Fecha de publicación: 1 de febrero de 2019

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
queridas hermanas riquelminas, que estáis aquí en la Eucaristía, y han venido para anunciarme que, en el camino hacia la beatificación de la granadina Madre Riquelme, estamos más cerca del anuncio de su próxima, si Dios quiere, beatificación;
Asociación de venezolanos residentes aquí en Granada, que os unís a esta Eucaristía y nos unimos nosotros a vuestro sufrimiento y a vuestras intenciones, llenos de un amor grande por un pueblo precioso que también ha dado ya muchas muestras de saber resistir a toda clase de violencias;
y queridos Puericantores;
queridos hermanos y amigos todos:

La lectura primera, la lectura en la que Esdras habla el Libro de la Ley, y el Pueblo “renueva” la Alianza del Sinaí, la Antigua Alianza, es un hecho que tiene lugar después de una gran dispersión de Israel. El Pueblo de Israel había sido condenado por los asirios al destierro en lo que hoy es el Kurdistán iraquí y la antigua Nínive, y luego por Nabucodonosor, las tribus de Judá, el reino de Judá, había sido también deportado un siglo después al sur de Mesopotamia, al lugar donde estaba la antigua Babilonia. Aquella dispersión había fortalecido la fe de unos pocos que se mantuvieron fieles. Todos recordáis el Salmo “junto a los canales de Babilonia nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión, en los sauces de sus orillas colgábamos nuestras cítaras”, y tantos pasajes. El Cantar de los Cantares está escrito, sin duda, por algunos judíos que vivían en aquel destierro, pero también es verdad que ni los campesinos que habían quedado en Palestina, ni muchos de los que habían ido al desierto habían olvidado la Alianza que el Señor había hecho con su Pueblo, el vínculo que unía a Yahvé con su Pueblo, y se habían apartado de Dios asumiendo costumbres paganas, asumiendo muchas cosas del mundo que le rodeaba y olvidándose del Señor su Dios.

La lectura que hace Esdras, por tanto, es una renovación de la Alianza, cuando se va a reconstruir también el Templo de Jerusalén, que había sido destruido por Nabucodonosor. Y es como un nuevo comienzo en la historia de Israel, y el Evangelio que hemos escuchado es un nuevo comienzo absoluto en el ministerio de Jesús. Jesús coge, en la sinagoga de Nazaret, un pasaje del profeta Isaías y se atreve a decir, lo más tremendo que se podía decir, es un pasaje fuertísimo: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. Jesús no había dicho (no podía decir) “yo soy el Hijo de Dios” o “yo soy la segunda persona de la Santísima Trinidad”, pero diciendo “hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír” estaba proclamando su condición de ser la medida de los profetas, y por lo tanto, de alguna manera, su naturaleza divina.

Lo tremendo, lo que a mí se me hace tremendo siempre ese pasaje, cuando hay que predicarlo, es que yo puedo decir hoy, delante de vosotros, con la misma verdad con que lo dijo Jesús en Nazaret: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”.

Jesucristo cumple los anhelos y las promesas, sobre todo las promesas, que Dios había hecho a Abraham, a Isaac, a Jacob, a David… las promesas que Dios había hecho a los padres fundadores del Pueblo de Israel. Y Jesucristo cumple también los deseos de las naciones, los anhelos de todos aquellos que, sin pertenecer al Pueblo Judío, sencillamente, anhelan la plenitud de una vida que todos percibimos que nuestro corazón está hecho para la felicidad, y hecho para un bien sin límites y para un amor sin límites. Y nos damos cuenta de que ese amor no existe en la tierra, por lo tanto tenemos la tentación de pensar que es una utopía o que es una falsedad o que es un falso consuelo. Si yo soy creyente en Jesucristo (y quiero serlo), no puedo deciros nada menos que “hoy se cumple para cada uno de nosotros Esta escritura que acabáis de oír”. Se cumple en Jesucristo, se cumple en Jesucristo, que sigue vivo.

Si hemos venido a esta celebración, muchos de nosotros, o la mayoría, o algunos por lo menos vais a comulgar, vamos a comulgar. En nuestro cuerpo, en nuestra carne va a tomar posesión, va a habitar con la misma verdad, igual de misteriosamente, pero con la misma verdad, va a habitar el Hijo de Dios. Pasamos a ser carne de Dio. Somos hijos de Dios. Todo eso no son palabras cristianas bonitas pero metafóricas que no significan en realidad nada mas que un estímulo para que seamos un poquito más buenos, o cosas así. No, es real. Es real. La Presencia de Cristo en la Eucaristía es real, y Cristo viene al altar y viene a la Eucaristía para poder habitar en nuestros corazones, que Él anhela, que Él desea. Y no porque Él nos necesite para algo, que no nos necesita para nada, sino porque nosotros tenemos necesidad del amor infinito que Él es, y sólo eso cumple (si fuéramos israelitas, cumple las promesas de los profetas: “Alégrate, hija de Sión”). Y para nosotros, cumple nuestras esperanzas humanas, y como hijos de Israel que hemos recibido también toda la Tradición del Antiguo Testamento, para nosotros también cumple lo que el Señor había prometido a su Pueblo por los profetas: “Yo prepararé en este monte un banquete de manjares deliciosos y de vinos generosos”, “será la alegría de las naciones y la alegría de los pueblos”, y la Alianza hará de la Esposa de Yahvé una Esposa fiel, resplandeciente de belleza, que el último libro del Nuevo Testamento, el Apocalipsis, anunciará que “baja del cielo ataviada como una novia para su esposo”. De hecho, cada Eucaristía es una celebración de esa boda que anticipa la boda del fin de los tiempos. Yo os digo que puedo decir con toda verdad que “hoy se cumple esta Escritura”; hoy se cumplen las promesas que Dios hizo al Pueblo de Israel; y se cumple en esta Eucaristía, y se cumplirían en la Eucaristía más pequeña que en un pueblecito de la Alpujarra, por ejemplo el Golco, donde viven seis o siete personas nada más, se está celebrando; o en alguna de las montañas de Venezuela, donde un grupo de cristianos junto a su sacerdote están celebrando y pidiendo por la paz, y allí se juntan el cielo y la tierra, y Dios se hace presente en medio de nosotros, el Emmanuel, que hemos celebrado en la Navidad. Dios con nosotros, claro que sí.

Pero, con la misma verdad que lo puedo decir yo, lo podéis decir cada uno de vosotros. Cuando hemos encontrado a Jesucristo, cuando hemos encontrado al Señor, cuando hemos acogido al Señor en nuestra vida, por la fe y el Bautismo, de una manera que se renueva, cada vez que celebramos la Eucaristía, el Señor habita en vuestra vida, en vuestro cuerpo, en vuestro corazón, en vuestras personas. Sois portadores de esa plenitud. En nosotros que formamos todos juntos en la Iglesia, somos cada uno y todos juntos portadores y anunciadores de esa plenitud sin límites, que es el Amor del Señor por nosotros, hasta por el más pequeño, y quizás más por el más pequeño, por el más pobre.

Diréis, “es imposible, usted no sabe el mal genio que tengo yo” o “usted no sabe lo desastre que soy” o “no sabe cuántos pecados hay en mi vida y en mi historia, Dios no puede estar en mí”. Pues, Dios está, en nosotros. No se ha avergonzado de nuestras manchas, de nuestros límites, de nuestras pequeñeces, y no se avergonzará jamás, no dejará de amarnos, sólo pide que Le acojamos en nuestra vida, y en esa misma pequeñez el Señor se hará presente para el mundo.

Decía el Salmo que hemos recitado una cosa muy bonita: “El gozo del Señor es nuestra fortaleza”. El gozo del saber que el Señor está en nosotros, que el Señor viene a nosotros, que no se cansa de venir a nosotros, que no se cansa jamás de estar en nosotros y con nosotros y de querernos y acompañarnos en el camino de la vida. Esa alegría es nuestra fuerza, es nuestra única fuerza. Pero hay que tener la experiencia. Hay que pedirLe al Señor que haga que eso no sea una cosa que hemos oído y que nos han contado, sino que sea una experiencia en la comunión del Cuerpo de Cristo. Y ahí, qué lectura tan bella la que hemos leído de San Pablo: “Todos nosotros formamos un cuerpo”, el Cuerpo de Jesús; Él habita en todos nosotros y nosotros somos miembros: la mano no hace todo lo que hace el cuerpo, la uña no hace todo lo que hace el cuerpo. Señor, y yo soy en tu cuerpo menos que la uña, pero la uña araña, se defiende, protege un poco los dedos para que, cuando tienen que manipular cosas que son más duras, no se deshaga la piel, es decir, protege ese trocito del cuerpo tan indispensable que son las manos. Pero no hace todo lo que hace el cuerpo. La uña no hace circular la sangre o no tiene la sensibilidad que tienen los nervios que conducen el contacto de las cosas al cerebro. Pero todos funcionan a una, todos viven a una, todos los miembros del cuerpo. Si me cae una mota en el ojo o el viento me mete un grano de arena en el ojo, el dedo y la uña acuden inmediatamente a ver cómo me lo puedo sacar, si me lo puedo sacar. ¿Por qué? Porque se siente parte del cuerpo. Es una lógica distinta a la del mundo. Las lógicas del mundo son lógicas de poder. La lógica del Cuerpo de Cristo es la lógica de la cooperación y del amor mutuo.

Señor, en nombre de ese Amor estamos celebrando, diríamos, hijos de dos naciones diferentes, de dos patrias diferentes, y sin embargo, somos miembros del mismo Cuerpo. Nadie podemos decir en ese Cuerpo “yo me basto a mí mismo, yo no necesito de estos otros, estos son de otro sitio”. No hay otros sitio. Si somos hijos de Dios, nuestro sitio es Dios, y Dios está con nosotros, con cada uno de nosotros; y Dios cumple en cada uno de nosotros sus promesas. La promesa de su Misericordia, de su Abrazo de Amor, del perdón de los pecados y la promesa de la vida eterna. Cuánta alegría. El gozo del Señor es nuestra fuerza. No tenemos otra. Nosotros no tenemos ejércitos, no tenemos muchas cosas muy poderosas de las que influyen en el mundo, pero tenemos la fuerza de una experiencia que es verdadera y que nadie puede arrancar de nosotros. Y esa experiencia es el fundamento de nuestra libertad; esa experiencia es el fundamento de nuestra alegría, de nuestra gratitud, de nuestra vida como hijos libres de Dios; y de nuestra esperanza, de nuestra esperanza cierta en la promesa del Señor de la vida eterna. Hoy se cumple, para cada uno de nosotros, porque Cristo viene a nosotros, ¿qué podemos temer?: “¿Si Él está con nosotros, quién contra nosotros?”. ¿Quién contra nosotros, hijos míos? Ningún gobernante, por muy cruel (…) que pueda ser, puede arrancar esas raíces que el Señor pone en nosotros y que nos atan al Cielo, y que no nos van a arrancar nadie. Nadie nos la va a arrancar, claro que no, ni a vosotros, ni a nosotros, ni a cualquiera que haya echado sus raíces en las promesas del Señor, porque el Señor cumple siempre sus promesas.

Vamos a proclamar nuestra fe, llenos de gozo.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

27 de enero de 2019
S.I Catedral de Granada

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Palabras finales de Mons. Martínez, antes de la bendición final.

Antes de daros la bendición, un pensamiento que se me ha quedado en la homilía como colgando.

Que el Señor cuando dijo “hoy se cumplen las Escrituras que acabáis de oír” no era una palabra vacía. Porque otra vez que le preguntaron “¿eres Tú el que has de venir?”. Y Él dijo: “Mirad, los ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen y los pobres son evangelizados”. Por lo tanto, Él podía remitir a unos hechos.

Cuando yo os estaba diciendo que nosotros como Iglesia y cada uno de nosotros, como miembros del Cuerpo de Cristo, somos portadores de Cristo al mundo, no podemos remitir a lo que remitía el Señor, porque nosotros somos hijos de Dios, en esta nuestra carne mortal, en este mundo de pecado, y no podemos remitir a nuestra perfección; pero sí que podemos remitir a la experiencia de Cristo y también podremos decir… (tienen que ver los hombres algo diferente en nosotros, algo diferente a lo que se ve en el mundo, a lo que está en la calle, a lo que es la vida de quien no tiene esperanza. Y lo más grande que pueden ver es nuestra comunión, que rompe las fronteras y salta las fronteras; nuestra capacidad de amar a todos los hombres, estén donde estén; y nuestra esperanza inalienable, indelegable, invencible, bella como el oro y fuerte como el hierro).

Os doy la bendición. Nos unimos a la JMJ de Panamá. El Santo Padres les decía ayer a los muchachos “sed influencers”. Yo os lo digo también a vosotros, especialmente a los jóvenes. Tendríamos que ser “virales”, que nos vieran y nos pasaran a YouTube inmediatamente, porque, o estamos locos, o hay algo especial en nuestra vida que es para llamar la atención. “Trending”. “Trending” en vuestros cantos y “trending” en vuestra vida.

Os doy la bendición y os suplico a todos que no os olvidéis de Venezuela y de toda América central. Que no os olvidéis de todo el sufrimiento. El otro día me hablaban incluso que en Brasil estaban habiendo movidas y revoluciones y manifestaciones, un poco en la línea de lo que está pasando en Venezuela, queriendo imponer en otros países lo que nace de Venezuela. ¡Dios mío! Hay que pedir por América Latina y por todos los países de América Latina pero, en estos momentos tan delicados, especialmente por nuestra querida Venezuela.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

27 de enero de 2019
S.I Catedral de Granada

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