús percibía. De hecho, hay un pasaje difícil del Evangelio, cuando habla de que todos los pecados y todas las blasfemias se le perdonará a los hombres pero la blasfemia contra el Espíritu Santo no se perdonará, cuando eso se lee en el contexto del Evangelio y se lee en los demás pasajes, uno entiende que a lo que se está refiriendo Jesús es que, justamente, a la libertad del hombre -que es algo sagrado, que es algo que Dios no viola, no interfiere-, cuando uno no quiere, sencillamente, acoger los signos de Dios en nuestra vida, Dios es como impotente ante nuestra libertad. No es impotente su amor (…). (…)

Nuestro amor es muy chiquitito comparado con el amor infinito de Dios. Dios tiene infinitos recursos para hacer que su amor en un respeto exquisito -como diría Dante, “con una inefable cortesía”- nos revela le belleza de su amor, de tal modo que nosotros libremente nos adherimos a él, que es lo que sucede también en la experiencia del amor humano. En el amor humano no hay nada que haga al ser humano más esclavo en cierto sentido y, sin embargo, al mismo tiempo, lo más libre que hay en la vida, y siempre tiene en su origen el atractivo de una belleza, que no seduce -en el sentido de atrapar-, sino que justamente hace florecer la libertad que se adhiere, que reconoce, que genera el amor por esa belleza que nos ha atraído.

La parábola del sembrador se sitúa en ese contexto. No es una parábola para ayudarnos a hacer examen de conciencia, en el sentido de mirarnos a nosotros mismos. Aunque en la historia reciente del catolicismo se ha interpretado así muchas veces (…). (…)

Lo que Jesús quiere decir y quiere afirmar es lo que afirmaba la Primera Lectura: y es que igual que la lluvia no cae en la tierra sin producir fruto tampoco la Palabra de Dios cae en la tierra sin que produzca fruto. Es muy posible que el contexto de la parábola sea justamente cuando los discípulos y el propio Jesús empiezan a percibir sencillamente que hay mucha gente que rechaza el anuncio de Jesús o que hay mucha gente que lo acoge (y lo acoge con gusto de entrada), pero que luego se olvidan y no le prestan atención. ¿Qué trata Jesús de decir con la parábola?: que por muchas resistencias que haya a ese anuncio, por muchas dificultades que la Palabra de Dios encuentre en nuestra tierra, siempre cae en alguna tierra que produce fruto. Es decir, el mensaje de la parábola es un mensaje de esperanza. Siempre. Habrá mil obstáculos a la Palabra de Dios en el mundo. Los hubo en el mundo judío cuando Jesús predicaba y le costó a Jesús el sacrificio de su vida, lo hubo en los primeros pasos de la Iglesia, en la Iglesia apostólica, donde todos los apóstoles prácticamente dieron y derramaron su sangre por la verdad del Evangelio, y lo ha habido permanentemente, casi permanentemente, en unos lugares o en otros, en la historia de la Iglesia. Y cuando la Iglesia se ha creído que no había esa dificultad porque vivía en un mundo cristiano es cuando peor le ha ido a la Iglesia, es decir, cuando peor le ha ido al anuncio de Jesús y a la frescura del Evangelio. Cuando parece que el mundo entero es cristiano y que la cultura misma sirve como de protección a la vida cristiana es cuando los cristianos nos hacemos paganos, es decir, nos acostumbramos a ese mundo y perdemos la conciencia de que el don de Dios vale más que la vida. Por lo tanto, el que haya dificultades no es nunca problema; al contrario, es la ocasión de que nosotros tengamos que preguntarnos, y eso es lo humano, por las razones que tenemos para ser cristianos, para creer en Jesucristo, quién es Jesucristo, quién soy yo. (…)

Nuestro corazón esta hecho para un amor infinito y la experiencia de ser cristiano es la experiencia de ese amor infinito como posible hoy, como realidad hoy, misteriosa, pero como posibilidad real para nuestra vida humana, para mi vida humana en concreto, en su concreción más ultima, en mis circunstancias más peculiares, más exclusivas. Ahí, si el Señor se hace realmente presente, si mi vida, se abre al amor de Dios y lo acoge, la vida florece. Lo que nos dice el Señor es que por muchas dificultades que haya, su Palabra se abre camino. Siempre habrá una tierra que produce al ciento, al sesenta, o al treinta por uno. (…)

Cuando acogemos a Cristo no sólo cambia nuestra vida interior, cambian nuestros modos de vida, cambian nuestros modos de relación, nuestros modos de mirar la realidad, cambia nuestro corazón. Y eso significa que cambia, de algún modo, todas las relaciones de nuestra vida, se hacen más ricas, se hacen más bellas. (…) Nuestra humanidad florece cuando acogemos al Señor y cuando acogemos su amor. Y ese amor suyo nos da la energía de amar la vida, de amar la realidad, de acoger la realidad, sin censurar ningún aspecto de ella (…). (…) No es lo mismo una vida construida sobre la experiencia -sobre la experiencia no sobre la ideología- del amor infinito de Dios, que se nos entrega en Jesucristo, que vivir la vida y construir la ciudad y hacer negocios y trabajar y enamorarse… no es lo mismo nada de eso cuando uno tiene la experiencia del amor infinito de Dios que cuando uno no la tiene.

Pero esa experiencia afecta también al mundo material, de muchas maneras. Hay barrios en nuestras ciudades y hay fenómenos en las ciudades, sobre todo en las grandes metrópolis, que uno sabe que han sido fruto de la especulación. Si hubiera un pueblo cristiano, las comunidades humanas no serían fruto de la especulación; no se harían pisos de 20 o 30 plantas, a lo mejor con sólo dos plantas de aparcamiento. No se harían casas cada cada vez más pequeñitas. Uno procuraría que las casas estén al servicio de los hombres; uno procuraría que las cosas que construye, que los negocios que hace estén al servicio de la vida humana, y no la vida humana al servicio de la economía.

(…) un pueblo cristiano construye un mundo para el hombre; un mundo no cristiano tiende a explotar la naturaleza, y a explotarla sin misericordia. En un mundo no cristiano la naturaleza parece simplemente como una cantera para la voluntad explotativa de los hombres. Y así destruimos, destruimos la naturaleza. Destruimos un montón de cosas. Estamos destruyendo comunidades humanas rurales preciosas con siglos de historia y de experiencia. Y la industrialización de la economía, incluso de la economía agrícola, las destruye sin la más mínima sombra de misericordia. La pequeña economía rural, uno de los productos más exquisitos de la historia humana… y eso no se cuenta cuando se dice si la economía va mejorando o perdiendo. No se cuenta, como no se cuenta el medio millón de jóvenes que se tiene que ir fuera. Claro que la economía va mejor con medio millón de personas menos. Eso también lo sabía Hitler y lo sabían las grandes potencias en otros momentos de la Historia. Claro, por supuesto, pero a base de no contabilizar nunca las pérdidas humanas y el deterioro de las relaciones humanas que se sacrifican al crecimiento económico. Un análisis de lo que le sucede a la economía rural, a la economía agrícola en nuestras sociedades, valdría muchísimo la pena hacerlo.

¿Cuál es la diferencia de haber acogido a Cristo o no acogerla? El que exista una economía para el hombre y haya personas que piensen en una economía al servicio del hombre, o en que, al revés, aceptemos que el hombre, la vida, las relaciones humanas, el matrimonio, absolutamente todo, esté al servicio de la economía. La Creación, ciertas heridas en la Creación, ciertas heridas en el mundo físico, que podrían ser contabilizadas como auténticas catástrofes, las hacemos con la mayor naturalidad, sencillamente porque no contamos nada más que los beneficios numéricos, dinerarios, que produce un cierto tipo de economía. De hecho, no hemos hecho un mundo para el hombre. De una experiencia cristiana verdadera saldrían las energías, salen las energías, para desear para luchar, luego Dios dará a cada uno sus capacidades y sus fuerzas, para luchar por un mundo humano, un mundo en el que la clave sea el amor y no el poder. Porque si la clave es el poder, si la clave de las relaciones humanas es el poder, nuestro futuro no es muy diferente del que están viviendo ahora mismo Irak y Siria, no muy diferente: el poder lo justifica todo, también la violencia. Y cuando nosotros nos hemos olvidado de que la clave de nuestra vida es el amor y la experiencia del amor también nosotros justificamos la violencia y hacemos de nuestro cristianismo una ideología.

Mis queridos hermanos (…) vamos primero a darLe gracias al Señor porque su Palabra ha ido sembrada en nuestra tierra. Vamos a pedirLe que seamos tierra fértil, que produce ese florecimiento de nuestras propias personas, de nuestras relaciones humanas y de nuestra humanidad, y que ese florecimiento pueda repercutir en un mundo, en una economía humana, en un respeto y en un cariño a la Creación, que deja de ser cantera de explotación para que podamos volver a percibirla como un regalo exquisito del amor infinito de Dios.

+Javier Martínez
Arzobispo de Granada

XV Domingo del Tiempo Ordinario
13 de julio 2014, S. I Catedral

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